de Luis Buñuel
El cine de verano no me trae recuerdos propios de proyecciones de noche al aire libre sino de las sesiones nocturnas en el cine Yut o en el cine Bolívar de Tui donde muchas veces estaba yo solo, como cuando vi por primera vez Misión de audaces o Siete mujeres de John Ford, o las reposiciones de viejas -es un decir- películas en el cine Odeón de Vigo durante el mes de agosto, donde pude ver en pantalla grande La ventana indiscreta o Vértigo de Alfred Hitchcock.
Estos días vimos algunas viejas películas que se conservan la mar de bien, sin una sola arruga. Diario de una camarera de Luis Buñuel, por ejemplo. Una película de 1964, como Bande à part de Jean-Luc Godard a la que también le tengo reservado un lugar en esta escuela. Pero hoy es el día del maestro de Calanda. He de admitir que siempre mantuve un relación incómoda con Buñuel y con su obra. Nunca fue uno de mis cineastas favoritos, aunque siempre me gustaron El ángel exterminador y Tristana. Desde luego, en los setenta no nos perdíamos una película suya -El discreto encanto de la burguesía, El fantasma de la libertad, o Ese oscuro objeto de deseo- y luego la televisión nos permitió conocer su obra mejicana -Los olvidados, Él, o Simón del desierto- y en los cineclubes pudimos ver Viridiana, Belle de jour, o Nazarín. Así que se trata de un cineasta cuya obra conocimos bastante bien, pero la visión de sus películas siempre me produjo un malestar difícil de concretar y me legó un catálogo de imágenes imborrables.
Y uno de los finales más memorables de la historia del cine. Sólo que la memoria hace de las suyas. Dicen Juan Marsé y Lobo Antunes que la imaginación es memoria fermentada. Y tienen razón. Pero yo creo más bien que la memoria imagina. Cheché Carmona evocó en un comentario en esta escuela uno de esos episodios en que la memoria (la mía, quiero decir) se puso estupenda. Éste es un momento tan bueno como otro cualquiera para contar (y demostrar) hasta qué punto la memoria, en el aquel de recordar, inventa. Sería el año 1992 o 1993 durante una de las clases de guión que impartía en la Escola de Imaxe e Son de A Coruña.
No recuerdo exactamente a propósito de qué traje a colación el final de Abismos de pasión (1953), una película de Luis Buñuel que adaptaba en clave de amor fou -desaforado, arrebatado, desbordado y desmedido- Cumbres borrascosas de Emily Brontë, un final que se me había quedado grabado -o eso creía yo-. Catalina, la mujer a la que amó desesperadamente Alejandro y que se casó con su rival, muere al dar a luz, y yace en la tumba. Alejandro acude al panteón y profana la tumba de su amada. Abre el féretro para besarla por última vez, pero Ricardo, el hermano de Catalina, le dispara con una escopeta de caza. Bien, hasta aquí la memoria se limitó a cumplir con su función rudimentaria, o sea, recordar. A continuación les conté a los alumnos -Cheché entre ellos- que, tras recibir el disparo y herido de muerte, Alejandro echaba mano de sus últimas fuerzas, se encaramaba en la tumba, se introducía en el ataúd al lado de Catalina y cerraba el féretro sobre ellos, unidos al fin en el sueño eterno. Bueno, a los alumnos les encantó el final y les entró la curiosidad sobre la película, quizá también sobre Buñuel. Pero, hete aquí que a los pocos días pasaron por televisión Abismos de pasión y al día siguiente Cheché, probablemente en representación de quienes la habían visto empujados por mi relato, esperó al final de una clase y me transmitió la decepción que le había causado el verdadero final de la película de Buñuel: en realidad, cuando Alejandro recibe el disparo cae desmadejado sobre la tumba de su amada y muere, así, sin más, nada de meterse en el ataúd de Catalina ni de cerrar la tapa sobre ellos. Digamos que Buñuel rodó el final y mi memoria se lo "mejoró" en clave de amour fou. Supongo que desde aquel día Cheché aplicó un coeficiente de "imperfección" a lo que yo les contaba.
La idea de adaptar Cumbres borrascosas se remontaba a los años treinta cuando Buñuel había escrito un tratamiento con Pierre Unik con el propósito de rodar la película para Filmófono, la productora que había fundado con su amigo Ricardo Urgoiti y en la que escribía los guiones de películas como Don Quintín el amargado (1935) o ¡Centinela alerta! (1936) con Eduardo Ugarte, ambas adaptaciones de obras de Carlos Arniches.
Pierre Unik era un amigo de Buñuel de los años del surrealismo en París, durante la segunda guerra mundial fue internado en un campo de prisioneros en Austria del que huyó para unirse a las tropas del ejército soviético y desapareció, según cuenta el cineasta en sus memorias, Mi último suspiro, escritas de la mano de Jean-Claude Carrière. El guión de Abismos de pasión lo firman además de Luis Buñuel y Pierre Unik, Arduino Maiuri y Julio Alejandro. Aunque Jean-Claude Carrière es el guionista que siempre se vincula con Buñuel, Julio Alejandro escribió además Nazarín (1958), Viridiana (1961), Simón del desierto (1965) y Tristana (1971), es decir algunas de la obras mayores de la filmografía del cineasta aragonés.
Diario de una camarera (también conocida como "Memorias de una doncella") es la primera película que escribe Luis Buñuel con Jean-Claude Carrière, y representa la primera obra de su etapa francesa (con el productor Serge Silberman). Es la adaptación cinematográfica de una novela de Octave Mirbeau, uno de los autores favoritos de Buñuel con Huysmans y Pierre Louÿs. En sus memorias, el cineasta rinde tributo a Louis Malle por "habernos revelado la forma de andar de Jeanne Moreau en Ascensor para el cadalso. Siempre he sido sensible al andar de las mujeres, así como a su mirada. En Diario de una camarera, durante la escena de los botines, tuve un verdadero placer en hacerla caminar y en filmarla. Cuando anda, su pie tiembla ligeramente sobre el tacón del zapato. Inquietante inestabilidad. Actriz maravillosa, yo me limitaba a seguirla, corrigiéndola apenas. Ella me enseñó sobre el personaje cosas que yo no sospechaba".
Además del conocido fetichismo de Buñuel con los pies de las actrices que deja huella en toda su filmografía, Diario de una camarera representa un retrato pantanoso de la burguesía rural a principios de los años treinta, donde se incuban las tendencias malsanas que reventarán una década más tarde, y el personaje que interpreta Jeanne Moreau con una mezcla de encanto, atracción por lo malsano y opacidad nos contagia un profundo malestar, por no hablar de una de esas imágenes imborrables de la iconografía de Buñuel: los caracoles deslizándose por los muslos de una niña asesinada en el bosque, la Caperucita Roja de un cuento cruel. Nunca conseguí aclarar mis dudas acerca de la crueldad en el cine de Buñuel: ¿cine de la crueldad o crueldad de la mirada? Y ahí seguimos.
En Diario de una camarera asistimos a uno de los diálogos favoritos de Buñuel, cuando una sirvienta cándida le pregunta a un sacristán fascista (y antisemita):
-Pero, ¿por qué habla usted siempre de matar a los judíos?
-¿No es usted patriota? -pregunta el sacristán.
-Sí.
-¿Entonces?
Creo que la mirada de Buñuel se nutre de la Edad Media carpetovetónica en que nació. En sus memorias apunta que la Edad Media en España no acabó hasta la primera guerra mundial: "Yo tuve la suerte de pasar la niñez en la Edad Media, aquella época dolorosa y exquisita como dice Huysmans. Dolorosa en lo material. Exquisita en lo espiritual. Todo lo contrario de hoy". Dolorosa y exquisita como la mirada culpable, como el ojo martirizado que abre su filmografía y nos advierte de los peligros (y delirios) de la visión. Por eso los filmes de Buñuel producen desazón y sus imágenes memorables nos perturban mientras las recordamos, como el sueño que nos asalta en la vigilia, como las imágenes de la carne lacerada hasta el éxtasis en una pasión tallada en el barroco. El arrebato visual de la Edad Media y del Barroco... ¿qué puede haber más surreal? Quiza sólo una pantalla de cine en medio de la noche. Un sueño despierto. O la memoria insomne después de una película, caminando bajo las estrellas de agosto que bailan delante de un telón negro.
El cine de verano también me trae ahora a la memoria el viaje del maestro por Grecia, en el año 1968 si no recuerdo mal. Se habían desorientado de noche en las montañas del Peloponeso y transitaban en un coche (¿un cuatro latas?) por una carretera estrecha y sinuosa tratando inútilmente de orientarse, cuando a la vuelta de una curva distinguen en un valle envuelto en espesas sombras una estela de luz allá abajo. Y guiándose por ella consiguen llegar a un pueblo desierto. Hasta que dan con la plaza donde todos los vecinos asisten a una proyección de cine, la luz que los rescató cuando estaban perdidos en el Peloponeso.
XA ME TARDABA BUÑUEL
ResponderEliminarPODE QUE ISTO INTERESE COMO COMPLEMENTO
http://video.google.com/videoplay?docid=-3044175528304993465&hl=en
UNHA APERTA DANIEL