4/8/09
Una cámara que escribe
Un western de Samuel Fuller no se parece a ninguna película del oeste. Un película de guerra de Fuller no se parece a ninguna película bélica, más aún cualquier película de guerra parece falsa ante una de Fuller. Un film noir de Fuller hace que cualquier película de cine negro palidezca. Estoy exagerando, es cierto, pero muy poco, casi nada. Sam Fuller no se parece a nadie. Bueno sí, Sam Fuller sólo se parece a Sam Fuller.
El de Fuller es un cine que busca por todos los medios (y los medios cambian de filme en filme, aunque puedan advertirse motivos, correspondencias y rimas que pudieran dibujar algo así como un estilo, o quizá más bien un arte), y bajo cualquier condición, conservar el fuego del impulso inicial que alumbró el germen de la película. Por eso, debemos creerle cuando declara que el trabajo de un director consiste en asegurarse de que la película acabada conserva lo que cautivó su interés al principio, aquello que lo conmovió, que le robó el corazón de cineasta. Fuller sólo le es fiel a ese sentimiento original, ése es su motor, el manantial de su inspiración, el detonante del instinto visual, su único y verdadero guión. Lo demás son historias.
Por más que reivindique el gancho (¡h-i-s-t-o-r-i-a!, enfatizará con un cigarro Montecristo del nº1 que no abandona jamás -aunque en los últimos años lo mantenga apagado las más de las veces- ante cualquiera que quisiera escucharle) y la escritura del guión y profese admiración a guionistas como Hecht, Mankiewicz o Wilder, la construcción dramática no era el fuerte de Fuller, por más que Wim Wenders, rendido admirador, proclame ante Felipe Vega y Fernando Trueba -lo entrevistaron mientras rodaba El estado de las cosas (1982), en la que Fuller interpretaba el papel de un director de fotografía- que "es un genio del guión, un genio del arte dramático".
Claro que le encantaba contar historias con fuerza y trazar argumentos de impacto, pero no era un tipo con la paciencia necesaria para escribir una y otra versión o para echar meses encerrado en una habitación escribiendo uno de esos guiones que son auténticas piezas de orfebrería dramatúrgica. Fuller era demasiado incandescente como para eso. Demasiado rápido. Era un torrente de ideas tal (él sí, como quizá no haya habido otro) que no tenía tiempo para darles una forma acabada (que tantas veces es la forma de darles muerte, o sea, de asesinar aquel impulso primero que lo empujaba).
Quizá por eso fue uno de los grandes narradores orales de la historia del cine, un verdadero aedo, un auténtico bardo. Era de esa escuela de narradores natos que preferían contar antes que escribir la historia. Como debe ser. Por eso nadie resulta más envidiable que aquéllos que tuvieron la suerte de entrevistarlo, porque nunca encontraron un cineasta más asequible, con unas ganas inmensas de contar lo habido y por haber, lo que vivió, lo que rodó y lo que ya nunca podría rodar. Basta contemplar la entrevista que le hizo Richard Schickel, rodada a principios de los 90 con motivo de la restauración de Uno Rojo, división de choque (1980) o leer la que le hicieron a lo largo de tres meses Jean Narboni y Noël Simsolo, y que volcaron en Il etait une fois... Samuel Fuller, un libro de más de trescientas páginas prologado por Martin Scorsese y editado por Cahiers du cinéma en 1986. ¿Hace falta añadir que no se ha traducido aquí? Y por aquí me refiero a cualquiera de las lenguas peninsulares, aunque en el (estupendo) libro que le dedicó a Samuel Fuller la Cinemateca Portuguesa puede encontrarse un extracto de esa monumental entrevista. Y mira que se editan libros superfluos sobre cine, incluso divertidos como esa serie "monumental" titulada "¡Este rodaje es la guerra!", pero superfluos. ¿Y alguien se pregunta aún por qué los cinéfilos somos francófilos?
En realidad, Fuller escribe como filma, pero el instinto da los mejores frutos -frutos incomparables- con una idea en la cabeza y una cámara en la mano, o sea, cuando rueda y no cuando escribe. En ese sentido, es el cineasta menos literario que haya existido (como Rossellini, Rouch, Cassavetes, Godard y Kaurismäki). Digamos que escribe el guión para anotar y acotar la historia (siempre temas de primera plana, como le gustaba subrayar), para calentar motores, para que el impulso alcance la temperatura de fusión, la incandescencia necesaria para afilar la mirada antes de ajustar 'el ojo para el cine' a la 'cámara fácil':
La cámara debe ayudar a que nazca la música. Mejor aún, la cámara debe ser la música (...) La melodía eres tú, es la cámara. Eso es el arte, cuando la cámara capta no lo que está allí -eso lo puede hacer un niño de diez años-, sino lo que no está, le contó Fuller a Bernardo Betolucci en 1989. La cámara como instrumento musical que interpreta una melodía que eres tú, o sea, Fuller, que no está allí -en las imágenes- pero sí, claro que sí, en la mirada que las alumbra.
Por eso, en las historias de patacón que rodó Fuller, sin ir más lejos ese delirio maravilloso y fascinante titulado Forty Guns (1957), que en manos de otro director se convertiría en una película de serie Z, y en sus peores filmes es posible encontrar momentos memorables que justifican de sobra su existencia.
Aunque Yuma (Run of the Arrow, 1957) no fuera la buena película que es, valdría la pena pagar la entrada por ese arranque que Luc Moullet ha descrito estupendamente en un artículo fundamental sobre el cine de Fuller publicado en Cahiers du cinéma en marzo de 1959:
"La camara se desliza a la derecha, más abajo de un campo de maíz de admirables tonalidades amarillo oscuro, cubierto de cadáveres con uniformes sucios y sombríos, acurrucados en las posturas más curiosas, luego vuelve a subir para encuadrar a Mecker, dormido sobre su montura, en lamentable estado. Sobre un fondo de humo negro muy denso, se destaca Steiger, igualmente mugriento, pero vestido de campesino. Dispara sobre Mecker, va a registrar a su víctima, descubre algo de comida en sus bolsillos, se instala sobre el cuerpo para comer un bocado; al darse cuenta de que también hay pan, lo toma; enciende un cigarro. Mecker comienza a gemir con estertores de muerte, por lo que, incomodado, Steiger se aleja un poco. Primer plano de Steiger que mastica y fuma. Entonces, en enormes letras rojas, sobre su frente aparece el título de la película [Run of the Arrow]".
Cine de fulguraciones, sus películas se nutren de imágenes de gran fuerza sensitiva que devienen una muestra inapelable del poder de una cámara: como esa mujer de la Resistencia, encarnada por la chabroliana Stéphane Audran, que se finge loca y se traslada bailando de una estancia a otra del manicomio mientras va degollando soldados nazis con una navaja barbera en Uno Rojo, división de choque. Resulta inevitable entonces echar mano de la metáfora que uno tiene en la recámara y dispararla sin rodeos: Samuel Fuller escribe con la cámara.
En un tipo visceral, excesivo y torrencial como él las coordenadas biográficas representan una reveladora cartografía de las emociones que plasma en sus películas. Samuel Fuller nació en Worcester, a 80 kms de Boston, el 12 de agosto de 1912 y en su pueblo se convirtió en le chico de los periódicos. Pero el veneno del periodismo se lo inoculó en Nueva York cuando tenía once años. Su padre había muerto y la madre se trasladó allí con sus hijos. Sam Fuller nunca dejó de agradecerle a su madre este cambio de domicilio.
Encontró trabajo en Park Row, la cuna del periodismo a la que dedicaría una película del mismo título, una vez más como chico de los periódicos. Un año y medio después empezó a trabajar como copy boy -llevaba los artículos desde la mesa del redactor hasta la mesa de copias (Copy! Boy!)- en el The New York Journal, propiedad de Hearst. Un mundo cuyos orígenes plasmará en Park Row (1952), una película en la que invirtió 200.000 dólares, fue un fracaso y los perdió. A los diecisiete años trabajaba en el New York Evening Graphic, ya escribía crónicas de sucesos, una actividad que alternaría con la de caricaturista político. En el Graphic trabajarían también John Huston como cronista, Jerry Wald en la sección de radio y Norman Krasna como crítico teatral. Durante la Depresión, Fuller recorrió el país de punta a punta trabajando en distintos periódicos como cronista de sucesos y caricaturista, y reportero de muelles en el San Diego Sun, pongamos por caso.
Se movía como pez en el agua en los bajos fondos -sabía lo que mostraba en Underworld USA (1960) y en el trailer de la película aparecía el propio Fuller explicando el minucioso proceso de documentación que había tras la película-, presenció ejecuciones, descubrió cadáveres, escribió sobre crímenes domésticos y linchamientos racistas -el racismo está presente en toda su filmografía.
En el cine de Fuller salta a la vista el gesto de cronista que abre sus películas con el equivalente a un titular de impacto: una escena como un puñetazo que además cifra las claves que van a desarrollarse en el film, o sea, una apertura inolvidable. Una de esas escenas típicamente fullerianas la encontramos al comienzo de Una luz en el hampa (The naked kiss, 1964), un prólogo incomparable:
Kelly, una prostituta encarnada por la fordiana Constance Towers (Misión de audaces y El sargento negro), le administra una paliza al chulo que la ha querido engañar, así, a palo seco, sin "abre de negro" ni nada; por si fuera poco, la escena monta, mediante perfectos raccords de movimiento, planos subjetivos en los que la cámara -en mano- adopta sucesivamente el punto de vista del tipo que recibe los golpes furiosos de Kelly y el punto de vista de ella machacando al chulo; golpe-impacto-golpe-impacto; o sea, somos nosotros, espectadores desavisados, quienes ora golpeamos ora recibimos una somanta nada más empezar la película, para abrir boca; es tal la violencia que el chulo manotea para defenderse y a Kelly se le cae la peluca... y descubrimos que tiene la cabeza rapada, por si fuera poco; cuando la mujer considera que el chulo recibió lo suyo, recupera el dinero -que el tipo le quería sisar-, vuelve a ponerse la peluca y sobre su rostro en primer plano empiezan a pasar los créditos. Y cuando terminan, descubrimos que es el 4 de julio, el día de la independencia... de Kelly. Toda una apertura Fuller. Puro estilo pulp.
La literatura pulp fue el siguiente paso en la carrera de Fuller y no tardó en convertirse en un ghost writer de Hollywood entre 1937 y 1942, pero también en argumentista y guionista acreditado en películas de serie B, por ejemplo en Gangs of New York (1938) de James Cruze para la Republic. Cuando fue movilizado en 1942 había dejado escrita una novela, The Dark Page, que su madre vendió a una editorial sin que Fuller lo supiera y, cuando se editó, Howard Hawks compró los derechos para una adaptación cinematográfica. El proyecto no salió adelante pero Fuller firmó un contrato de 15.000 dólares por los derechos del libro, bueno, en realidad quien firmó el contrato fue un oficial de la Big Red One en la que estaba destinado, porque un simple soldado como Fuller no podía firmar ningún contrato lucrativo.
Con la Big Red One ( la de Uno Rojo, división de choque) estuvo en los desembarcos de África del Norte, Silicia y Normandía. Fuller estuvo en aquel moridero en que se convirtió Omaha Beach y la escena que le dedica en Uno Rojo vale por todas las películas que se hayan hecho sobre el día D -incluida Salvar al soldado Ryan-, él podría decir, parafraseando a Coppola -y aun con más razón (y razones)-, esa escena no es sobre Omaha Beach, esa escena es Omaha Beach. Su madre le mandó al frente una cámara de 16 mm y con ella filmó la entrada en el campo de concentración de Falkenau el 9 de mayo de 1945, un documento excepcional para la memoria del Holocausto.
Fuller destiló la experiencia de la guerra en toda su filmografía, no sólo en las películas bélicas, sino en la representación extrema de la vida, allí donde la acción se anuda con la violencia irremediable. Pero si a sus filmes de guerra nos referimos, sin entrar aún en Uno Rojo, bastará anotar aquí el comentario revelador que Invasión en Birmania (1962) -aun con la coda marcial y patriótica impuesta por el productor- le inspiró al general Patton: "Es formidable, pero no le dará a nadie ganas de alistarse en el ejército".
Durante décadas, los críticos le han dedicado con profusión -y efusión- tres adjetivos: fascista, racista y belicista. Sobre el aquel fascista valga lo que comentamos a propósito de Manos peligrosas a principios de julio; sobre el aquel de racista, bastaría con ver su película Perro blanco (1981); sobre el aquel de belicista, valga el lúcido comentario de Patton, pero por si no bastara hablaremos de Uno Rojo. A su tiempo.
Sam Fuller volvió de la guerra decidido a hacer cine, su cine, y buscó refugio allí donde podía disponer de suficientes márgenes de libertad, la serie B. En 1949 rueda su primera película, Balas vengadoras escribió el guión por 5.000 dólares y la dirigió gratis-, un western inclasificable, que acaba con Robert Ford -encarnado por John Ireland-, el asesino de Jesse James, agonizando en brazos de su amada, y antes de morir quiere decirle algo al oído, y le susurra: "Me duele haber matado a Jesse. Le amaba". ¡En 1949, en Hollywood!
En 1957 rueda en ¡diez días! Forty Guns, su undécima película, quiza una de las tres más deslumbrantes de su filmografía, con Manos peligrosas y Un lugar en el hampa. Si hubiera que definirla en una palabra, diríamos "arrebato", si nos dejaran dos diríamos "mirada arrebatada". Forty Guns es quizá una de las películas que transmite, como ninguna de las de Fuller y como muy pocas en la historia, el sentimiento de estar haciendo cine por primera vez en el mundo. En palabras de Serge Daney, como si nadie hubiera filmado antes que él.
(¿Hace falta decirlo? Continuará.)
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