28/8/09

Desnudo fulgor


Una negra sombra se desplaza sobre un árido paisaje y se cierne sobre una carreta de dos caballos que se acerca al borde inferior de la pantalla. La angulación de la cámara abate el horizonte y el formato scope ensancha la pradera por la que discurre un camino oblicuo en un territorio inhóspito. Estamos a las puertas de un western en blanco y negro. Un encadenado nos coloca en contrapicado con tres cuartos de pantalla ocupada por un cielo tormentoso y en primer término Griff Bonnell (Barry Sullivan), el protagonista que conduce la carreta y se detiene en plano medio mientras escuchamos el rumor tronante que se acerca. Las patas de los caballos que cabalgan retumban en la pradera. Wes y Chico, los hermanos de Griff, asoman tras él y la pradera se estremece. Los jinetes descienden la colina encabezados por Jessica Drummond (Barbara Stanwyck) que cabalga un caballo blanco. Los caballos uncidos a la carreta se mueven inquietos. Los cuarenta jinetes de Jessica se nos echan encima -la cámara pegada al camino- y nos flanquean. A Griff Bonnell le cuesta sujetar a los caballos encabritados. La cabalgada atronadora de los jinetes envuelve la carreta en un remolino de polvo. Griff se las ve y se las desea para dominar a los caballos, y sus hermanos se refugian en la caja de la carreta mientras los jinetes de Jessica siguen pasando por los flancos. Desde la parte trasera de la carreta vemos a los hermanos de Griff acurrucados, el polvo que los envuelve y los últimos jinetes que pasan. La cámara en la grúa sobre el frontal de la carreta nos muestra a los cuarenta pistoleros de Jessica alejándose en la pradera, descendemos sobre Griff que echa la vista atrás y contempla la estela de polvo, ya sólo queda el rumor de un trueno que se aleja y unos hombres aliviados tras la galopada que los zaranadeó a base de bien. Estamos a las puertas de un western de Fuller. Un gran plano general con Jéssica cabalgando al frente de los cuarenta jinetes en medio de la pradera, recogidos en un suntuoso movimiento de grúa envuelto en la música vibrante de Harry Suckman, sirve de fondo a los créditos:


Veinticinco planos coreografiados con movimientos de grúa, imágenes de Joseph Biroc en blanco y negro con trazas de grabado, montadas por Gene Fowler Jr. como latidos enérgicos del corazón mismo de la película que vamos a ver: ahí están las cuerdas que tensarán el duelo que se avecina y las claves tonales de la partitura dramática. La forma como el fondo que asoma a la superficie. El qué y el cómo. El cómo como el qué. Y viceversa. Efectivamente, un prólogo puro Fuller.

Samuel Fuller

Una mujer dueña de las praderas y de cuarenta pistoleros anónimos. Tres tipos en un carreta, ni siquiera a caballo, que parecen tan poca cosa. Detalles. Nada más llegar al pueblo de Cochise Country el polvo del camino se hace patente cuando Wes sacude el sombrero y el alguacil, que se está quedando ciego, le da a Griff un golpe amistoso en la espalda. Detalles. Una canción dedicada a Jessica Drummond y su mundo sirve para mostrarnos la cotidianidad del pueblo -que se verá alterada por la borrachera de Brockie, el hermano de Jessica, y de varios de sus pistoleros-, mientras Barney, cantando -cuando creíamos que era la típica canción country del score de la película-, lleva unos cubos de agua hasta las tinas en las que se bañan los hermanos Bonnell, entonces descubrimos a un amigo del propietario de los baños tocando la guitarra -cuya música considerábamos extradiegética- y nos ponemos al tanto de la misión que trae a Griff al pueblo: detener a Swain, uno de los forty guns. Los baños cumplen en el filme de Fuller la función que en la mayoría de los westerns se le asigna al saloon: un espacio de encuentro. Detalles.

Detalles de un filme que denotan, desde la exposición misma, una decidida voluntad de inscribir una mirada propia en un universo, el del western, de sobras codificado y a las puertas de su revisión temática y formal. Una mirada que araña las formas y subvierte el tratamiento de las figuras de la historia, la retórica del género. Porque los arañazos insólitos -la potencia de lo inmediato, inacabado y febril- resultan más reveladores que una bella trama. Aliento poético, desparpajo y arrebato propulsan la película más allá de la serie B, el refugio escogido por Samuel Fuller para contarnos en un puñado de filmes que, tras el derrumbe de la Humanidad representado por la 2ª guerra mundial y toda la violencia y aniquilación que trastornó a una generación -la de la violencia: Robert Aldrich, Richard Brooks, Anthony Mann, Nicholas Ray, Richard Fleisher, Donald Siegel, Budd Boeticher, Joseph H. Lewis, Phil Karlson y, claro, Fuller(todos nacidos entre 1906 y 1918)- y los cimientos de la civilización, ya no era posible mantener los códigos clásicos de representación fílmica, empezando -obviamente- por la representación de la violencia, y menos aún en el relato fundacional de la identidad americana, el western. Porque es de identidad, de lo que hablan los filmes de Fuller. De quiénes somos y de si podemos aspirar a ser. De si somos actores o si somos actuados, poseídos por la hybris, la ebriedad de la violencia y la desmesura de las emociones. La hybris de Jessica Drummond y Griff Bonnell. Forty guns, un western de 1957 -un años después, no lo olvidemos, de Centauros del desierto de John Ford-, rodado -parece imposible- en diez días, con una deslumbrante inventiva para la puesta en escena bajo la mirada arrebatada de Samuel Fuller (de la que hablábamos en una entrada anterior, Una cámara que escribe).

Decía Scorsese -de los cineastas, con Godard, en los que resulta más palpable la huella del director de Forty guns- que Fuller lleva la realidad al límite del absurdo y eso lo hace aún más realista. Hay otra manera de verlo: Fuller sabe que llegado a cierto punto se cae en el ridículo, pero si se va más allá se alcanza la poesía; y no olvida que si traspasas la frontera de la poesía vuelves al ridículo. Pero si existió alguna vez un cineasta deshibido ése es Fuller, si alguien despreció el miedo al ridículo ése fue Fuller, si alguien inventó la (propias) reglas mientras filmaba (nunca antes ni después, sino cuando filmaba: cineasta libre, o sea, moderno) ése era Fuller. Por eso nos muestra la ceguera galopante del alguacil con planos subjetivos borrosos, y la mirada encandilada de Wes Bonnell por Louvenia Spanger (la armera -otra vez, detalles- de Cochise Country) en un primer plano de la chica a través del cañón de un rifle (un plano que "cita" Godard en À bout de souffle dos años después), desenfoque, nos vamos a negro, y cuando volvemos Wes y Louvenia se besan apasionadamente, una historia de amor que nace -y Fuller nunca presagia en vano- de una mirada a través un arma.


Cuántas veces Fuller se mueve a uno y otro lado de la frontera que separa la poesía del ridículo con el descaro del que ha visto demasiado como para, a esas alturas, andarse con remilgos.

A Fuller no le tiembla la mano a la hora de reinventar las señas de identidad del género como en la escena en que Griff Bonnell se dispone a detener a Brockie Drummond, que acaba de matar al alguacil, y que en compañía de varios pistoleros, borrachos como él, se entrega a la furia destructora. Griff se acerca a Griff protegido por Wes que le guarda las espaldas armado con un rifle que le suministra Louvenia y Fuller compone la puesta en escena con un travelling frontal de retroceso mientras avanza Griff y en contracampo un plano de Brockie con el arma en la mano casi fascinado por el descaro con que aquel tipo se aproxima por el medio de la calle con el arma metida en la cintura del pantalón y aún con la toalla al cuello del afeitado interrumpido (detalle que nos recuerda una escena similar al comienzo de Pasión de los fuertes de Ford, once años antes, pero que también nos permite establecer un contraste de miradas sobre el género y de temperamentos a la hora de abordar la puesta en escena). Hasta aquí Fuller sólo ha subvertido algunos códigos genéricos pero en la aproximación de Griff a Brockie despedaza el campo/contracampo: primer plano de Griff/Brockie, los pies de Griff/Brockie, los ojos de Griff/Brockie...


El drama de la secuencia se desnuda en la puesta en escena, en un desplazamiento descompuesto en fragmentos de movimiento, en gestos que revelan una tensión interna, un impulso psíquico que deviene una colisión gráfica abstracta de sus componentes esenciales sobre la pantalla. A los héroes de Fuller no les queda otra que actuar como lo hacen, el impulso que los guía nace de una pulsión interna más que de la situación concreta en la que están inmersos, así que ponen un pie delante del otro y dan el siguiente paso. No es de extrañar que haya tantos planos de pasos en los filmes de Fuller. Y por si le quedara algo por reiventar también la resolución de la secuencia rematará con un gesto subversivo que instala en Forty guns una inusitada reflexión sobre la violencia y su representación. Y no digamos nada de la secuencia del juicio de Brockie que despacha con una economía envidiable -Fuller huye de las escenas de juicios como de la peste (basta ver cómo elide la de The Naked Kiss)-: un travelling mientras lo absuelven y sacan de la celda, empalmado con otro travelling simétrico en el exterior montando y alejándose con Jessica y los forty guns. Quizá nunca se haya resuelto tan rápido una escena de juicio -reducida a puro movimiento- en toda la historia del cine.

Cuando Griff Bonnell acude al rancho de Jessica Drummond a la hora de la cena para detener a Swain por haber robado la diligencia -la misión que le trae a Cochise Country-, Fuller toma nota de la memorable secuencia del desayuno de Citizen Kane: Plano americano de Griff que entra en el comedor/ Plano medio de Jessica y su hermano Brockie/Primer plano de Griff: trae una orden de detención.../Primer plano de Jessica: (off de Griff)... de uno de sus hombres/Plano medio de Griff: (off de Jessica) "¿Quieres enseñármela?" Entonces Griff se la acerca a uno de los forty guns y, mediante un travelling de retroceso y hacia la derecha (hacia la cabecera de la mesa), mientras el papel va pasando de mano en mano, descubrimos que cuarenta pistoleros sentados a la mesa los separaban. Cuando Jessica ordena que se vayan todos y en el comedor sólo quedan ella y Griff, a medida que éste se acerca a la cabecera de la mesa, la cámara se desplaza en la grúa de izquierda a derecha, desde un plano general en picado hasta el plano medio frontal de ambos. Jessica le ofrece güisqui. Griff bebe, compulsivamente.

Jessica.- No me interesa usted, señor Bonnell, sino su pistola. (Tiende la mano) ¿Puedo tocarla?.

Griff.- No.

Jessica.- (Sigue con la mano tendida) Pura curiosidad.

Griff.- Podría estallarle en la cara.

Jessica.- Me arriesgaré.

Griff accede y le tiende la pistola por las cachas. Fuller no se corta un pelo a la hora de escribir unos diálogos de explícita sexualidad que ya nutría la escena de seducción entre Wes y Louvenia en la armería de Cochise Country. El exceso era su medio natural: ir más allá era la esencia de su estilo.



Un estilo que combina capacidad de síntesis e imaginación en cuanto a las soluciones expresivas de la puesta en pantalla. Como ese memorable plano secuencia de cinco minutos que arranca en la habitación del hotel donde están Wes y Chico, descendemos con ellos hasta la calle donde se reúnen con Griff y los acompañamos retrocediendo mientras ellos avanzan por la calle hacia la oficina de telégrafos (al otro extremo del pueblo) conversando con el sheriff Logan, llegan a la oficina, Griff dicta el telegrama, Logan se despide y se va por una calle lateral. Entonces se escucha el grito de Jessica, la cámara panoramiza con rapidez hacia la izquierda y recoge el momento en que la mujer cabalga rauda su caballo blanco, la cámara se vuelve para encuadrar a los hermanos Bonnell en un plano frontal mientras pasa junto a ellos la veloz cabalgata de los forty guns que los envuelve en una nube de polvo y estableciendo una rima visual con el prólogo de la película. Y por corte directo aistimos a esa escena del jucio que Fuller resuelve pitando.


O esa secuencia en que un tornado propicia la reunión de Jessica y Griff en la cabaña: dos amantes fundidos en un abrazo gracias a la furia de los elementos, que se presagiaba en aquella negra sombra que se cernía sobre las praderas al comienzo del filme. Una secuencia donde Jessica descarga su corazón con Griff, en el lugar que le recuerda lo que no debe olvidar, allí donde abusaron de ella cuando tenía quince años y donde su padre murió intentando defenderla, porque no era bueno con las armas. Pero Jessica también le coloca un espejo delante de Griff: "Has dejado un rastro de agujeros de bala a tus espaldas, pero has llegado a la frontera. Es hora de que tires con la pistola". Una réplica que tiene su correspondencia en aquélla de Griff a su hermano pequeño cuando éste le pregunta qué ha hecho mal, tras haberlo salvado de una emboscada traicionera: "Has matado a un hombre".


O la escena de la boda de Wes y Louvenia. Suena un disparo.Y aún tardamos unos instantes en advertir qué ha sucedido, hasta que vemos a la novia en el suelo bajo el cuerpo de Wes, entonces advertimos que Louvenia abraza el cadáver de su marido: la muerte de un recién casado filmada como un abrazo nupcial. Godard escribió en la reseña del filme en Cahiers (nº 76, noviembre de 1957): "Tres segundos tan sólo, pero tres segundos que recuerdan Tabú [el filme de Flaherty y Murnau, 1931]". Y luego la bellísima escena del entierro con un travelling en contrapicado entre Barney que entona una canción de despedida y la novia de luto, en la colina, junto los caballos del carruaje fúnebre. Primero novia y luego viuda, a la vuelta de un plano. Truffaut tomó buena nota para La novia vestía de negro, diez años después.



Hay un cierto regusto de humor macabro que salpica Forty guns ( o mejor, la irrupción de la muerte desnuda la vida de sus máscaras sociales y rasga el velo de la convenciones -también narrativas- con la navaja surrealista de la mirada arrebatada de Fuller), como ese momento en que el beso entre Griff y Jessica en el rancho es interrumpido por unos golpes secos, los de los pies del sheriff Logan que se acaba de ahorcar y percuten la pared. O en el hecho de que Brockie se escude en el cuerpo de Jessica y de que Griff no dude en disparar atravesándola. Y luego eche a andar y pase por encima de los cuerpos yacentes. No sólo era el final de un mundo, era también el final de un género, de su mitología, o si se quiere la confirmación, tras Centauros del desierto, de su crepúsculo.


Pero Zanuck no consintió en que Forty guns acabara así. O eso le gusta contar a Fuller. Y lo cuenta con delectación, cómo Zanuck le imploró que cambiara ese final. Y uno está tentado de creerle, si no fuera porque la resurrección de Jessica Drummond le sienta muy bien a Forty guns. Por tres razones:

-porque le permite cerrar la reflexión sobre la violencia (y su representación) con la última lección que Griff trata de inculcarle a su hermano pequeño (porque Forty guns también es una película sobre la educación de un adolescente que quiere convertirse en pistolero cuando los pistoleros ya no tienen lugar en este mundo): "Hay que ser muy grande muy grande para perdonar";

-porque comprendemos que es a Jessica a quien se refiere Griff -las mujeres de los filmes de Fuller son capaces de los mejores impulsos (como el personaje de Moe Williams en Manos peligrosas)-, cuando echa a correr tras la carreta de Griff, en el último y hermoso plano general del filme, que se aleja para siempre por la calle de Cochise Country, y llegamos a tiempo de ver como lo alcanza justo en el momento en que la carreta dobla a la derecha y sale de campo, y desaparece de nuestra mirada;

-porque en el último tramo de la película los encadenados producen un efecto fantasmático sobre la figura de Jessica Drummond: ya no es la mujer que era, transformándose en una mujer-otra, transfigurándose en el fantasma que vuelve de la muerte, como también Griff ya no es el que era tras enamorarse de Jessica, muerto él mismo tras disparar sobre ella; Jessica y Griff, ambos más allá del bien y del mal (como todo lo que acontece por amor), se van de Cochise Country en busca de un lugar que quizá no exista, fantasma de un mundo perdido para siempre.


Fuller representa la vida como una batalla interior de personajes escindidos en impulsos contradictorios, abocados a la muerte como desnudez terminal de la existencia y donde la violencia es el resultado irremediable de una hybris que posee a los personajes y que viven los espectadores. A través de la violencia, Fuller retrata la vida en su entraña primordial y telúrica bajo formas extremas de representación. "Lo que nos pasa es como la guerra. Fácil de empezar, difícil de parar", le dice Jessica a Griff. Por eso cuesta tanto dejar de hablar de Forty guns, por eso ocupó tantas de nuestras conversaciones este verano, porque la mirada arrebatada de Fuller deja una huella imborrable.


Pero si hay alguna película que reúna en su metraje la más exacerbada muestra de las fulguraciones estilísticas de Fuller, de los arrebatos extremos de su mirada (en los confines de lo surreal) y de los más brillantes relámpagos de su filmografía, esa película es The Naked Kiss (Una luz en el hampa, 1964). Una película catalogada por Tavernier y Coursodon como sólo apta para cinéfilos, cabría añadir que para cinéfilos fullerianos, convictos, confesos e incorregibles. Constance Towers contó que una noche en Nueva York, cuando representaba El rey y yo con Yul Brynner, recibió en el camerino la visita de Andy Warhol, que le dijo cuánto significaba para él conocer a la actriz que había protagonizado su película favorita, The Naked Kiss.



Ya describimos con pormenor en Una cámara que escribe el arranque -puro pulp, puro Fuller- de The Naked Kiss: esa paliza que Kelly (Constance Towers) le aplica a su chulo y en la que, al defenderse, le arrebata la peluca y descubrimos el craneo rapado de la prostituta. Una somanta fechada el 4 de julio de 1961, el día de la independencia de... Kelly, decíamos.


Tras los créditos Kelly llega a Granville el 18 de agosto de 1963. Es una nueva Kelly pero en Granville la aguarda el destino (langiano) para cerrar el círculo fatal. Lo presagia la película que se anuncia en la fachada del cine del pueblo, Schock Corridor (Corredor sin retorno, la película que Fuller había estrenado en 1963, donde un negro poseído por la paranoia pronuncia un discurso racista que culmina -algo así sólo podría suceder en un filme de Fuller- poniéndose la capucha blanca del KKK), y el libro que se sienta a leer Kelly en el parque, Dark Page (cómo no, la novela pulp de Fuller). En el curso de la película descubriremos que esa prostituta que se convertirá en cuidadora de niños minusválidos es la única persona decente del pueblo: no puede extrañarños, seguimos en territorio Fuller, un territorio propicio a lo imprevisible.


Una película que bordea el filo finísimo que separa lo sublime y lo grotesco y en la que el cineasta asume con su peculiar desparpajo el tono desasosegante (y por qué no, chirriante) del relato y, sin atajos, nos lleva al corazón de los hechos.

En el parque, Kelly conoce a Griff (otra vez Griff, un nombre que Fuller adjudica de película en película, por lo visto le daba una tremenda pereza buscar otros nuevos), charlan un rato y en la secuencia siguiente la vemos desperezarse tras hacer el amor. Griff bebe champán echado en un sofá mientras Kelly, sentada en el suelo y con la espalda apoyada en el sofá, se cepilla el pelo, disfrutando con las enérgicas pasadas con el cepillo:

Kelly.- Maravilloso. Sencillamente maravilloso.

Griff.- Gracias.

Kelly.- Tú no. Estoy hablando de mi pelo.

Griff.- Es absurdo. Te lo vas a estropear.

Kelly.- Tú no sabes lo que significa. Es todo nuevo.

Griff.- ¿Nuevo?

Kelly.- (Asiente) Acaba de crecerme.

Griff.- ¿Se te cayó por alguna enfermedad?

Kelly.- (Niega con la cabeza) ...

Griff.- ¿Te afeitaron la cabeza?

Kelly.- No fue idea mía.

Griff.- (Incorporándose) ¿Qué pasó?

Kelly.- (Esbozando un gesto amable con el cepillo) Ya ves.

Algunos críticos despachan el asunto de la cabeza rapada de Kelly como un detalle del prologo al que Fuller no vuelve a referirse. La memoria, y no es de extrañar (ya confesé aquí alguna de esas jugarretas que le gastó a uno), hace de las suyas, como acabamos de ver. Lo que esta escena cuenta de forma elíptica se contará explícitamente en el careo que mantiene Kelly con el chulo, en presencia de Griff, hacia el final de la película: el chulo le afeitó la cabeza cuando decidió abandonarlo tras haber promovido la deserción de varias chicas.


Rimas, correspondencias y simetrías -en definitiva, circularidades- forman parte de la forma fílmica de Fuller.

Y una atmosfera surreal que envuelve la caída fatal de la protagonista en Granville. Como esa escena nocturna en que Kelly, vestida con un vestido de noche negro y escote "palabra de honor" recorre el dormitorio de los niños inválidos, hasta la cuna de un bebé despierto, y se le desbordan las lágrimas. Es la escena que precede a la fiesta en donde conocerá a Grant, el dueño y benefactor de la ciudad, que por algo se llama Grantville.


El delirio de la escena romántica entre Kelly y Grant haría las delicias de cualquier surrealista de los años veinte. Merece la pena describirla: Grant le proyecta a Kelly una película casera que filmó (el propio Fuller) en Venecia y le va comentando las imágenes con referencias a Byron (el poeta favorito de la chica), empieza a escucharse la canción del gondolero y en el momento en el que la propia Kelly parece transportada a Venecia, los amantes ya forman parte de la película casera y la orquestación de la escena refuerza el efecto visual, sopla la brisa de los canales y caen las hojas del otoño sobre Kelly que yace sobre almohadas de raso como en la góndola y los planos de los palacios y puentes de Venecia se articulan son su mirada que los contempla.


Grant se inclina sobre Kelly, la besa. Y con el beso ya estamos de vuelta en el salón, ya sólo escuchamos el sonido del proyector... y algo no funciona: Kelly rechaza el beso de Grant, lo aparta, presiente algo oscuro que no sabe definir, pero finalmente parece superar esa mala impresión , sonríe y atrae a Grant, se besan, descubrimos que Kelly yace en el sofá, panoramizamos por su cuerpo hasta el proyector, cuya luz directa produce un efecto de elipsis que nos lleva hasta la canción de los niños inválidos que graba Grant, una canción que sonará también cuando Kelly descubra que es un pederasta. Las elipsis empujan la película con la determinación pura que encarna la protagonista interpretada por Constance Towers.

Samuel Fuller y Constance Towers
en el rodaje de
The Naked Kiss


The Naked Kiss
es el único filme de Fuller cuyo protagonismo absoluto recae en una mujer, y no hay mujer más echada p'alante que esta prostituta-enfermera-asesina. Cuando Kelly descubre a Grant con la niña, la inocencia ha llegado a su fin y le golpea con el auricular del teléfono, y en la lucha mortal el cadáver del tipo queda cubierto por el velo del vestido nupcial a modo de irónico sudario.


Lástima que no usara el busto de Beethoven que había al lado para matarlo, sobre todo porque el Claro de luna había envuelto su historia de amor y la 5ª sinfonía había sellado el compromiso de boda que ahora Kelly ha abortado. Compartían el amor por la música de Beethoven con el propio Fuller que había comprado precisamente ese busto, que había pertenecido a Mark Twain y que incluyó en el atrezo del filme a modo de amuleto. Lástima también que Fuller no pudiera contar con Robert Ryan para interpretar a Grant tal como había imaginado. Y aún así, el descaro de Fuller, los productores Leon Fromkess y Sam Firks, la fotografía del gran Stanley Cortez, el montaje de Jerome Thoms, el decorador Eugene Lourie, el diseñador de vestuario Einar H. Bourman y el músico Paul Dunlap -el equipo con el que el cineasta trabajaba más a gusto- y los arrestos de Constance Towers, esa mujer que polariza las pulsiones subterráneas que anidan en Grantville, transfiguran esta película de serie B en un joya del cine libre. Como esa Kelly que se aleja para siempre de Grantville al final de The Naked Kiss.


Después de The Naked Kiss ya nada fue igual para Fuller. Conseguir financiación para sus películas se volvió un proceso arduo. Se convirtió en un viajero. Incluso en un errante. Se refugió largas temporadas en París donde los cineastas (algunos) y críticos (algunos) lo veneraban y donde disfrutaba contando mil historias a quien quisiera escucharle, a Fuller no hacía falta tirarle de la lengua. Se encontraba con colegas...

Luis Buñuel y Sam Fuller, en 1967, en México

Jim Jarmusch y Sam Fuller

Apareció en varias películas, como si de un profeta (o patriarca) del nuevo cine se tratara: Brigitte y Brigitte (1965) de Luc Moullet, en Pierrot le fou (1965) de Godard -una intervención más recordada y citada hoy día que sus propias películas-, en El amigo americano (1977) y en El estado de las cosas (1982) de Wim Wenders, en La vie de Bohème (1992) de Aki Kaurismäki...



Y pudo rodar un filme que puede considerarse su testamento vital, The Big Red One (Uno Rojo, División de Choque, 1980), un relato desnudo transfigurado en danza macabra que exorciza la barbarie de la guerra, matadero y moridero. La guerra nunca resulta hermosa en los filmes bélicos de Fuller. Y aquí muestra su experiencia de la 2ª guerra mundial en carne viva. La belleza de Uno Rojo se desprende del sentimiento y la sinceridad que traspasan la pantalla. La belleza es su verdad. Es la película que llevaba incubando desde 1957 y que llegó hasta nosotros de milagro, fue masacrada para su estreno y restaurada por Richard Schickel veinte años después. Se rodó en cincuenta días, otro milagro, con Samuel Fuller pistola en mano, por el aquel de ser fiel a su papel (se hizo muy famosa una foto con Fuller gritando ¡acción! revólver en mano cuando rodaba, mira por dónde, Forty guns).

Sam Fuller en rodaje de The Big Red One

Los diez mandamientos del filme bélico según Fuller son: 1. El combate nunca cesa cuando alguien es alcanzado. Si un tipo cae, los demás deben continuar. ¿Qué puede hacerse si no? 2. No permitir que un soldado moribundo saque y mire la foto de su novia. Eso nunca ocurre. 3. Que vuestros soldados estén sucios, cansados y barbudos. Cuando se está en el frente, nadie se afeita. 4. Non pongas nunca flashbacks del soldado con su chica en casa ni a ella esperando su retorno. Si no eres capaz de definir qué tipo de hombre es tu personaje sin mostrar cómo es él en casa, sácalo del guión. 5. No dejar que los actores hagan muchas cosas. 6. Obligad a los actores a realizar un periodo de entrenamiento como si fueran reclutas y no los miméis demasiado. Sobra decir que Fuller siguió a rajatabla sus propios mandamientos. Más aún, Lee Marvin trató a su pelotón como si de un verdadero sargento se tratara, y vivieron juntos todo el rodaje sin mezclarse con los demás actores, tal como hace el pelotón en Uno Rojo. Veneraban a Fuller y a Marvin que habían luchado realmente en la 2ª guerra mundial, uno en Europa y el otro en el Pacífico.


La verdad que desprende el filme no es casual, es el resultado de un proceso gradual, un proceso que hizo posible escenas como la de Omaha Beach o la de la matanza de nazis en el manicomio, a las que ya nos referimos en Una cámara que escribe. Una verdad que germina en detalles reveladores como los mil usos de los preservativos o el trozo de alambrada convertido en aro de una canasta de baloncesto en la plaza de un pueblo francés tras Omaha Beach. Y los niños perdidos, abandonados que pueblan Uno Rojo: los niños de África que ofrecen cigarrillos o a sus hermanas, el niño que tira de un carro con su madre muerta buscando un cementerio para darle sepultura, la niña que corona con flores el casco de Marvin en Sicilia, los niños y niñas que filma el propio Fuller en Alemania con una cámara de 16 mm, el niño nazi al que azota Marvin o el niño judío que muere a hombros del sargento tras haber sido liberado del campo de concentración. Y los toques Fuller, como ese caballo que ataca a Marvin al final de la 1ª guerra mundial en el prólogo de la película, o ese nazi que se esconde ¡en el horno crematorio! o la escena en que Griff (una vez más, Griff) hace el amor con la mujer de la Resistencia en el manicomio, bajo una mesa y mientras un loco disfruta pegando tiros a diestro y siniestro tras cogerle el arma a un nazi agonizante. Deseo y muerte. O el diálogo entre dos soldados que tratan de dormir tras los combates: "Quítame tu maldito rifle de la espalda/ No es mi rifle".

En la guerra, la única gloria es sobrevivir. Aunque nadie consiga escapar del círculo del destino, desde luego no el sargento encarnado por Marvin, apresado en la simetría de la primera y la última escena de Uno Rojo. Más que ante una película bélica, estamos ante el testamento de un superviviente. El testimonio de una mirada cuya visión de los campos de exterminio se inscribió en la mirada (arrebatada) sobre el mundo que destilan sus películas.

Tanto José Luis Guarner como Tag Gallagher han emparentado el cine de Fuller con el de Rossellini. Ambos cineastas vivieron la experiencia de la 2ª guerra mundial como una evidencia decisiva, sus películas tratan de la guerra y como vivir después de aquello. Gallagher ve en el cine de Rossellini una tentativa de reconstruir una nueva realidad (vivible, por así decir), mientras que Fuller pone el ojo en las violentas colisiones entre uno mismo y el mundo, en el filo donde se licúan las emociones. Guarner hermana el cine de Fuller y Rossellini en el carácter sintético de sus películas, la aproximación a la realidad sin florituras y la urgencia por llegar a lo esencial, despreciando pasos intermedios o lo que consideran secundario.

Lo que me interesa es el hervor de la historia. Cuando la temperatura aumenta, si hay suerte, uno empieza a darse cuenta de dónde está, uno empieza a ver quién es quién, y entonces uno empieza a darse cuenta de lo que está haciendo. Yo sigo mi instinto. Son palabras de Fuller. El autorretrato de un cineasta que buscaba la incadescencia del arrebato como combustible de la mirada.

Violencia y lirismo conjugados en historias donde los personajes viven suspendidos en un clima de amenazadora precariedad, entre el cine clásico y el cine moderno donde cultivó -no por casualidad en el western, el cine negro y el cine bélico (los géneros de la violencia)- una fértil y vital turbulencia fílmica de desnudo fulgor.

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