2/12/11

Un trocito de cine



Uno no sabe bien por qué lo persigue una película. Por qué aflora de forma recurrente. A deshoras. Por qué se desenfoca al fondo de lo que uno escribe como si jugara al veo veo. Quién sabe. O no lo sabe uno aún. El caso es que a menudo -ayer mismo, sin ir más lejos- doy en recordar escenas, planos, momentos de Paisaje en la niebla, ese cuento de hadas terrible, tan iluminador como doloroso, de Theo Angelopoulos. Un viaje de atroz grandeza íntima, escribió Ángel Fernández-Santos. De una belleza tan lacerante que la memoria de las imágenes de Giorgios Arvanitis declinadas por el montaje de Yannis Tsitsopoulos araña, tanto como la música de Eleni Karaindrou puede consolarnos.


En una calle de noche aparecen corriendo Voula, una niña de doce años, y su hermano Aléxandros, de seis. Se paran. Ella quiere saber si tiene miedo. Él asegura que no. Sabemos que sí tienen miedo. Pero con todo ese miedo afrontarán el viaje que lleva tanto tiempo anidando en ellos con la fuerza de un deseo acuciante y el aquel de lo inevitable. Tienen que ir lejos, al Norte. En busca de su padre. Aunque esta vez, como otras antes, el miedo les haya podido en el último momento, antes de subir al tren.


Sólo cuentan con el aliento de las historias fundacionales para aventurarse en las tinieblas del mundo. Historias de miedo con niños perdidos en el bosque que no pueden volver a casa. Cuentos de hadas. El cuento de todos los cuentos. Para alumbrar la noche oscura y cobijar los sueños. En la noche del cine y en una pantalla en tinieblas escuchamos las voces de los niños emergiendo de un cuarto a oscuras:

Voula.- Duérmete
Alexándros.- ¿Cuándo nos iremos?
Voula.- Duérmete.
Aléxandros.- ¿Me cuentas la historia otra vez?

Silencio.

Voula.-En el principio había tinieblas y después se hizo la luz. Y la luz se separó de las tinieblas...

Poco después escuchamos unos pasos. Mamá, advierte Voula. Nos interrumpe siempre, así nunca acabará esta historia, se queja bajito Aléxandros. Una rendija blanca por debajo de la puerta taja la negra noche de la pantalla. Así empieza Topio stin omichli (1988) -Paisaje en la niebla- de Theo Angelopoulos. Con una herida de luz.


Cuando Angelopoulos preparaba El apicultor (1986) -segunda película de la llamada trilogía del silencio con El viaje de los comediantes (1975) y Paisaje en la niebla- los redactores de la -desaparecida y recordada- revista Contracampo le dieron a ver por primera vez El espíritu de la colmena. Le causó una profunda impresión. Como la película de Erice, Paisaje en la niebla despliega un itinerario de aprendizaje amojonado por la violencia, la aflicción y la muerte, donde el cine cifra la promesa del mito y traza una vía de revelación en un peregrinaje hacia la luz.


El cine de Angelopoulos cuaja en planos largos, que pespuntan el tejido de la historia para atrapar la trama de la vida, conjugando el movimiento o la inmovilidad de la cámara con el movimiento o la suspensión de los cuerpos, y las formas destiladas en el curso del tiempo cobran visos de ritual, para invocar la luz o celebrar un alumbramiento en las tinieblas del mundo.


Como una profesión de fe en el cine, como la de ese cineasta de La mirada de Ulises (1995) que busca, como si la vida se le fuera en ello, tres bobinas perdidas de aquellos primeros cineastas griegos, los hermanos Manakis, porque atesoran la mirada del cine de los orígenes. Tres bobinas. Tal vez una película entera sin revelar. Tal vez la primera película. La primera mirada. Una mirada perdida. Una inocencia perdida. Me obsesionó como si fuera mi propia obra, mi propia mirada perdida hace tiempo, escuchamos en la voz de Harvey Keitel, confesión y plegaria -poesía, entonces-, escrita con toda probabilidad por Tonino Guerra, autor también  con Thanasis Valtinos y el propio Angelopoulos del guión de Paisaje en la niebla. El cineasta ve a Tonino Guerra -ha escrito ocho de sus películas- como un viejo campesino, que tiene la sabiduría de la tierra y con el que sientes la necesidad de confesarte, de hablar de ti, del mundo, de política, de espaguetis, de lo que sea. Alguien así es muy poco frecuente. Y hablan también de los milagros de la luz.


Angelopoulos quería conservar en Paisaje en la niebla el encanto y la maravilla de un descubrimiento primordial. El que se desvela en un camino de iniciación. Y como todo viaje de conocimiento te cambia la vida. Pero lastima. Es el precio del saber que esos niños pagan en el curso de una experiencia cardinal. Una búsqueda de las nacientes de la identidad que, para cineastas como Angelopoulos o Erice, se corresponde con la sustancia -y la esperanza- misma del cine. Esos niños errantes transitan por una geografía fantasmal, un paisaje del alma, en un viaje interior, porque -en palabras del director- todos los verdaderos viajes son interiores, movimientos anímicos alrededor de la propia sombra.





Voula y Aléxandros viajan por un país que no existe, como esos comediantes con los que se encuentran por el camino, espectros de otro tiempo, vagando sin rumbo por Grecia y, huérfanos de una sala que quiera acoger la representación, ya sólo les queda la intemperie de un mundo que puede pasarse sin el teatro.


Pronto sabremos que los niños nunca encontrarán lo que buscan; no hay tal padre, ése al que escriben cartas orales mientras viajan en su busca. Ellos no lo saben, o quizá lo sospechan, pero no pueden renunciar al sueño de encontrarlo, porque ese sueño, como las historias, entrañan el impulso nutricio de su pequeña utopía. Les basta algo tan pequeño como ese pedazo de película que encuentran en un cubo de basura, ese fotograma que atrapa la mirada ensismismada de Aléxandros como un relicario de luz. Como aquellas bobinas de los hermanos Manakis devienen un Grial para el cineasta perdido de La mirada de Ulises.


En Paisaje en la niebla, los niños han encontrado el talismán para un viaje preñado de peligros; la promesa de un encuentro, la esperanza de una mirada en un trocito de cine.

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