11/12/11

Una película imposible



Lo último que vimos en Cineuropa fue La guerre est declarée (2011) de Valérie Donzelli. Pasaron diez días y aún me cuesta escribir sobre la película, aunque de vez en cuando hablo de ella con Ángeles y coincidimos en que se trata de una obra que vale la pena, tanto como echaba para atrás lo poco que sabíamos de ella antes de verla. Exigía un acto de fe. En que alguien tocado por la gracia pudiera hacer cine con un material peliagudo. Bastan unas pocas notas para que os hagáis cargo, no descubro nada que no vayáis a saber en los primeros minutos, nada que no forme parte del "lanzamiento" de la película: Una pareja se ama, tienen un hijo al que descubren un  tumor maligno y se pasan años luchando a brazo partido -de ahí la declaración de guerra del título- contra el cáncer. Si añadimos que se trataba de una experiencia vivida por la propia cineasta -que escribió con Jerémie Elkaïm  (y ambos protagonizan)- y de la que no conocíamos su película anterior como directora -La reine des pommes (2009), su opera prima (como actriz tiene una filmografía mucho  más nutrida)-, entonces os podéis hacer una idea de lo temible que se presentaba la propuesta. Decir que todo apuntaba en la dirección de un melodrama lacrimógeno -e insufrible- es poco. Hasta el cartel despedía huéspedes, que decía mi madre.


Pero hicimos profesión de fe en el cine -y en los programadores de Cineuropa- y fuimos a verla. Bastaron unos minutos para darnos cuenta de que la Donzelli no sólo tenía una historia que contar sino que La guerre est declarée era la obra de una creadora de formas, de una cineasta con todas las letras, que transfiguraba un material endemoniado en cine memorable, decantado por las imágenes en soporte digital  rodadas por el director de fotografía Sébastien Buchmann con una Canon 5D, imágenes destiladas con un trabajo de la luz y una paleta de colores que nos traen a la memoria los trabajos de los años sesenta de un Raoul Coutard para Godard o Truffautt, cineastas a los que evoca la propia Donzelli en una obra donde encontramos ecos -la ligereza y el desparpajo- de los primeros años de la nouvelle vague. Para contar lo que cuenta, esta película sencilla, clara, emocionante y rara -o de una rara belleza- echa mano de una alegría contagiosa y carga cada plano con una eléctrica vivacidad sin enmascarar el drama germinal. Las rimas y el juego de cadencias de una secuencia a otra, el uso de la música -y de lo musical-, el tratamiento sonoro combinado con las texturas visuales, la conjugación de ritmos dentro del plano y entre planos, la voz en off -que recuerda a Jules et Jim-... envuelven el referente real en una forma nada realista para atravesarnos con la energía de un sentimiento verdadero y el material (que nos echaba para atrás a priori) cobra visos de fantasía sin perder un ápice de unidad fílmica y consistencia dramática. La garra con la que se filma se alía con el coraje que desprenden los protagonistas, se entraña en la carne viva y destila las emociones con latidos táctiles. Como esa escena con los padres acompañando al niño en la camilla hacia el quirófano por aquel pasillo-túnel del hospital; qué fotografía tan ajustada para una puesta en escena contenida -y sostenida- y tan elocuente de uno de esos momentos en que tienes que mantener el tipo por fuera mientras te desgarras por dentro. Compartimos su miedo, nos fumamos sus cigarrillos y nos aturdimos con ellos en sus respiros en medio del combate diario que deben sostener con la moral por la nubes para resistir en una guerra total prolongada: inolvidable la secuencia de las idas y venidas de la habitación del niño en el hospital, enhebraba con el entrenamiento para la maratón (contra el cáncer). Sin subrayados ni sentimentalismos, La guerre est declarée se ve con la piel.


Pero quizá nada de eso sería posible sin el humor con el que los protagonistas afrontan la guerra y con el que la cineasta mira el mundo que filma. No es una comedia, pero el humor deviene una veta sustancial de La guerre est declarée desde las primeras secuencias; basta apuntar el momento del amor a primera vista entre los protagonistas durante una fiesta: ¿Cómo te llamas? / Romeo. / ¿Estás de broma? / No. ¿Por qué? / Porque yo me llamo Julieta. / Estamos condenados a un destino trágico. Gracias al humor, la película sale viva después de bordear lo sublime y lo ridículo, porque a la Donzelli no le queda otra que arriesgarse a naufragar si quiere transitar por los campos minados de lo indecible, de lo intratable, de lo incontable. Romeo y Julieta habrán de atravesar el valle de lágrimas sin perder, no ya el ánimo, sino la sonrisa; reír cuando se llora por dentro y convencerse de que se puede soportar lo insoportable. Echando mano de lo que sea, transformando lo más banal en epifanía y la mínima reserva de energía en aliento vital y arma de guerra. Cada plano de La guerre est declarée concentra una furia represada que se pinta con un pincel incandescente. Porque sus protagonistas han de atravesar el infierno y sobrevivir aun con destrozos irreparables. No sé si aun me quedé corto cuando dije que se trataba de una película imposible, pero desde luego es de esas obras sin red que justifican y renuevan ahora mismo nuestra fe en el cine.

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