Hoy iba a escribir sobre L'avventura. Pero visité el blog de Elías Moro y encontré dos poemas de Tonino Guerra, el guionista de la película de Antonioni, la primera que escribieron juntos. Y esos poemas me llevaron a otros del guionista de algunos de los filmes imprescindibles de Fellini, los Taviani, Angelopoulos o Tarkovski.
Tonino Guerra cumplió noventa años el mes pasado y leerlo hoy fue como volver a casa, a la única casa que uno puede volver. L'avventura puede esperar. Otro día vendrá la obra del guionista, hoy os traigo la obra del poeta. Apenas dos poemas. Porque a veces viene a tocarte un olor que no entendías hace años...
Canto primero
Tenía ya setenta años cumplidos y cuatro días cuando cogí
un tren en marcha. No podía soportar ni un día más la ciudad
con todas aquellas uñas delante de la boca.
Ahora estoy aquí en mi pueblo, con mi hermano.
Está lleno de casas vacías. De mil doscientos que éramos,
sólo quedamos nueve: yo, que acabo de llegar,
la Bina, Pinela el campesino, mi hermano que está siempre
en la casa vieja, la Filomena con el hijo tonto,
y tres jubilados que están siempre sentados en la plaza
y que en sus tiempos eran zapateros.
Los demás se marcharon quién sabe adónde: a América, a Australia,
a Brasil, donde Fafín el loco iba de caza con un cuchillo
y un día mató un jaguar creyendo que era un gato.
En mil novecientos veinte un grupo de albañiles,
después de seis meses de viaje en barco mirando el mar
y el agua de un río que no acababa nunca,
llegaron por fin a la Muralla China
que se había roto por todas partes y hacía falta mano de obra.
Antes de desaparecer para siempre, el padre de la Bina
que iba con ellos mandó noticias suyas cada año
a las que luego llamaron «las cartas de la China». En la primera
preguntaba por una cabra que tenía fiebre el día que él se fue,
en la segunda contó que se había comido una culebra,
en la tercera hablaba de una mujer que le cosía los botones,
la cuarta estaba llena de garabatos como los que hacen las gallinas
en el barro, para dar a entender que se había vuelto chino
y se había olvidado de todo, hasta de las palabras.
Mis padres no se movieron nunca de casa: mi padre
vendía carbón
y mi madre llevaba las cuentas en un papel amarillo.
Como no sabía leer ni escribir hacía rayas
para los clientes flacos y círculos para los gordos.
Los números los llevaba apuntados en la cabeza y cuando pagaban
los tachaba con una cruz.
Aquí el aire es bueno y el agua va por sus cauces.
Coches no hay y los perros
están siempre tumbados en mitad de la calle.
(De La miel, 1981. Ediciones La Palma, 1993
Traducción de Juan Vicente Piqueras)
Septiembre
La música de la lluvia
en los oídos
Cuatro hermanos de mi padre
y una hermana de noventa años, la Nazarena,
vivían en América y a veces mandaban postales
como si fueran marineros que metían
mensajes en las botellas y las tiraban al mar.
He encontrado unas palabras de la Nazarena
dirigidas a mi padre: “Eduardo,
hemos tocado fondo y ahora nos toca
hacer cuentas con la vida. Aquí en Brasil
me acuerdo a menudo de aquella vez
que fuimos a vender pescado
a la feria de Verucchio un viernes de 1913
y la riada se llevó el puente delante
de nuestros ojos y nos quedamos un día
entero sentados en la hierba,
mirando el agua, sin poder cruzar.
En las cajas se echó todo a perder
y todavía siento aquella peste de pescado que
ahora me parece que es el olor de mi vida.”
“La Tartamuda” era una muchacha
que caminaba en chanclas
y se vestía con cuatro trapos
que se le pegaban a las tetas
duras como piedras. Su tartamudez
era tan grande que te venían ganas
de ayudarla y ponías palabras
en medio de las suyas
hasta que quedaba claro lo que quería decir
y entonces de la alegría
se echaba a reír, temblaba con un gozo
que parecía nacerle de dentro de la carne.
De los montes un polvo de agua fina
como la seda
apaga las últimas brasas del verano
y yo me pongo mi chaqueta de pana.
A pesar de que llovían
en la ventana rayas de agua larga
y espesa, se veía en los montes
la luna clara.
Fueron aquellos días
en que nos dábamos la mano
y las promesas quedaban escritas en las piedras.
Hoy ya todo da igual:
te abraza alguien
y es sólo un montón de trapos.
A veces viene a tocarte un olor
que no entendías desde hace años
y ves cruzar el cuarto
a la niña con su cubo de agua.
El mar tiene los peces en sus manos.
(De Llueve sobre el diluvio, 1997)
Me gustaría poder escribir algo que siento; pero los últimos versos (aunque, en general, todos) me han dejado mirando por los cristales al otro lado.
ResponderEliminarTal vez sea el aroma ése... que está pasando.
Un saludo.
Daniel: bien por ti, bien por Tonino, bien por la poesía que llega al alma de la manera más sencilla.
ResponderEliminarY gracias por la mención.
Pdta: parece que he conseguido la manera de comentar aquí.
Elías
Pues yo no conocía la obra de este hombre.
ResponderEliminarME HAN GUSTADO MUCHO
ResponderEliminaruN SALUDO