21/12/11

Hemos visto, pero...


Hay cineastas que te cambian, no sé si la vida (creo que también), pero sí la forma de ver el cine. Quiero creer que escribir sobre ellos para descubrir (y des-cubrir y re-descubrir) sus películas, para despertar el deseo de verlas y prolongar ese deseo de la mirada en la yema de los dedos que teclean estas líneas justifica en buena medida esta escuela de los domingos.

Yasujiro Ozu

Escribir sobre Ozu, por ejemplo. Sobre esas películas suyas que, confinadas en lo doméstico, ensanchan los horizontes del cine, y me resultan cada vez más necesarias y, por qué no decirlo (no encuentro mejor expresión), más justas. Necesariamente justas y justamente necesarias. Recuerdo como si fuera ayer haber deambulado a medianoche por Tui después de ver (y grabar) en la 2 de TVE a finales de los ochenta Cuentos de Tokio (1953), mi primera película de Ozu, intentando decantar el cine que me había encendido la mirada. Y haber vuelto a casa y ver otra vez Cuentos de Tokio, ahora en una copia en VHS. Y haber pasado los días que siguieron con la película en la cabeza y con Ozu en la boca. Y haber escuchado no pocas veces en los años que siguieron -aun de quienes creía cinéfilos afines- que Cuentos de Tokio era lenta y allí no pasaba nada.

Yasujiro Ozu entre Setsuko Hara y Chieko Higashiyama 
en el rodaje de Cuentos de Tokio

Cómo detestaba que alguien despachara como lentas las películas de Ozu -y de Murnau, Dreyer, Bresson, Tanner, Tarkovski o Kiarostami- que tanto me gustaban y tan inagotables devenían. Nunca entendí el adjetivo lento aplicado al cine. Una película puede ser buena o mala, divertida o tediosa, pero lenta... Y aunque sigo pensando que la lentitud no es un criterio para calificar las películas sino apenas un elemento a valorar, con el tiempo, mira por dónde, acabé resignándome a aceptar que simplemente percibimos -y vivimos- el tempo (o sea, el compás o el aire) del cine de forma distinta. Pongamos por caso una película -de esas que nadie consideraría lenta- que no dejará huella en uno, pero es relativamente reciente -y supongo que muy conocida- como Origen (2010) y de un director de reconocido prestigio como Christopher Nolan; pues bien, a mí me resulta lenta la escena del asalto a la -llamémosle- fortaleza, quiero decir que me resulta eterna, me cansan tantos tiros, como me cansan la mayoría de las escenas de combates de kung fu en ambas entregas de Kill Bill (2003 y 2004) de Tarantino -que tampoco nadie calificaría como lentas-, sin embargo no me parecen lentas las escenas a cámara lenta de aquélla ni las eternas escenas de diálogo de éstas. Pero en aquellos días me entregaba a la causa de Ozu como si de una trinchera del cine se tratara -y quizá se trataba de eso- y defendía su cine aunque torpe y apasionadamente por un conocimiento no sólo insuficiente sino precario: apenas había podido ver otra película suya, la encantadora Buenos días (1959), si no recuerdo mal, en la 2 de TVE a principios de los noventa.

Uno de los planos vacíos (petos de ánimas) de Buenos días 

En el curso de los últimos veinte años pude ver -y volver a ver- una gran parte de la filmografía de Ozu y acabé comprendiendo cómo el tiempo deviene la materia poética primordial que atrapa el tejido de sus películas, enhebrando la dialéctica entre lo viejo y lo nuevo (la tradición y la modernidad) con el tema de la familia; un tejido que fue depurando -y vaciando- hasta cuajar el estilo inimitable de su cine en los últimos diez años; un estilo que aflora en modulaciones de silencios y esperas, de rituales y vida cotidiana, de dilataciones y elipsis, que ritman el tiempo que fluye inexorable hasta convertirse en la forma misma de su cine; modulaciones tan sutiles que las películas no sólo no resultan lentas sino que exigen una atención extrema y siempre descubrimos matices nuevos y reveladores cuando volvemos a ellas; por ejemplo, que los momentos cruciales de sus películas son epifanías de nuestra caducidad -estamos de paso y otros transitarán sobre las huellas de nuestra ausencia- y la devastación del tiempo, o que la filmografía de Ozu se ve amojonada por encrucijadas cardinales donde los personajes aceptan su condición efímera como el orden natural de las cosas. Así entendí que sus películas imparten lecciones de fugacidad y en su cine asistimos a una escuela de ocasos. Pero también -y tantas veces se olvida o se obvia- que Ozu es un gran comediante y un maestro del humor; un humor perceptible en cualquiera de sus películas, a menudo de forma leve y con un poso de melancolía, sobre todo es su etapa de madurez, aunque también de forma notoria en no pocos filmes, como Buenos días. El cine de Ozu cultiva en esta y aquella película la risa, pero la sonrisa da forma a su mirada.

Yasujiro Ozu

Las últimas que he vuelto a ver no figuran entre las más conocidas, aunque no sé muy bien el alcance del adjetivo "conocidas" tratándose de las películas de Ozu: Nací, pero... (1932), Primavera tardía (1949) y Principios del verano (1951). Las dos primeras pueden considerarse obras-bisagra en la filmografía del cineasta: Nací, pero... permite apreciar, sobre todo a la luz de las afinidades con un filme realizado casi treinta años después como Buenos días -aunque sería exagerado considerarlo un remake de aquél-, la ascesis (estilística) del cineasta; y Primavera tardía puede verse como la primera obra del periodo de madurez de Ozu.

Fotograma de Nací, pero... 
con los dos hermanos protagonistas.
Debajo, fotograma de Buenos días con sus niños, 
también hermanos y protagonistas


Parece haber consenso en considerar Nací, pero... como la primera obra maestra de Ozu. Desde luego para uno es una obra maestra, y concretando un poco más, una obra maestra de la comedia y del cine sobre la infancia. Se trata de una película muda. Conviene apuntar que el cine mudo -usaré esa denominación que todos entendemos sin entrar en más precisiones- se prolongó en Japón hasta mediados de los treinta a causa del prestigio del benshi -el contador de películas-, que narraba la historia a medida que los espectadores contemplaban las imágenes en la pantalla, sirviéndose de palabras y un código de gestos-signo deudor del -teatro- kabuki; de tal forma que los filmes mudos japoneses podían ahorrarse los intertítulos y aun no sería exagerado hablar de que era el benshi quien contaba la película, es decir, que los espectadores veían una película distinta según la comentara uno u otro benshi; de hecho, se realizaban las películas teniendo en cuenta el trabajo -lo que podría contar- el benshi y, en ese sentido, el lenguaje fílmico del cine mudo japonés se desarrolló de una forma distinta a la que se derivó en occidente de la gramática cinematográfica formalizada por Griffith, en buena medida porque las imágenes dependían hasta cierto punto del relato del benshi. En occidente también existió la figura del narrador de películas, que acompañaba con su relato la proyección -con la música en directo-, pero fue desapareciendo en el curso de la segunda década del siglo pasado y nunca alcanzó la consideración del benshi para los espectadores japoneses. Akira Kurosawa cuenta en su Autobiografía que su hermano mayor, Heigo -contador de películas-, se suicidó en 1932 después de haber fracasado una huelga de benshis contra la importación del cine sonoro occidental, síntoma elocuente del ocaso de un oficio. Pero a esas alturas ni siquiera el cine mudo japonés los necesitaba.


Fotograma de Nací, pero...

Nací, pero... se estrena el mismo año que se suicida el hermano de Kurosawa, pero aun siendo una película muda, ya no dependía de la figura del benshi;  era muda, por así decir, al modo occidental, con intertítulos; eso sí, gracias a la elocuencia de las imágenes (o sea, de la puesta en escena) -que no a la gesticulación de los actores-, a Ozu le bastan unos pocos carteles. Ayer, mientras comía con unos amigos, salió en la conversación el reciente estreno de The Artist (2011) de Michel Hazanavicius, una película muda y en blanco y negro que está cosechando la admiración de buena parte de la crítica y también, al parecer, del público (recibió el premio del público en la reciente muestra de Cineuropa). Como sólo yo la había visto, dije lo que me había parecido: una película bien hecha, cuidada, simpática, con dos o tres momentos brillantes y se pasa un buen rato viéndola; y todos concedimos que, ante el panorama desolador de la cartelera, son razones más que suficientes para ir al cine.


Añadí que, desde luego, no es una película admirable, porque su ambición confina en el aquel de haber hecho una película muda y en blanco y negro en los tiempos que corren; dicho de otra forma, hacerla como la hicieron era el reto, y ahí se les agotó el empuje, porque en la forma no pasa de divertimento y en el fondo cuenta una bonita historia que remite a otras historias sobre la convulsión que representó el paso del cine mudo al sonoro para algunos actores -Cantando bajo la lluvia o Sunset Boulevard- o el ascenso de una nueva estrella mientras otra declina -Ha nacido una estrella-, y sería mucho decir que esa crisis contemporánea de la depresión del 29 pueda verse como una metáfora de la presente; pero quizá lo peor es que, para los espectadores que no frecuentan el cine mudo, puede dejar la impresión de que las viejas películas silentes podían ser divertidas pero se trataba, en realidad, de un cine minusválido (más o menos lo que suele pensarse del cine en blanco y negro), que ahora The Artist nos permite evocar, pero guardándose mucho de destilar siquiera un asomo de melancolía o de duelo por lo perdido o, por lo menos, de dejar constancia del inmenso legado de belleza que representa el cine mudo, basta recordar (y menciono apenas algunas de las que ha cobijado esta escuela)  El gato montés, AmanecerY el mundo marcha, Luces de la ciudad... Por no hablar de un genio llamado Buster Keaton (que habrá que hablar, y después de The Artist urge más si cabe: en vez de callarme, me pongo tareas, es que uno no tiene remedio).


Nunca se debería olvidar que el cine sonoro alcanzó la perfección sólo cuando la tecnología le permitió hablar sin renunciar a la plástica, ligereza y fluidez alcanzadas en el cine mudo; en otras palabras: el cine no fue mejor (cine) por hacerse oír en las voces y los sonidos del mundo diegético, sino que el cine sonoro fue mejor (cine) gracias al cine mudo. Gracias a películas como Nací, pero... sin ir más lejos.


Los niños de Nací, pero... tienen que ir a un nuevo colegio, porque la familia se ha trasladado a las afueras de la ciudad. Deben hacer frente a un matón y su pandilla y ganarse el respeto. No lo tienen nada fácil. En un momento de la película, cuando el padre pregunta si les gusta el colegio nuevo, el pequeño contesta: Nos gusta ir al colegio y volver a casa... Es la parte de en medio lo que no nos gusta. Lo de en medio es el mundo hostil del que los adultos -siempre tan desmemoriados, especialmente respecto a la propia infancia- no se enteran. Ellos también tienen  sus problemas, aunque fingen una seguridad en el mundo y sus valores que están lejos de sentir. Hasta que los niños descubren la "comedia de la vida". Y será gracias al cine que deviene un espejo que arranca la máscara de la realidad. Una película casera les revela a los niños un  padre pusilánime y pelotillero con su jefe, un padre distinto a la figura paterna que habían imaginado, mucho más parecida a esa figura frágil que, al llegar a casa, les amonestaba por haber faltado a clase (para evitar al matón) mientras se iba quedando en paños menores para ponerse el quimono, según las costumbres domésticas japonesas, una desnudez física que presagia la desnudez moral que  les desvelará la home movie.


En Nací, pero... contemplamos algunos elementos estilísticos de los que Ozu se irá desprendiendo para usarlos con cuentagotas en las primeras obras de madurez y despojarse definitivamente de ellos en las últimas películas, como una planificación clásica con el juego de plano/contraplano y como esos travellings acompañando al padre y los niños hasta el paso a nivel, o los que unen a los escolares con los niños protagonistas que han faltado a la escuela y con la oficina donde trabaja el padre. En cambio, escasean los planos vacíos que menudean a partir de Primavera tardía en un proceso de rarefacción narrativa, aquí sólo hay dos, uno de ellos con un tendal de ropa, un motivo tan querido por el cineasta, como el de los trenes que pautan también Nací, pero... 


Una comedia -con buenas dosis de cine burlesco y slapstick- sobre el aprendizaje de la decepción en la infancia, sobre esa epifanía que se desprende de una dolorosa lucidez en la mirada de los dos niños protagonistas: este mundo es un lugar duro y no va a ir a mejor. Doloroso también para esos padres que deben aceptar que quizá sus hijos no puedan vivir mejor que ellos, como vemos en esa escena en la que el padre comenta con la madre, mientras ven dormir a los niños (tras la rebelión contra ese padre que se les reveló como un don nadie y conjurarse para hacer huelga de hambre): ¿Llevarán una vida tan dura como la nuestra? ¿Acabarán siendo empleados como yo? Los niños de Ozu suelen ser insolentes y crueles, no hay ninguna sensiblería en la mirada del cineasta sobre la infancia. Nunca se insistirá lo suficiente en el arte de Ozu a la hora de dirigir a unos niños que siempre resultan verdaderos. Incluso cuando son verdaderos diablos, esas escenas destilan melancolía, porque no podemos dejar de pensar en los adultos que serán, como sus padres, como sus abuelos, y la infancia misma deviene tan fugaz como la vida misma. En el cine de Ozu late siempre el sentimiento de una pérdida pasada o presagiada, algo así como un hemos visto, pero...


No me olvido de Primavera tardía y mucho menos de la maravillosa Principios del verano, así que continuaremos con Ozu...

Noriko (Setsuko Hara) en Primavera  tardía

Y entonces hablaremos de Noriko.

No hay comentarios:

Publicar un comentario