25/8/09

Arden la pérdidas

Me siento en las escaleras de la casa donde nací y, como por ensalmo, me acompañan mi madre y mi tía y sus primas y mi abuela y las vecinas hace casi cincuenta años, lloran a lágrima viva mientras en el prado frontero mi abuelo y los vecinos entierran la vaca de nuestra familia; la lloran como si de un familiar se tratara; lloran tanto que me contagian unas lágrimas que velan la mirada que mis ojos tratan de retener como si de una imagen preciosa se tratara. Pasa el tiempo y veo a mi abuelo un domingo, sentado en un poyo junto a la carretera contando los coches que pasan. Y ya es otro día, a media tarde, y aguardo a que el autobús que conduce mi padre asome el morro por la curva que se abre al final de la recta que me separa del huerto donde recojo los guisantes, los tomates o las zanahorias, la única tarea agrícola con la que disfruto, además de acompañar a mi abuelo al monte a buscar leña para el invierno. Y sigo en la escalera pero ya ha pasado mucho tiempo y es aquí y ahora, ni mi abuela ni mi abuelo ni mi padre están ya aquí, y ya no existe aquel prado ni el poyo, y la carretera ha cuadriplicado su anchura, y un centro comercial cierra el horizonte que en mi infancia alcanzaba hasta los confines de la parroquia. Cuando uno recuerda el tiempo perdido, empieza a habitar una película de John Ford. Una película habitada por los fantasmas de la memoria. Una película titulada Qué verde era mi valle.


Qué verde era mi valle es de esas películas que te acompañan toda la vida y cada nueva visión nos devuelve un filme nuevo, como si nuestro recuerdo de la última vez y el curso del tiempo se hubieran aliado para sorprendernos con una película distinta a la que habíamos visto porque la vida nos arrastra y olvidamos cuánto o qué poco hemos cambiado, y Qué verde era mi valle, memoria ella misma, abona la nuestra y la cultiva mientras seguimos con nuestros afanes sin percibir que los fantasmas de John Ford siempre están ahí, aguardando un nuevo encuentro, una nueva encrucijada, una cita secreta. Porque nos esperan. No es otro su sino. Sino esperar la memoria que los convoque. Cuando las pérdidas se hacen visibles en el sudario del tiempo.



Y al verla una vez más estos días uno se asombra de que en algún momento hayamos recordado Qué verde era mi valle como una película entrañable (incluso bonita), cuando se trata de una película trágica, atravesada por la fatalidad, que desprende un aliento elegíaco. Tampoco puede calificarse el filme como un clásico, si no es por su riqueza seminal, pero que constituye una verdadera rareza en el contexto de su tiempo: un filme preñado por una voz over -la voz de un Huw adulto al que no vemos, sólo escuchamos-que canta lo perdido como quien invoca el milagro de la resurrección, un filme estatuario como si Ford tratara de esculpir fantasmas de un mundo periclitado, un filme funerario en el que todo cuanto importa al narrador ha desaparecido. Y sin embargo...



Pudo haber sido el testamento de Ford. Fue la última película que hizo antes de coger una cámara e irse a rodar la batalla de Midway o a que lo mataran. Y hubiera sido una verdadera summa fordiana. O mejor, Qué verde era mi valle es la película que hizo una y otra vez, esa película esencial que le costó cientos de pañuelos enroscados en la mano y mordidos compulsivamente mientras la cámara rodaba el tiempo perdido y destilado por la memoria, una memoria insomne en el aquel de recordar y filmar un mundo del que ya sólo quedaban las cenizas.

Pero Qué verde era mi valle pudo haber llegado a existir sin John Ford. Es más, la rodó de milagro. O de chiripa (qué ganas tenía de usar esta palabra que ya no se escucha y que tanto se escuchaba en mi infancia). En fin, que John Ford no fue la primera opción para dirigir un proyecto concebido en 1939 como una respuesta de la Fox a Lo que el viento se llevó, la superproducción que acababa de estrenar el independiente David O. Selznick. Qué verde era mi valle iba a ser un filme de cuatro horas, en Technicolor y rodado en los escenarios de Gales donde Richard Llewellyn sitúo la acción de su novela, cuyos derechos compró Darryl Zanuck, el productor ejecutivo de la Fox, hace setenta años. Pero empezó la guerra en Europa y rodar en los escenarios galeses ni se planteaba, así que la Fox reformuló el proyecto: Qué verde era mi valle sería una película de dos horas, construirían el pueblo minero en el rancho de la productora en las colinas de Malibú y, como John Ford estaba rodando La ruta de tabaco (1941), le pidieron a Samuel Goldwyn que les prestara a William Wyler para dirigirla, con Gregg Toland como director de fotografía.

A Zanuck no le gustaban los primeros tratamientos y le encargó el guión a Philip Dunne, un activista destacado en el sindicato de guionistas de Hollywood, que se había fundado en 1933, y en la organización del Comité por la Primera Enmienda en defensa de los Diez de Hollywood -la mayoría de ellos guionistas-, fueron los primeros encausados de una lista de 324 "rojos indeseables" -entre ellos más de cien escritores- durante la caza de brujas a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta. Philip Dunne firmará también, por ejemplo, El fantasma y la Sra. Muir (1947) de Joseph L. Mankiewicz y Gloria (1980) de John Cassavetes, una larga trayectoria profesional que incluye títulos como director y productor.


Philip Dunne baila al compás que marca Elvis

Philip Dunne se refirió a los problemas que representó la adaptación de la novela de Richard Llewellyn, una obra de 665 páginas en la edición de bolsillo de 1980 en Edhasa, precisando la imposibilidad de construir una estructura dramática en actos -es decir, una estructura clásica o canónica-, tenía que armar un guión forzosamente episódico: la boda del hermano mayor, la huelga, la convalecencia de Huw y su madre... Episodios que, adelantemos acontecimientos, gracias a la dirección de John Ford se transforman en el fluir de la memoria que, a la vez, recuerda e imagina. Un fluir milagroso si pensamos que la película muestra una sucesión de momentos memorables, o dicho de otra manera, una gran escena detrás de otra gran escena, y en cada escena se nos pone un nudo en la garganta, por no hablar del fluir de las lágrimas ahora y luego también. O sea, no se trata de una progresión sostenida hacia el estallido catártico, sino una sostenida cadena de convulsiones. La artesanía de Philip Dunne se trasparenta en el tramado de motivos temáticos, por ejemplo en la escena posterior al rescate de Huw y sus madre en la nieve: visita del médico -convalecencia de Huw-, el pastor Gruffryd le trae al niño "La isla del tesoro" ("Casi desearía estar acostado en tu lugar con tal de volver a leer este libro": ¿hay algún tributo mejor a un libro tan hermoso, al más hermoso de los libros?) -educación sentimental-, las miradas de Angharad hacia el pastor -la historia de amor- y la despedida de Angharad y el pastor observada por la viejas -el conflicto comunitario-; y en la construcción de cada una de esas secuencias con una estructura de tres actos que arrastra y rentabiliza elementos instalados en escenas anteriores y difiere la resolución de conflicto para otra secuencia posterior.


Maureen O'Hara y Walter Pidgeon
en una imagen promocional de
Qué verde era mi valle

Pongamos por caso la escena de Angharad (Maureen O'Hara) y el pastor Gruffryd (Walter Pidgeon) en la cocina. Primer acto: Angharad observa al pastor que mira absorto por la ventana,; una situación que explota el final de la secuencia de la boda del hermano mayor que se cierra con las carcajadas y las miradas cómplices de Angharad y el pastor mientras cantan (a los que Ford, en uno de los escasos movimientos de cámara de la película, nos acercará con un breve travelling). Segundo acto: unos instantes después el pastor advierte la presencia de Angharad y le ayuda a cargar el carbón en la cocina, ella limpia las manos del pastor con el delantal; asistimos al primer contacto físico y a la revelación de la corriente de amor que fluye entre ambos. Tercer acto: la tensión se resuelve provisionalmente en una despedida apresurada por parte del pastor, pero el conflicto queda pendiente de futuras escenas.



Ahora bien, la idea de articular la película en torno a la memoria intacta de Huw (Roddy McDowall) que convoca el tiempo perdido del valle minero galés, a partir del momento en que se dispone a abandonarlo, arraigando en el espectador desde las primeras imágenes del filme el peso del pasado -el tiempo de los orígenes- y sembrando una reflexión melancólica sobre lo que ya nunca recuperaremos si no es resucitándolo a través de los recuerdos, esa idea se la debemos a Darryl Zanuck. No dejó de insistirle a Philipe Dunne en plantear la película como una mirada al pasado -hacia el fin de un mundo- a través de los ojos del niño que fue Huw.


William Wyler en rodaje

Cuando ya existía una versión casi definitiva del guión, el director William Wyler empezó a preparar Qué verde era mi valle con Richard Day, Nathan Juran y Thomas Little -el equipo de dirección artística- el diseño visual de la película con el criterio de establecer la correspondiente unidad espacial con la unidad de tiempo que vertebraba las secuencias episódicas tramadas por Philip Dunne. Los decorados interiores de Qué verde era mi valle se diseñaron con vistas a permitir una puesta en escena vigorosa que facilitara el movimiento de los personajes; donde no faltan las puertas y ventanas, como fuentes de luz, como herramientas de contigüidad espacial entre el interior y el exterior, y para facilitar la continuidad de la acción mediante entradas y salidas de los personajes; y, en fin, hacer posible el uso de angulares que dotaran a las imágenes de profundidad de campo, así tantos planos recogen paredes, techos y suelos, y personajes en una gradación de distancia respecto a la cámara. Wyler trabajó tres meses en la preparación de Qué verde era mi valle y la diseñó como una película propia, de eso no hay duda.




Pero la Fox no había dicho su última palabra. Es más, a los jefazos de Nueva York lo que les pedía el cuerpo era guardar el guión en un cajón y finiquitar el proyecto. ¿A quién le iba a interesar una película sobre una familia destrozada de mineros galeses? Entonces Zanuck salvó la película: puso sobre la mesa su poder y su prestigio, y llego a amenazarles con llevarse el proyecto a otro estudio porque, aseguró, era el mejor guión que había caído en sus manos. Y sí, si de algo sabía Zanuck era de guiones. Nueva York transigió. Zanuck se ganó la simpatía de Philip Dunne. Y la nuestra. Eso sí, tuvo que tragarse una reducción de costes: Qué verde era mi valle no debería costar más de un millón de dólares. Un presupuesto que a un perfeccionista como Wyler le parecía insuficiente.

Darryl Zanuck en proyección

Un día, Philip Dunne acudió a una reunión con Zanuck y se encontró allí a John Ford mordiendo el pañuelo con que envolvía la mano cuando estaba tenso. El director lo felicitó y aseguró que el guión era tan perfecto como puede llegar a serlo un guión, aceptó el presupuesto y Zanuck dio luz verde a Qué verde era mi valle. John Ford trabajó a partir del diseño que había perfilado Wyler con el equipo de dirección artístico, pero como a esas alturas Gregg Toland, con el que había trabajado en Hombres intrépidos (1940), estaba rodando La loba (Wyler, 1941), se trajo a Arthur C. Miller con quien acababa de rodar La ruta del tabaco y a quien se llevará a su unidad de cine de la Armada cuando acaben Qué verde era mi valle, tras Pearl Harbor y la entrada en la 2ª guerra mundial de los Estados Unidos; el operador de cámara será Joseph LaShelle que se estrenará como director de fotografía con Laura (Otto Preminger, 1944). También aceptó Ford parte del casting que habían decidido Zanuck y Wyler, pero no todo.

Foto de familia en el rodaje de
Qué verde era mi valle

Desde luego le hubiera resultado imposible trabajar con Katherine Hepburn, el amor de su vida, la opción de Wyler -la de Zanuck era Gene Tierney-, y los dioses lares del cine conspiraron -y nunca se lo agradeceremos bastante- para que eligiera a Maureen O'Hara, la irlandesa pelirroja que Charles Laughton había descubierto en la compañía Abbey Theatre de Dublin. Pero cómo no percibir en la historia de amor de Angharad y Gruffryd la de Ford y la Hepburn, cómo no advertir ecos íntimos en la última escena que tienen juntos cuando ella acude a casa del pastor para intentar que él la salve de la boda con el hijo del propietario de la mina, una escena que transparenta la trágica dualidad del propio cineasta a través de esa mujer que arde de amor y trata de atravesar la coraza emocional en la que se atrinchera el pastor.


El plano general al final de la boda de Angharad, donde el pastor, como un alma en pena entre las lápidas del atrio de la iglesia, contemplando como ella se aleja para siempre transmite con dolorosa elocuencia los sentimientos de Ford, por eso sabía sin lugar para las dudas que no necesitaba un primer plano para traducir la devastación, bastaba una ligera panorámica -de la mano maestra de Joseph LaShelle- desde el carruaje en que se va Angharad para reencuadrar a Gruffryd allí arriba, quizá guardando en su memoria para siempre el vuelo del velo de la mujer de su vida a medida que la perdía.


Para interpretar a Bronwyn, Ford se decidió por Anna Lee quizá porque la actriz se inventó oportunamente para la prueba unos ancestros irlandeses, no necesitó más. Ambas actrices, sobra decirlo, se convirtieron en modelos de mujeres fordianas y miembros de la compañía estable del cineasta, de la que también formaba parte Donald Crisp, el patriarca de la familia Morgan. Obviamente, resultó decisivo que Ford sintonizara de inmediato con Roddy McDowall, el personaje cuya mirada vertebra la película. Se las tuvo tiesas, sin embargo, con Sara Allgood, Beth Morgan, la matriarca del clan. Quizá era inevitable, interpretaba a un personaje que Ford moldeaba a imagen y semejanza de su madre.

John Ford en una lectura con Roddy McDowall
para
Qué verde era mi valle

John Ford apenas tocó el guión de Philip Dunne. Eso sí, se sacó de la manga el personaje de Cifartha para Barry Fitzgerald y lo adornó con una de las réplicas memorables de la película. Cuando un derrumbamiento en la mina atrapa al viejo Morgan, el antiguo minero y ex-boxeador medio ciego se dispone a bajar a rescatarlo y cuenta con la compañía de Cifartha, pero éste renuncia: "Soy un cobarde, pero te sostendré el abrigo". John Ford ha sembrado sus películas de réplicas inolvidables, tenía ese talento para el diálogo que se caracteriza por hablarle al oído como si fuera un ojo. Como aquella réplica del viejo del bar cuando Wyatt Earp (Henry Fonda) le pregunta en Pasión de los fuertes si estuvo enamorado alguna vez: "No, yo fui camarero toda la vida".

Quizá ahora es el momento de decir alguna cosa a propósito de la autoría de John Ford en un filme producido por Zanuck, escrito por Dunne y preparado por Wyler. Cabría preguntarse también por qué Ford considera Qué verde era mi valle su filme más autobiográfico. Philip Dunne lo resume de una tacada: "Hizo lo que hace cualquier buen director: la convirtió en su película mientras la rodaba". Ya, eso está bien, pero qué hizo para que la película resulte fordiana por los cuatro costados, para que sea puro Ford. Pues algo muy sencillo y tremendamente complejo, algo que sólo está al alcance de un Griffith, de un Murnau, de un Mizoguchi, de un Dovjenko, de un Eastwood: incribió su mirada en la mirada de Huw que enhebra los planos de la película, en las miradas que conjugan las líneas de tensión en el interior de cada plano, entre un plano y otro.


Como la llegada de Bronwyn a casa de los Morgan pespuntada por la mirada cautivada de Huw, o la escena de Huw enfermo vertebrada por las miradas de Angharad y Bronwyn, o ese momento extraordinario en que Huw le comunica a sus padres la decisión de bajar a la mina en vez de ir a la universidad -reflejo de esa visión fordiana sobre el sentido del deber enmarcado en una tradición extraviada, una resistencia a la devastación del tiempo-, en el que el plano se modula con la mirada de la madre hacia Huw, la de Huw hacia su padre y la del padre hacia los adentros.



Y algo más, un aquel musical en el ritmo de los movimientos en el interior de cada escena que plasma una correspondencia con la armonía de esa Arcadia perdida, y una cualidad táctil de las imágenes -la existencia física de las cosas que tanto admiraba Welles en Ford-, basta recordar cuando los hombres de la familia vuelven de la mina y van echando las monedas tiznadas de carbón de la paga en el delantal, de un blanco inmaculado, de la madre; o la mirada de Huw cuando se presenta en casa de Bronwyn para ocupar el lugar del hermano muerto, una mirada que, en todo su estatismo, acaricia y tiembla. Y un último rasgo de estilo: Ford se distingue sobre todo por lo que no rueda. Ya hablamos del primer plano no rodado del pastor tras la boda de Angharad. Y ahora debemos mencionar los primeros planos que no rodó de Bronwyn cuando recibe la noticia de la muerte de su marido, Ford la filma ¡de espaldas! y deja que, conmocionada, busque el apoyo en el quicio de la puerta, pero se desmaya y desaparece en el umbral. Bronwyn desaparece en el umbral y por allí mismo asoma el cine moderno que surgirá veinte años después.


John Ford en el rodaje de
Qué verde era mi valle

Qué verde era mi valle se rodó durante ocho semanas y acabó a finales de agosto de 1941, y en ella Ford destiló algunos de los temas cardinales de su filmografía: la invocación de las raíces fronteras con el desarraigo inevitable, una mirada melancólica que nace del encuentro del mito de los orígenes con la memoria de lo fatalmente perdido. Es imposible no pensar en El sur, una película de hondas raíces fordianas, en la que Víctor Erice trataba de recuperar aquel cine de su infancia donde una película, además de un espectáculo popular, representaba una ceremonia comunitaria, también fatalmente perdida para siempre.



Hay algo en la mirada inocente y maravillada de Huw que otorga a Qué verde era mi valle un aquel de cuento que no oculta la tragedia que la atraviesa ni la devastación que irrumpe en el jardín del tiempo, pero que envuelve la memoria de la película con un velo de encanto que tiñe los recuerdos y redime la catástrofe que documenta. En Qué verde era mi valle late la memoria de Ford, la herida íntima de una pérdida irreparable, más allá de la novela de Lewellyn, más allá del guión de Dunne, más allá de la mirada vigilante de Zanuck. Basta contemplar esa escena, que nos pone un nudo en la garganta, en la que Huw le señala a su madre en el atlas dónde están los hermanos mayores, los confines de la diáspora familiar. El niño traza en el mapa del mundo la cartografía de una separación, la pérdida más dolorosa que Ford pudiera imaginar: contemplaba el fin del mundo que alimentaba su sensibilidad, que nutría su inspiración y guiaba su mirada.



Walter Pidgeon acaba encarnando el errante inseparable de la filmografía de Ford, el héroe escindido entre la tradición y el desarraigo, fantasma de una ausencia convocada por la memoria, el recuerdo exaltado de un mundo emergido de las ruinas del pasado, rescatado de los estragos del tiempo (y de un capitalismo siempre salvaje), una Arcadia que sólo renacerá en El hombre tranquilo, en una Innisfree que nace del legado de una memoria que sobrevive en los labios de una madre. La idea de comunidad como refugio (imposible) a las tensiones disgregadoras y los conflictos derivados de la intolerancia religiosa y/o de la corrupción política no es más que un trasunto de la tensión entre la realidad y la ficción que atraviesa toda la obra de Ford. El errante no es más que la encarnación de lo irresoluble de esas tensiones, de la quiebra trágica que se deriva de una pulsión íntima y del anhelo de una comunidad.


Qué verde era mi valle es el legado del Ford más fatalista que eleva una plegaria por una historia malograda, sometida a la demolición del tiempo, pero que vela con una atmósfera onírica en una arrebatada elegía. Por eso compone verdaderos cuadros vivientes, con los personajes casi inmóviles, como si la cámara -como herramienta de la memoria- quisiera inmortalizar los momentos memorables, tal como nosotros evocamos aquello que ya sólo vive en nuestros recuerdos, y a la que la voz over, que impregna toda la película, contribuye mediante una elaborada estrategia formal a una ensoñación desde la lejanía en el tiempo, que inspirará a Godard o Straub.


Cuando acabamos de ver Qué verde era mi valle hemos asistido a una resurrección y decimos adiós a lo que quizá nunca tuvimos. Porque es una película enhebrada por las despedidas, una tragedia contada como un cuento que emerge del sueño de la memoria de un niño que aún vive en un hombre que lo ha perdido todo. Todo, excepto una imagen de la infancia envuelta en el mantón de su madre. Un hombre que se resiste a abandonar el hogar hasta que ya es demasiado tarde. Hasta que ya sólo puede contemplar la vida como quien mira después de la muerte.



Qué verde era mi valle puede verse -y decirse- como una oración por nuestra pobre memoria, ésa que imagina un mundo restaurado, una frágil herramienta para resucitar el tiempo que nos fundó. Cuando arden las pérdidas.

3 comentarios:

  1. Extraordinario análisis, de verdad... de lo mejor que he leído (y he leído unas cuantas cosas) sobre esta película.

    Es una de mis favoritas (si tuviese que quedarme con sólo diez, qué difícil, estoy seguro de que sería una de ellas) y realmente es cierto lo que dices; consigue eso que sólo logran las grandes obras de arte: contarnos una historia, una muy buena y narrada con maestría, a la vez que nos habla de nuestra propia vida. Imposible no mirar a nuestro pasado, sea cual sea, a través de los ojos de Huw, o sea, de los de Ford.
    Quizá por eso es imposible no conmoverse al verla y, quizá por eso también, cada vez que se vuelve a ella nos dice algo nuevo y diferente.

    Aún la he vuelto a ver hace unos seis meses... pero creo que, tras leer este artículo, no pasará mucho tiempo antes de que vuelva a ese valle.

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  2. Me ha gustado mucho la presentación personal .
    Deseando volver a ver la película,es todo un lujo leer tus reseñas cimematográficas.
    Un saludo

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