5/4/10

La mudez del mundo

Cine en Pila. Véneto. 1954
Fotografía de Pietro Donzelli

Desde que volvimos de Roma hemos vuelto a ver algunas películas (italianas) de los 40 y 50. Ya lo sabéis, traje por aquí Ladrón de bicicletas. Lo de hoy quiere ser una despedida (provisonal) de Roma. Y de la encrucijada del cine italiano de esos años. Nada tan paradójico como el neorrealismo. Por un lado, si nos referimos a las películas italianas entre 1942 y 1961, resulta patente que las tendencias mayoritarias de la producción trascurren al margen de las rupturas provocadas por el neorrealismo; por otro, es imposible hablar del cine italiano de ese periodo sin transitar por los desvíos explorados por el neorrealismo, hasta el punto de que tantas veces se etiqueta aquel cine italiano como cine neorrealista.


Recolectoras de arroz. Medicina.
Emilia Romaña. 1953
Fotografía de Enrico Pasquali

Quizá ninguna tendencia -u óptica estilística- ha devenido más fecunda en la modernidad cinematográfica, pongamos por caso Kiarostami, los hermanos Dardenne o Hou Hsiao-hsien. Dicho de otra forma, el neorrealismo ha inoculado la evolución del cine y, aun más, la relación del cine con la realidad. Una relación poliédrica, movediza, compleja. Basta releer un texto que Rohmer publicó a principios de los sesenta en Cahiers, por ejemplo estas líneas: El cine utiliza una serie de técnicas que son instrumentos de reproduccción, o si se quiere, de conocimiento. En cierto modo, posee la verdad de golpe y se propone la belleza como fin supremo. Una belleza, y esto es lo importante, que no le pertenece sino que forma parte de la naturaleza. Una belleza que no debe inventar, sino descubrir, capturar como si fuera una presa, casi llegar a robársela a las cosas. (...) Pero si el cine no puede fabricar la belleza, tampoco debe contentarse con ofrecerla como si fuera una salsa bien preparada: debe provocarla, debe hacerla resurgir a partir de una mayéutica que constituye el fondo mismo de su obligación.

Cefalú, 1958 Fotografía de Enzo Sellerio

Para Rohmer, uno de los valores esenciales de la imagen cinematográfica reside en la relación que ésta puede establecer con la lógica del mundo que se encuentra gobernada por el azar, y que funciona de forma completamente opuesta al destino prefigurado por las ficciones y obras artísticas. Como el cine permite atrapar algunos fenómenos aleatorios del mundo físico, cuando se inscriben en el interior de la imagen, pueden poner en crisis su propio proceso de construcción. El azar deviene un signo de lo real que registra el cinematógrafo. En los desvíos y rupturas del neorrealismo germinaron las tentativas por atrapar los azarosos instantes significantes del mundo, esos signos -inscritos en el registro de la cámara- con los que el mundo nos habla. Revisitar el neorrealismo significa recorrer con los ojos los arañazos en la piel del mundo que amojonan los cauces -formales, estilísticos- que afluyen en le cine moderno.


Delta del Po, 1954 Fotografía de Pietro Donzelli

Si a menudo el neorrealismo -y casi tanto la comedia a la italiana- se convierte en una sinécdoque del cine italiano, no hay ninguna actriz que represente el cine italiano y, en particular, las quiebras del neorrealismo -y aun la ciudad de Roma- como Anna Magnani.

Es la Pina de Roma città aperta (1945) de Roberto Rossellini,



la Maddalena de Bellísima (1951) de Luchino Visconti,


la Mamma Roma (1962) de Pier Paolo Pasolini.



Estuvo a punto de ser la protagonista de Ossessione (1942) de Luchino Visconti, la primera película para la que se acuñó el término neorrealismo y fue la Péricole de La Carrosse d'or (1953) de Jean Renoir. Con la Magnani primero y con la Bergman después (Elena y los hombres, 1955), Renoir, quizá el primero de todos los neorrealistas (Toni, 1935), ensanchó los límites del cine como medio de exploración de la verdad a través de los artificios de la representación, y lo hizo a través de dos iconos, del cine neorrealista y de la modernidad cinematográfica; digámoslo así, las descolocó, las reinventó, les otorgó aquellas máscaras porque sabía que a fuerza de ocultar acaban inscribiendo la verdad en la pantalla, porque el cine documenta siempre, y la ocultación resulta de lo más revelador si la cámara está allí presta a registrar los bordes del escenario, las azarosas aberturas del telón, las rasgaduras de las máscaras. El neorrealismo no aconteció en vano.


Bastaron cinco años desde Roma, città aperta para que otra película anunciara el fin de la poética neorrealista que trataba de rescatar al cine del reino de la ilusión y documentara hasta qué punto la ficción vertebraba lo real. Bellíssima documenta el mundo de Cineccità donde ya sólo quedan restos de una tendencia -el neorrealismo- que ya no podrá consolidarse y deviene una metáfora demoledora sobre el cine como utopía existencial que el propio cine se encarga de destruir. Maddalena Cecconi, encarnada por Anna Magnani, descubre que el reino de la ilusión es también un simulacro despiadado, un engaño cruel, un sueño corrompido.

Luchino Visconti en el rodaje de Bellísima

Como resumió Lino Micciché, Bellísima es una película sobre la relación imposible entre el alma popular -Maddalena, sí, pero también aquella Pina de Roma, città aperta- y la realidad del dispositivo cinematográfico. Que Anna Magnani interprete a ambos personajes, sobra decir, multiplica el efecto metafórico -y paradójico-; y por si no fueran suficientes las paradojas, añadir que la primera versión del guión de Bellísima lo escribió Cesare Zavattini -uno de los padres del neorrealismo- y la segunda Suso Cecchi d'Amico, ambos guionistas también de Ladrón de bicicletas, una película que era en sí misma una paradoja.


Y sin embargo, la escena junto al río de Anna Magnani y Walter Chiari representa el ejemplo perfecto de esa belleza que es imposible inventar pero que el cine puede descubrir, esa belleza que emerge a través de la ficción, como esas flores raras que nacen en las aceras. A partir de ese momento gracias a la alquimia de Visconti con la Magnani la ficción deviene pura verdad aun con los ropajes del melodrama más desgarrado a través de ese calvario de una madre y su hija.


En 1957 se estrena El grito. No siento predilección por la obra de Antonioni (aun gustándome mucho Crónica de un amorLa aventura o El desierto rojo) pero es imposible mantenerse distante ante una película tan bella. Pero además se trata de una obra que permite apreciar una de las derivas del neorrealismo desde la crónica social hacia la exploración de la angustia existencial. Las primeras escenas de El grito pudieran ser las de otro filme neorrealista: una mujer le lleva la comida a la fábrica donde trabaja Aldo, su amante. Poco después se produce la ruptura entre ambos y él abandona el trabajo.


A partir de ese momento la película sigue el deambular de Aldo, el protagonista, por los caminos y carreteras de la llanura del Po acompañado de su hija pequeña. Y esas escenas también nos recuerdan al padre y al hijo de Ladrón de bicicletas. El problema ya no consiste en encontrar un trabajo sino encontrar un lugar en el mundo, que se vuelve un territorio ilegible y Aldo es incapaz de encontrarle sentido. Hasta las palabras pierden consistencia significante y sólo puede expresarse mediante un silencio que empieza siendo una burbuja y acaba siendo una cárcel que quizá sólo un grito pueda rasgar.



Ni Elvia -su antigua novia- ni Virginia -la chica de la gasolinera- ni Andreína -una prostituta-, las mujeres que sucesivamente se encuentra, pueden remediar la desolación de Aldo y acaban volviéndose unas extrañas con las que el protagonista sólo puede compartir, transitoriamente, su propia extrañeza. Ya no hay ningún cambio social ni utopía política en la que refugiarse, porque Aldo ha perdido la capacidad de interpretar el mundo en el que vive. El mundo no le dice nada. Se ha vuelto mudo.


El desierto sentimental de Aldo encuentra su correspondencia en el desierto de significado y ambos en la desolación de las llanuras del Po conjugada con unos encuadres de gran rigor compositivo y una luz -obra hermosísima del gran director de fotografía Gianni Di Venanzo- que cuaja en el frío y la niebla de un paisaje de la interioridad desolada del protagonista, una intimidad traducida en términos de despojamiento formal, como materialización visible del alma del personaje. El grito ensancha hacia los adentros las imágenes -la iconografía- del neorrealismo, al tiempo que desprende una irremediable tristeza.



Y cuando acababa de ver estas películas volvía sobre las imágenes de Café Lumière (2003), la película de Hou Hsiao-hsien donde parecen confluir los hilos neuronales más activos del neorrealismo sobre el moribana del cine de Ozu. Café Lumière surge como un proyecto concebido y filmado como homenaje a Yasujiro Ozu con motivo de su centenario. La película conjuga uno de los temas centrales de la obra del director de Tokio monogatari, el desencuentro entre padres e hijos, y los padres de la protagonista de la película de HHH nos recuerdan a los de filme de Ozu. Pero Café Lumière no es una película de citas u homenajes, aunque dialoga con el universo de Ozu.


¿Qué encontramos en la película de HHH? Una imágenes que cuajan en la inmediatez y la transparencia, escenarios reales, un guión abierto, diálogos improvisados, actores no profesionales. Una película que renuncia a los recursos habituales de la ficción para contagiarse de un registro documental. Más cinematógrafo que cine. Reproducción (de lo visible) antes que construcción (de la ficción). Café Lumière transita por los caminos que anunciaba el neorrealismo y que presentían sus más lúcidos practicantes.


Tokio se nos muestra como un laberinto difícil de intepretar del que sólo podemos atrapar algunos signos visibles, unas imágenes y unos sonidos, y los personajes, hijos de su tiempo -como los personajes del cine neorrealista- están abocados -como el protagonista de El grito- al silencio, aislados en el laberinto de la red del metro en el que se mueven encontrándose y perdiéndose. El estilo depurado de HHH y el uso del plano secuencia dota a las imágenes del peso del tiempo, que invoca la capacidad del cine para, en palabras de Mia Hansen-Love, hacer sensible la significación muda del mundo y revelar el misterio de las personas y las cosas. Café Lumière es de esas películas en las que no pasa nada y que tanto me gustan. Apenas la vibración de la vida, mientras la película interroga la mudez del mundo.

4 comentarios:

  1. El Grito, ostras es peliculón con mayúsculas.

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  2. Estupenda entrada. Me encanta el cine italiano de esa època. Gracias por esta buena exposición. Saludos cordiales.

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  3. ¡Menuda despedida temporal¡
    Me han sorprendido tus entradas ,como siempre, pero en especial la dedicada a Werner Herzog .Hace algunos años pasé mucho frío vendiendo entradas de dos de sus películas“También los enanos empezaron pequeños” y “El enigma de Kaspar Hauser “ entre otras ,para la
    producción de un documental.
    Simplemente recuerdos …
    Un saludo

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