23/8/09
Las ruinas del tiempo
Me acordé de Pierre Michon mientras velaba el sueño de mi madre en el hospital. Tan frágil, Otilia, como cada historia que nos contaba estos años cuando íbamos a visitarla en la casa donde nací: el vecino que había muerto mientras regaba un campo de maíz, la vecina que estaba en las últimas y no tenía a nadie que mirara por ella, el padre que se había marchado al asilo porque su hija no le hablaba y allí por lo menos le daban conversación, y él, que nunca había pisado una iglesia, ayudaba ahora en misa diaria, quizá porque le gustaba una señora que comulgaba cada mañana y bajo cuya barbilla colocaba la patena cuando recibía la hostia consagrada; el jornalero al que acaban de operar de cáncer de próstata pero sigue viniendo a trabajar porque de algo hay que vivir; la vecina que padecía una enfermedad incurable y dolorosa, y que se ahorcó, y su marido lloraba con alivio porque así al menos había dejado de sufrir. Creo que me contaba todas esas vidas porque era una manera de trabar mis ligaduras con la red de la parroquia que acunó mi infancia. Ahora le cuesta hablar y apenas si tiene fuerzas para cogerme la mano. Porque esas vidas que nos desgranaba en las horas que pasábamos con ella era como si me cogiera de la mano y me llevara por los caminos del tiempo que ya sólo frecuentan los fantasmas y las sombras.
Mi tía va perdiendo la memoria, cada día vive en una nebulosa más espesa y se refugia en los confines de lo vivido, cuando era una niña, antes de la guerra civil, y cuidaba a unas tías en una aldea perdida; o de lo por vivir, cuando monologa en las noches interminables con el fantasma de un hombre del que estuvo enamorada pero nunca pasarón de un Hola, Manolo, Hola, Sofía cuando se encontraban en las faenas del campo, en parcelas lindantes, y le cuenta todo lo que aprendió en la vida, que no fue mucho, pero sí algunas certezas definitivas, por eso ya no va a misa, por eso se volvió una hereje, dice ella, e imagina la memoria de una caricia que la redima de tantos años perdidos y tanta desdicha; o en la nostalgia de la belleza, cuando busca insomne una fotografía suya de recién nacida, sobre una mesa, desnuda, mirando a cámara, inocente, la única foto en que se ve guapa, ella que se ve tan fea en el espejo cada noche y se encara con su imagen, resignada, Qué fea eres, Sofía. Y me acordé de Pierre Michon.
De Pierre Michon y de sus Vidas minúsculas. De la escritura que preserva la memoria de unos seres anónimos de los estragos del tiempo. De la escritura como consagración de las vidas preservadas en retales de historias familiares, en voces que se pierden donde da la vuelta el aire, en los desvanes olvidados. De la escritura que da la palabra al silencio, a la soledad y al desamparo. De la escritura de unas biografías que devienen autobiografía, una poética de las reliquias de la memoria y de las ruinas del tiempo. De la escritura como epifanía. De la escritura misma. Como encuentro. Como milagro. Como un asunto de vida o muerte:
...no sabía que la escritura era un continente más tenebroso, más incitante y engañoso que África; el escritor, una especie más ávida de perderse que el explorador; y, aunque explorase la memoria y las bibliotecas memoriosas en lugar de dunas y selvas, que volver de allí repleto de palabras como otros lo están de oro o morir allí más pobre que antes -morir de eso- era la alternativa que también se le ofrecía al escribano.
Me acordé de Pierre Michón también ayer cuando leía en el Babelia que tras la publicación de Vidas minúsculas tenía miedo de que lo consideraran un escritor provinciano. ¡Provinciano! Pierre Michón, que trasformó la genealogía íntima y rural en una escritura de conmovedora belleza, el camposanto abandonado de la memoria en un jardín del tiempo y las huellas de la memoria de viejos campesinos en una ficción redentora por obra y gracia de la literatura. Vidas minúsculas, como toda la obra, breve y esencial, de Pierre Michon -Señores y sirvientes, por ejemplo-, nace bendecida por el don de la palabra que nos deletrea por dentro, que nos escribe y que nos dice, hasta el punto de ser nuestra propia voz y memoria de nuestro olvido:
En Mourieux, en mi infancia, a veces mi abuela, para divertirme, cuando estaba enfermo o tan sólo inquieto, iba a buscar los Tesoros. Así llamaba yo dos cajas de hojalata ingenuamente pintadas y llenas de abolladuras, que antaño habían contenido galletas, pero que entonces escondían alimentos muy diferentes: lo que mi abuela sacaba de ellas eran objetos llamados preciosos y su historia, una de esas joyas transmitidas que son la memoria de la gente humilde. (...) el mito que se derramaba dulzonamente de su boca suplía el engaste de los anillos y depuraba el brillo de las piedras, prodigaba toda la joyería verbal que estalla en los extraños nombres de los abuelos, en la centésima variante de una historia conocida, en los motivos oscuros de los matrimonios, de las muertes.
Por eso me acordé de Pierre Michon. Y de sus Vidas minúsculas.
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