20/8/09

La felicidad

Un dibujo de Kafka


Todo hombre lleva dentro una habitación. Se puede comprobar este hecho incluso acústicamente. Cuando alguien anda a paso ligero y se escucha con atención, de noche tal vez, cuando todo está en silencio, se oye por ejemplo el tintineo de un espejo mal afianzado en la pared.


Esta es la primera anotación que escribió Kafka en enero de 1917 en el primero de los ocho "cuadernos azules en octavo". Sus famosos Diarios (1910-1923) los escribía en "cuadernos en cuarto". Los Cuadernos en octavo -editados en Alianza de bolsillo en 1999- le resultaban más cómodos para llevar encima y escribir en ellos en cualquier momento.


Fraz Kafka y Ottla en Zürau

El 12 de septiembre de 1917 viaja a Zürau, una pequeña aldea en el noroeste de Bohemia donde su hermana Ottla tenía una granja. Allí se quedó hasta abril del año siguiente. Ocho meses en los que apenas escribió. Ni siquiera en sus Diarios, desde su llegada a Zürau las entradas apenas ocupan seis páginas (en la edición de bolsillo de Tusquets, colección Fábula, 1ª edición 1995), todas ellas correspondientes a los últimos meses de 1917, ninguna de 1918. Los estudiosos de la obra de Kafka han rastreado en Zürau la concepción de El castillo. Allí escribió los "cuadernos en octavo" tercero y cuarto, y de ellos extrajo los fragmentos que tras su muerte Max Brod publicó con el título -engañoso y nada kafkiano- de Reflexiones sobre el pecado, el sufrimiento, la espezanza y el verdadero camino. En 2004, el escritor y editor -de Adelphi- Roberto Calasso trabajó a partir de los manuscritos originales consevados en la Bodleian Library de Oxford y recreó la versión definitiva que Kafka había imaginado bajo el título de Aforismos de Zürau -esquirlas de meteoritos caídas en regiones desérticas, los definió Calasso-, una edición primorosa que podemos disfrutar en castellano gracias a la editorial Sexto Piso desde 2005.



Los textos de Kafka nos llegan enmarcados por dos textos de Calasso, un prólogo y, a modo de epílogo, El esplendor velado -que corresponde al capítulo xv de K. Ambos libros de Kafka, los Cuadernos en octavo y los Aforismos de Zürau, resultan ideales para llevar con uno, sentarse a una sombra benigna y leer alguno de los textos diamantinos que los colman en su brevedad. Luego basta dejarse llevar por los ecos que despiertan en la habitación de dentro y quizá asomarse a ese espejo que tintinea, quién sabe si guiándonos en la noche y en el silencio en nuestra búsqueda de la palabra exacta.

Es perfectamente posible imaginar que el esplendor de la vida esté dispuesto, siempre en toda plenitud, alrededor de cada uno, pero cubierto por un velo, en las profundidades, invisible, muy lejos. Sin embargo está ahí, nada hostil, nada a disgusto, nada sordo, viene si uno lo llama con la palabra exacta, por su nombre preciso. Es la esencia de la magia, que no crea, sino llama. ¿Puede haber una definición más exacta de la magia? Quizá Kafka encontró en Zürau la plenitud, la llamada, el esplendor velado. Quizá porque llegó a Zürau condenado a muerte. O sea, liberado de la ilusiones y en poder de las únicas certezas. Las certezas definitivas.

En la noche del 12 al 13 de agosto de 1917, Kafka sufrió un vómito de sangre. Se le había declarado la tuberculosis. Las primeras anotaciones en sus Diarios tras el diagnóstico fatal datan del 15 de septiembre, en Zürau, y no pueden resultar más reveladoras:

Si es que existe esta posibilidad, debes empezar de nuevo. No la desperdicies. Oh, momento maravilloso, versión magistral, jardín salvaje. Doblas la esquina al salir de la casa y en el camino del jardín te sale al encuentro la diosa de la felicidad.

Kafka contempla la tuberculosis como una oportunidad de ponerle punto y final a muchas cosas, de cerrar puertas y de cuadrar las cuentas: la idea del matrimonio con Felice Bauer, el trabajo en la compañía de seguros, la familia.


Ottla Kafka en 1916

En aquel paisaje ondulado, entre manchas de bosques y prados, en plena zona de cultivo del lúpulo y en compañía de Ottla, su hermana favorita y una de las pocas personas con las que no tuvo secretos, Kafka fue feliz, como contadas veces en su vida. Aquellos ocho meses los evocará en una carta a Milena como su mejor época.

Milena Jerenská, en 1917


En Zürau apenas había vecinos y ese "vacío" -las voces del mundo apagándose y haciéndose cada vez menos numerosas- alimenta su euforia. Sólo en Zürau consiguió restringir el territorio a unos pocos textos esenciales y sólo en Zürau se propició el advenimiento de los Aforismos. Como éste, el 69:

En teoría existe una posibilidad perfecta de felicidad: creer en lo indestructible dentro de uno mismo y no aspirar a ello.

Unos años después, en 1920, en una carta a Brod repetirá casi palabra por palabra el aforismo 69. Casi:

En teoría, existe una perfecta posibilidad terrena de felicidad, que consiste en creer en lo decididamente divino y no aspirar a alcanzarlo.

Entre las pequeñas diferencias entre ambos textos encuentra Roberto Calasso alguno de los núcleos germinales de El esplendor velado.

Kafka sólo le puso un "pero" a Zürau, las ratas: el trabajo clandestino de un pueblo proletario oprimido a quien pertenece la noche. Ahora, la noche y el silencio, el ecosistema por excelencia de la escritura kafkiana, devenía una superficie porosa atravesada por una miríada de miradas malévolas. Y para defenderse buscó un gato. Pero aún así... Las ratas le surtieron variantes inagotables a un argumento -a medias cómico y atroz, o sea, puro Kafka- que atravesó la correspondencia con los amigos y que más tarde germinaría en La guarida, Josefina la cantante y El pueblo de los ratones.


Roberto Calasso

Nunca como en los meses de Zürau se tiene la impresión, escribe Calasso, de que Kafka se haya encontrado a gusto. La complicidad con Ottla contribuye a crear una atmósfera en la que el escritor se siente a salvo de todo. Kafka le leee cosas de Dostoievski, Schopenhauer o Kleist. Ottla representa un refugio contra todo y será en la casa que ella alquila en Planá, al sur de Bohemia, durante el verano de 1922, donde Kafka escriba los últimos capítulos de El castillo.


Postal de Kafka a Ottla


Probablemente Kafka no volvió a sentirse tan feliz hasta unos meses antes de su muerte, cuando vivía con Dora Diamant en Grunewaldstrasse 13, en Berlín-Steglitz entre noviembre de 1923 y enero de 1924.

Dora Diamant

Le gustaba pasear por el parque Steglitz y un día encontró a una niña que lloraba porque había perdido a su muñeca. Lo que sigue es una de las historias más hermosas que haya leído sobre un escritor, la escribió César Aira en un artículo que apareció en Babelia en mayo de 2004, se titulaba Kafka y la muñeca viajera:
El año pasado, después de superar los detectores de metales en un aeropuerto, oí unos gritos desgarradores que hicieron volver la cabeza a todo el mundo. Era una niñita, de tres o cuatro años, llorando con desesperación. La madre la había alzado y trataba de calmarla, en vano. Los gritos subían de volumen, cargados de una angustia que la niña, evidentemente, se empeñaba en hacer pública. Abrazaba una muñeca, gesto del que deduje lo que debía de haber pasado: los policías de seguridad le habían revisado la muñeca. Lo confirmé cuando pasaron a mi lado y oí a la madre diciéndole: "Te juro que no le hicieron nada, te lo juro...". Alguien me dijo después, cuando le conté la historia, que muñecas y juguetes son especialmente temidos en esas circunstancias, porque los secuestradores de aviones los han usado más de una vez para introducir armas.
Quién sabe qué había pasado por la cabeza de esa niña al ver su muñeca en manos de los policías; quizás la habían atravesado con agujas o la habían palpado de un modo amenazante; quizás vivió una especie de violación vicaria; después de todo, las niñas depositan muchos sentimientos en sus muñecas. Sea como sea, la muñeca había pasado el examen, aun a costa de las lágrimas de su dueña, y ya estaba "en tránsito". La situación me recordó una historia poco conocida en la vida de Kafka.
En 1923, viviendo en Berlín, Kafka solía ir a un parque, el Steglitz, que todavía existe. Un día encontró a una niñita llorando, porque había perdido su muñeca. Kafka inventó al instante una historia: la muñeca no estaba perdida, sólo se había ido de viaje, para conocer mundo. Y le había escrito a su dueña una carta, que él tenía en su casa y le traería al día siguiente. Y así fue: esa noche se dedicó a escribir la carta, con toda seriedad. (Dora Diamant, que cuenta la historia, dice: "Entró en el mismo estado de tensión nerviosa que lo poseía cada vez que se sentaba a su escritorio, así fuera para escribir una carta o una postal"). Al día siguiente la niña lo esperaba en el parque, y la "correspondencia" prosiguió a razón de una carta por día, durante tres semanas. La muñeca nunca se olvidaba de enviarle su amor a la niña, a la que recordaba y extrañaba, pero sus aventuras en el extranjero la retenían lejos, y con la aceleración propia del mundo de la fantasía, estas aventuras derivaron en noviazgo, compromiso, y al fin matrimonio e hijos, con lo que el regreso se aplazaba indefinidamente. Para entonces la niña, lectora fascinada de esta novela epistolar, se había reconciliado con la pérdida, a la que terminó viendo como una ganancia. Privilegiada niñita berlinesa, única lectora del libro más hermoso de Kafka.

Klaus Wagenbach
Me han contado, y quiero creer que es cierto, que el gran estudioso de Kafka, Klaus Wagenbach, buscó durante años a esa niña, interrogó a vecinos del parque, revisó el catastro de la zona, puso avisos en los diarios, todo en vano. Y hasta el día de hoy visita periódicamente el parque Steglitz, examina a las señoras mayores que llevan a jugar a sus nietos... La niña ya debe de ir para los noventa años, y es difícil que la encuentre. Pero el esfuerzo vale la pena. Esas cartas de la muñeca lo tienen todo para hacer soñar no sólo a un editor como Klaus Wagenbach.
El llanto de mi niña del aeropuerto enlazaba con el de la niña del parque Steglitz, a ochenta años de distancia. Uno tiende a sonreír frente al llanto de los niños, porque sus dramas nos parecen menores y fáciles de solucionar.
Para ellos no lo son. Y hacer el esfuerzo de entrar en las relatividades de su mundo se equivale con el trabajo de entrar al mundo de un artista, donde todo es signo.
El contrato de una niña con su muñeca es un contrato semiótico, una creación de sentido, sostenida en la tensión del verosímil y la fantasía. De ahí que la anécdota no sea casual: Kafka fue el más grande descubridor de signos en la vida moderna. Reiner Stach señala con mucha pertinencia, en su biografía de Kafka, que para el escritor no se trata sólo de saber observar, sino que es preciso descubrir los signos ocultos en lo que se observa. La elogiada precisión quirúrgica de la mirada de Kafka se hacía escritura en la transmutación de lo visible en signo.
La desaparición del libro de las cartas de la muñeca, por mucho que la lamentemos, deberíamos verla como un signo positivo.
Es el elemento que, por su ausencia, da sentido al resto de la obra, que es una saga de desapariciones cuya presencia en forma de relatos, de escritura, tiene por función cerrar la herida de la pérdida. Por poco que lo pensemos, esta función fue la que dio origen a los cuentos que se le contaban a los niños, para enseñarles a temer el mundo, y al mismo tiempo para que aprendieran que el mundo había existido antes que ellos, y seguiría existiendo sin ellos. Fue esta función terapéutico didáctica la que realizó la obra de Kafka, y por eso con él se cerró el ciclo histórico de la literatura infantil. Sus cuentos de hadas hicieron anacrónicos todos los demás, y el siglo XX, por causa de él, no tuvo sus Perrault ni sus Andersen (ni su Dickens). Pero lo tuvo a Kafka, y es suficiente.
César Aira

En el último de los textos de los Aforismos de Zürau, leemos:

No es necesario que salgas de casa. Quédate en tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, sólo espera. Ni siquiera esperes, quédate en absoluto silencio y soledad. El mundo se te ofrecerá para que lo desenmascares, no puede evitarlo; arrobado, se retorcerá ante ti.

¿Habrá una promesa de felicidad comparable?


Dibujos de Kafka

Franz Kafka murió el 3 de junio de 1924.
Ottla Kafka murió en el campo de concentración de Auschwitz en 1942.
Milena Jerenská murió en el campo de concentración de Ravensbrück en mayo de 1944.
Dora Diamant murió en Londres en 1952.

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