21/4/10
La aventura de la noche del eclipse
A veces ocurre que al ver una película se abre a través de sus imágenes un pasaje irresistible hacia otra u otras, hasta que una red tupida de significantes deviene un hipertexto, o un hiperfilme tramado a través de las relaciones articuladas entre un conjunto de películas, que tiende a ampliarse indefinidamente, como si la memoria fuera un montador insomne -creo que lo es- y compulsivo -creo que también- en el aquel cortar y pegar, de vertebrar el archivo del cine, como si se tratara de la memoria del mundo. Quizá el cine sea eso, si no la memoria del mundo, sí la memoria de un mundo. Una memoria que germina en el corazón de la oscuridad. En el corazón de las tinieblas, a veces. Una cinta de sueños animada por nuestra mirada. Pero cada tanto ese hilo de Ariadna -la cinta de sueños- que nos guía por el laberinto del mundo parece quebrarse y pareciera que el sentido mismo que el cine otorga a la existencia se desdibuja, se esfuma. Desaparece. Es la noche de la encrucijada, por nombrar la disyuntiva con una novela de Simenon y una película de Renoir que tanto me gustan. Es la aventura de la noche del eclipse, por cifrar una de las rupturas del cine moderno con un bucle que enhebra la trilogía de Antonioni a comienzos de los sesenta: La aventura (1960), La noche (1961) y El eclipse (1962). Hablemos, pues, de La aventura, la película a la que me llevó la memoria -trama de fugas y desvíos- a través de un pasaje que se abrió recordando Psicosis.
Supongo que la apertura de ese pasaje tuvo mucho que ver con el visionado reciente de El grito (1957) que comenté hace quince días aunque no con la profundidad que merecía, porque en esa película tan bella presentimos ya el cine de Antonioni que cuajará en la trilogía mencionada.
Porque El grito muestra la aventura de la pasión de un obrero atravesado por una herida de amor incurable, que deambula por los paisajes neblinosos y desolados de la noche del alma, hasta que la imposibilidad de transparentar su propia angustia vuelve ininteligible el mundo y el eclipse del sentido de la existencia desertiza su intimidad. A través de la geometría de los encuadres de El grito, Antonioni cartografía el extrañamiento entre el hombre y el mundo, la incomunicación entre los seres, y la incertidumbre misma del sentido. Un extrañamiento que tantas veces me trae a la memoria las páginas de El extranjero de Albert Camus. Dicho de otra forma, Antonioni documenta la frágil condición de la verdad, que no reside en el sentido de las cosas y no puede tampoco certificarse a través de una cadena de causas. La realidad de las imágenes se vuelve enigmática y su contigüidad, por efecto del montaje, no verifica su certeza -acentúa la contingencia y no la causalidad de sus vínculos narrativos- sino que denota su ambigüedad, y aun ahonda su misterio.
Por así decir, la dramaturgia clásica no resulta suficiente para interpretar un mundo que se ha vuelto opaco, ni consigue iluminar el desasosiego íntimo de unos personajes que devienen figuras espectrales de un paisaje inhóspito, que en la trilogía que inaugura La aventura, tantas veces nos remite a esos cuadros de De Chirico.
El cine de Antonioni cabe visualizarse como un viaje río abajo desde el neorrealismo hasta desembocar en la modernidad cinematográfica. Resulta muy gráfico que, mientras rodaba Gentes del Po, su primera película, en la otra ribera del mismo río Visconti rodaba Obsessione -también su primera película, cuyo montador, al contemplar los rollos que le llegaban, calificó el estilo como "neorrealismo"- y que, en los mismos paisajes de la desembocadura del Po, anunciará con El grito la trilogía que constituye una encrucijada decisiva del cine moderno. La aventura, entonces.
Creo que debo señalar, antes de nada, que ni La aventura ni La noche ni El eclipse son películas fáciles, tampoco complacientes o cómodas. Son películas que representan sucesivos desvíos de la narrativa fílmica más o menos convencional, rupturas respecto al cine clásico, fugas por sendas de tránsito difícil. Y no me extraña nada que puedan resultar insatisfactorias o aburridas. Pero son obras de una innegable belleza y ésa es la razón primordial por la que uno puede animar a su contemplación. He de añadir, además, que siento debilidad por Monica Vitti, es una de mis actrices favoritas y la musa inspiradora de la trilogía -y de otras películas- de Antonioni. Es difícil imaginar el cine de Antonioni sin Mónica Vitti, como el de Rossellini sin Ingrid Bergman o el de Cassavetes sin Gena Rowlands. Me atrevería a afirmar que, sin el coraje y la entrega de Monica Vitti, quizá Antonioni no hubiera podido afrontar esa encrucijada radical.
Cada vez que trabajaba en un guión con Antonioni, antes o mientras escribíamos, inventábamos un juego, recuerda Tonino Guerra, el guionista -y poeta- que empezó su colaboración con Antonioni precisamente en La aventura; un juego, pongamos por caso, como el que improvisaron -una especie de rayuela- y que el director incluyó en una escena de La noche: el juego empieza como una ocupación maquinal y solitaria de Monica Vitti -inventa un espacio de juego consigo misma- y se transforma en un juego de seducción entre ella y Marcelo Mastroianni.
Podría decirse que los guiones de Antonioni y Tonino Guerra se incuban en una matriz de juegos, y así La aventura juega con las refrencias del thriller con vistas a extrañar al espectador a medida que la película frustra sus previsiones, como Hitchcok desbarataba las expectativas del público en Psicosis con el asesinato de la protagonista a mitad de película. Por así decir, Antonioni y Tonino Guerra juegan con las anticipaciones del espectador -derivadas de su memoria fílmica- para "obligarlo" a ver más tiempo del que están acostumbrados una misma escena (de ahí la sensación de aburrimiento) o a ver con más atención las imágenes que se suceden privadas del tradicional encadenamiento causal (de ahí la insatisfacción).
Durante los primeros 25', La aventura depliega los ingredientes de un triángulo: Anna (Lea Massari), su novio Sandro (Gabriele Ferzetti) y su amiga Claudia (Monica Vitti) que con un grupo de amigos se van en un yate hasta la isla Lisca Bianca, en el arcipiélago de las Lípari o las Eolias, en el mar Tirreno, al N. de Silicia. El triángulo -el juego amoroso (y cinematográfico) por excelencia- se establece desde los primeros compases de la película, en el primer encuentro (sexual) de Anna y Sandro en el apartamento de éste, después de un mes sin verse, vemos, a través de una ventana del dormitorio, a Claudia esperando en la plaza. En la cama, Sandro y Anna:
Sandro: ¿Cómo estás?
Anna: Mal.
Sandro: ¿Por qué?
Anna: Por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué, por qué...
Anna pelea con Sandro, ríen, se besan. Claudia espera. Frente a la "plenitud"de los diálogos del modelo clásico, las palabras aquí suenan opacas y derivan la tensión de lo no dicho, o mejor, de aquello que son incapaces de decir, o sea, de verbalizar. Se pone de manifiesto una cierta imposibilidad de traducir sentimientos en palabras, aun cuando fuera para mentir. Existe una cesura irremediable entre la intimidad y el lenguaje. Estar frente a frente se vuelve un problema, el problema de la pareja que explota Antonioni en la trilogía. Pero quizá el factor de tensión clave del triángulo procede de que el encuentro amoroso acontece bajo el signo de la exclusión: Claudia, allá fuera, en la plaza. Una estructura que deviene la matriz misma de la película. Porque en el minuto 25, Anna desaparece en la isla. A partir de ese momento será Anna el elemento excluido del triángulo, mientras se desarrolla la historia de la nueva pareja, Claudia y Sandro. Pero las expectativas del público respecto a la trama detectivesca de la búsqueda de Anna y la resolución del enigma se verán completamente defraudadas. La acción se rarifica y la estructura se vuelve difusa.
La búsqueda de Anna deviene para Claudia y Sandro un pretexto para estar juntos, en un primer momento, pero pronto la culpa se evapora y hasta llegan a olvidarse de Anna, incluso su desaparición resulta un alivio y el episodio mismo llega a parecernos desgajado de la la historia de la pareja.
En realidad, Claudia y Sandro viven una odisea sentimental, incluso la película adopta los signos visuales de una road movie, sólo que los motivos permanecen opacos, la intimidad se vuelve intraducible y los sentimientos inexplicables, lo que importan son los movimientos que acercan o separan los cuerpos, la vibración fugaz que parece reunirlos en el campanario o en el hotel de Noto, el páramo de los tiempos muertos o el exceso de la mirada de Antonioni mientras espera un cambio de estado en la sensibilidad de los personajes. Una espera que nos permite advertir los movimientos íntimos de Monica Vitti -secretos aun para ella misma- en el aquel de rescatar, al menos, el rescoldo del amor entre los despojos de la aventura. Y si nos importa la deriva de Monica Vitti, entonces La aventura nos regala la experiencia de una belleza, dolorosa, es cierto, desoladora incluso, pero fascinante.
La aventura se rodó en el mismo archipiélago al que pertenece Stromboli, donde Rossellini rodó uno de los filmes primordiales del cine moderno. El equipo se instaló en la isla de Panarea que en aquel tiempo tenía 250 habitantes, sin electricidad, teléfono o agua caliente. Desde allí se trasladaban a Lisca Bianca, un islote deshabitado, para rodar las escenas de la isla. Durante la mayor parte del rodaje, tuvieron que moverse en un bote de remos que transportaba actores, técnicos, y material. El tiempo empeoraba y más de una vez estuvieron a punto de naufragar, incluso un día de mala mar el bote no pudo recogerlos y tuvieron que pasar la noche en Lisca Bianca. El yate, esencial en la película, llegó más tarde de lo previsto y sólo dispusieron de él diez días. La productora italiana los dejó tirados en Panarea, los víveres y el agua escaseaban, los técnicos llevaban semanas sin cobrar y trabajando en condiciones límite. Se declararon en huelga. Antonioni se quedó con los actores, el operador, el jefe de producción y un par de ayudantes para continuar el rodaje. Menos mal que llegó dinero de la parte francesa de la producción, gracias a que El grito fue un éxito en Francia.
Después de 50 años, podemos descubrir en La aventura una película que ha inspirado algunas de las obras más valiosas de nuestro tiempo. Citaré tres películas que transitan las sendas abiertas por la trilogía de Antonioni: In the mood for love de Wong Kar-Wai, Yi Yi de Edward Yang o Café Lumière de Hou Hsiao-hsien. Deudoras de la mirada de Antonioni.
Mientras escribía, recordé uno de los textos más conocidos de Vila-Matas, Mastroianni-sur-Mer, donde podemos leer: "Soy escritor porque vi a Mastroianni en La notte de Antonioni". Un texto que finge ser una conferencia sobre las difíciles relaciones entre la literatura y el cine, y que se pespunta con un homenaje al director de La notte y un tributo al escritor encarnado por Mastroianni en la película que le dice a Jeanne Moreau: Antes tenía ideas, ahora sólo tengo memoria. Y cuando releía el texto de Vila-Matas, vete a saber por qué recordé una foto donde vemos a Tarkovski, Antonioni y Tonino Guerra con indumentaria veraniega, incluso playera. Aquí os la dejo. Por el aquel de los pasajes.
Pero hubo un pasaje, ya lo anticipé, que se abrió entre La aventura y Psicosis que me llevó a Vértigo que me tiene absorto durante las fugas y desvíos que me puedo permitir. Y Vértigo da vértigo y uno debe debe tomar aliento y acercarse despacito. Y tendréis que esperar unos días.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario