30/8/09

Ya me acuerdo


Una noche mis padres fueron al cine. Yo tenía cuatro años y me quedé en casa con los abuelos. Me lastimó que no me llevaran al cine, que me privaran de una película. Quizá porque fue la primera vez, hasta ese día siempre me habían llevado con ellos, casi siempre acababa durmiendo en el regazo de mi madre y, a veces, abría los ojos durante la proyección y enseguida volvía a dormirme, pero aquellos fragmentos de películas, los destellos de la pantalla que acabaron anidados en mis sueños son mis más remotos recuerdos. El caso es que mis abuelos pagaron mi disgusto. Me negué a quedarme en cama y transigieron en que me quedara con ellos en la cocina. Persistí en una espera insomne hasta que llegaran mis padres y frustré todos los ardides que cavilaron para conseguir quebrar mi voluntad o para que al fin el cansancio me doblegara. Hasta que estuvieron dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de que los dejara en paz. No iba a desaprovechar la ocasión: me iría a la cama si me traían el caballo a la cocina. Vivíamos en una casa de aldea y había animales: una vaca, una ternera, un cerdo, tres ovejas, dos docenas de gallinas, un perro y un caballo negro. La verdad, no me hacía ilusiones. Estaba convencido de que mi abuelo me cogería por una oreja y me llevaría a la cama sí o sí. Aún escucho, como si fuera ayer, los cascos en las escaleras de piedra, y veo su cabeza brillante asomando por la puerta de la cocina. Como si la noche misma cobrara la forma de un caballo negro. En primer plano y en contrapicado. Intenté confirmar este recuerdo con mi abuelo, cuando era muy viejo y vivía recluido en un cuarto con una puerta que daba al comedor -para que pudiera compartir la vida familiar- desde que se había quedado ciego. Y me dijo que efectivamente había ido a buscar el caballo a la cuadra, le puso el cabezal -era un animal inquieto- y lo había llevado a la cocina para cumplirme el capricho, incluso comió una espiga de maíz de mi mano. El cabezal y la espiga de maíz, detalles que había olvidado pero que ahora se montaban a la perfección en la película de la memoria, y me veo acercándole la espiga, cómo separa los belfos y come de mi mano. Quizá, pero tuve la sospecha de que lo decía para no privarme de un recuerdo primordial. Cada vez que hago memoria de mi abuelo, evoco al cómplice en una ficción, al coguionista de una escena memorable. Y que mi recuerdo sea un invento a medias, de mi memoria y de la suya, lo vuelve más valioso si cabe. Más vivo. Más verdadero. También es su recuerdo. También es su película. Y ahora recuerdo por los dos.


Esta noche hemos visto Amarcord y cómo no imaginar que una alquimia semejante transfiguró el teatro de la memoria de Federico Fellini y Tonino Guerra en una película donde el mito y el tiempo se encuentran en el territorio propicio de la infancia, para conjurar el pasado y celebrar el ritual de recordar. "El pasado" -repetía Fellini- "es apenas una dimensión de la memoria". La memoria no es un depósito de recuerdos inertes o un yacimiento de hechos inmutables. Los recuerdos son organismos vivos. La memoria inventa, construye, representa. Se despliega en el tiempo como un texto generador. No puede no hacerlo. No puede evitar transformarse porque constituye una experiencia sensitiva, moviliza las emociones y nos compromete en el inacabable aprendizaje de vivir, religándonos con el tiempo que vivimos, que no es cronológico, sino cíclico: somos el viejo que seremos y el niño que fuimos, sin remedio. Por eso los viejos y los niños son sujetos de epifanías en Amarcord, a través de cuya mirada irrumpe lo inefable, la revelación de la concordancia secreta, la evidencia de lo invisible; relámpagos de memoria invocada por el deseo y deseo convocado por la mirada, en una palabra, maravillas. Por eso la película se abre y se cierra con la fogazzara, el vago vuelo de le manine, esas pelusas -milanos- que anuncian la llegada de la primavera, el eterno retorno del carnaval, la fiesta que cifra el tiempo felliniano, la armonía en el caos, la música que deroga los relojes e instaura la estación de la melancolía. Vago vuelo de le manine que resulta dificil fijar en el marco de la representación, tal como al viejo charlatán le cuesta apresar los milanos que vuelan de aquí para allá por los escenarios en que va a celebrarse el teatro de sombras de los recuerdos: la Rímini de Fellini. Porque de eso se trata, de apresar algo tan ambigüo como la memoria, las voces perdidas y las canciones olvidadas.

Fellini en el rodaje de Ocho y medio

"Quisiera hacer una película que nos ayudara a enterrar de una vez lo que está muerto dentro de nosotros", decía Guido Anselmi (Marcello Mastroianni) en Ocho y medio (1963). Diez años después, en Amarcord, Fellini trata de resucitar la memoria sepultada en las ruinas del tiempo. ¿La memoria de quién? Cada espectador tiene la respuesta, pero lo que vemos en la pantalla es el resultado de un proceso de decantación de la memoria de Fellini y de la memoria del guionista Tonino Guerra que nació a diez km. de Rímini, paisano por tanto del director -y casi coetáneo-, y que surgió cuando Fellini garabateó en la servilleta de un restaurante la palabra amarcord, la contracción de un verso de un poema de Tonino en dialecto de la Romagna: a m'arcord (yo me acuerdo o esto es lo que recuerdo). La película se rodó entre enero y junio de 1973, y se estrenó el 18 de diciembre. Fue un éxito clamoroso. En 1975 recibió el Óscar a la Mejor Película Extranjera. Ya tenía otros tres: por La strada, Las noches de Cabiria y Ocho y medio.

Tonino Guerra

Amarcord enhebra una sucesión de mitos locales de sustrato fantástico en un devenir memorioso, que evoca los años 30 en una pequeña ciudad de provincias en la Italia fascista, un mundo caracterizado por la miseria cultural y moral, que Fellini muestra bajo una mirada inclemente pero no exenta de piedad hacia unos seres que habitan un universo preñado de estupidez. Todos estuvimos allí, aunque allí fuera aquí, en un país tras una guerra civil; todos conocimos a una Gradisca (aunque no tengan los rasgos ni el culo de la estupenda Magali Noël), gradiscas fueron aquellas tres hermanas de la casa de las palmeras de la aldea donde nací que fumaban a escondidas de sus padres -las primeras mujeres que fumaron en mi aldea- y me convertían a mis seis, siete u ocho años en el vigía de las escaleras por donde podría llegar la amenaza; todos vivimos aquellas confesiones, aquellas escuelas, aquel fascismo... Amarcord es un álbum de recuerdos fotografiado por Giuseppe Rotunno. De Fellini, de Tonino Guerra. Pero en el curso del tiempo hemos inscrito en ese álbum nuestra propia memoria, las imágenes memorables -nunca mejor dicho- de Amarcord han abonado nuestros propios recuerdos. Y hemos recordado nuestra Volpina, nuestra familia, nuestras sesiones de cine. "Era preciosa y lloré mucho", dice una mujer al salir de una película en el Cine Fulgor. Cuántas veces le habré escuchado a mi madre esas mismas palabras cuando volvía del cine con mi padre. Incluso aquella escena inolvidable con el tío Teo subido a un árbol y clamando por una mujer -"Voglio una donna"- parece extraída -y podría estarlo- de un cuento de Anxel Fole. En fin, cómo olvidar la escena de Titta con la estanquera. Y la visión del trasatlántico Rex (imagen del cartel de Festival de Cannes en 1982) cuya espera provoca la confesión de Gradisca sobre su soledad y el deseo de tener una familia, y al padre de Titta íntimas meditaciones acerca del misterio de la sustentación de los astros en la bóveda celeste, por algo es constructor.


Pero hay algo más allá de la evocación en Amarcord que nos coloca a las puertas del misterio y que la convierte en una película esencial, quizá no sea una obra maestra, desde luego Fellini hizo mejores películas, pero hay algunos momentos de Amarcord que destilan una memoria ensoñada y ensimismada, esos momentos en que ya nada puede salvarnos si no son la huella luminosa de una gracia atesorada en el recuerdo. Poesía y verdad. Como ese encuentro milagroso del adolescente Titta con Gradisca en el Cine Fulgor, ella es la única espectadora, fuma y contempla el rostro de Gary Cooper en Tres lanceros bengalíes, y Titta va reuniendo fuerzas para ir acercándose, en una guerra de posiciones gobernada por el delirio del deseo, de butaca en butaca hasta sentarse al lado de Gradisca, nuestra Ninola, envuelta en humo azul atravesado por la luz del proyector. Porque el cine en aquella época era, en palabras de Fellini, una cloaca cálida de todo vicio; proyector de sueños y escuela de los domingos. O ese baile de los chicos al compás de la música de la banda sonora (de Nino Rota) en medio de la niebla del invierno, sonámbulos, ensimismados, abrazando a parejas fantasmales o con las manos en los bolsillos, fantaseando con la mujeres que se hospedaron en el hotel durante el verano y bailaron en la terraza. O esas verdaderas epifanías del abuelo de Titta que se pierde en la niebla -"¿Dónde estoy? Me parece que no estoy en ningún sitio. ¿Será así la muerte?"-, y poco después del hermano pequeño de Titta camino del colegio entre sombras amenazadoras (que tanto me recordaron a algunas escenas del trayecto nocturno del niño protagonista de Dónde está la casa de mi amigo de Abbas Kiarostami), y qué decir de la presencia majestuosa del pavo real bajo la nieve. Como el caballo negro de mis cuatro años. Sobrecoge la visita a la madre de Titta en el hospital, ese momento conmovedor en que el adolescente la descubre mirando por la ventana como quien se despide del mundo y, luego, sorprendida en una contemplación tan íntima -en el aquel de recordar-, vuelve a la cama, a su lugar, al lecho de muerte. Pero pronto vuelven le manine y ya es otra vez primavera y, al fin, la Gradisca encontró a su Gary Cooper...

Fellini en el rodaje de una escena con nieve
en
Amarcord

"Creo que cuando uno habla de lo que conoce, de sí mismo, de su familia, de su terruño, de la nieve, de la lluvia, del despotismo, de la estupidez, de la ignorancia, de las esperanzas, de las fantasías, cuando uno habla de la vida con sinceridad, cuando uno lo hace con humildad y sobre todo con una visión proporcionada de las cosas, creo que lo que diga estará al alcance de todo el mundo. Los personajes de Amarcord, los personajes de esa pequeña ciudad -ciudad que yo he conocido muy bien, personajes que, inventados o conocidos, he inventado o conocido muy bien-, precisamente por ser como son, por vivir recluidos en ella, dejan repentinamente de ser sólo tuyos y pasan a pertenecer también a los demás". Con estas palabras, Fellini trató de explicar por qué Amarcord llegó a los espectadores de todo el mundo. En definitiva, porque cuando vemos Amarcord también nosotros decimos con Fellini: ya me acuerdo.

Fellini, con gato

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