30/7/09

Pasajes

Creo que nada define la potencia de un texto crítico como los pasajes que permite transitar, hacia el interior del propio texto y hacia otros textos. La vida de un texto germina en la red neuronal y umbilical que componen sus pasajes, que fluyen en su caudal hermenéutico. Los pasajes alimentan el sistema circulatorio del texto pero también lo anudan con otras esferas del sentido. En la telaraña de los pasajes, la crítica deviene un arte de amar. No es de extrañar que la obra en la que trabajaba Walter Benjamin, quizá el crítico por excelencia del siglo XX, cuando emprendió el último viaje, fuera precisamente El libro de los pasajes. Tampoco que los ensayos de Milan Kundera acaben componiendo un palimpsesto cartográfico donde se trazan sucesivos pasajes en estratos que definen el espesor textual de una obra, o mejor, la urdimbre de la obra en la historia del arte.


Leos Janácek

Cómo vamos a sorprendernos entonces si Kundera nos lleva por un pasaje inusitado desde el diálogo de un cuento de Hemingway hasta Janácek, "un hombrecito bigotudo, con una espesa cabellera blanca, se pasea, con un cuadernillo abierto en la mano y escribe en notas musicales las conversaciones que oye en la calle. Era su pasión: llevar la palabra viva a la notación musical; dejó centenares de esas entonaciones del lenguaje hablado". Hemingway y Janácek desposados en el aquel de registrar el habla por la gracia de un pasaje secreto que transitamos de la mano de Kundera -ya sabéis que hablo de Los testamentos traicionados que comenté aquí.


Kafka y Ottla,
su hermana más querida

Pues bien, en ese mismo libro inagotable refiere Kundera que Kafka insistía en que sus libros fueran impresos en tipos de letra muy grandes y añade: "el deseo de Kafka estaba justificado, era lógico, serio, relacionado con su estética, o, más concretamente, con su manera de articular la prosa". Kafka escribía con párrafos muy largos, con muy pocos puntos y aparte -basta recorrer con la vista La condena o El topo gigante-, así que, con tipos de letra pequeños, el ojo viaja por un texto en el que no encuentra un lugar en el que descansar... y "se pierde". Kundera concluye: "Semejante texto para ser leído con placer (o sea sin fatiga ocular), exige letras relativamente grandes que faciliten la lectura y permitan detenerse en cualquier momento para saborear la belleza de las frases". O sea, la pretensión de Kafka no era un capricho de artista, simplemente reclamaba la puesta en página que el texto exigía. Que exige, porque, como tantas veces ha citado Andrés Trapiello, ya señalaba Juan Ramón Jiménez que "en diferente tipografía, los libros dicen cosa distinta".

Y mientras leía acerca de los requerimientos tipográficos de Kafka se abrió un pasaje hacia tristes cavilaciones en que más de una vez he enredado a mis prójimos o en la que nos hemos enredado mis prójimos y yo, y que tienen que ver no ya con la puesta en página sino con la puesta en pantalla. Efectivamente, estoy hablando otra vez de cine. Del cine.



No hace mucho un amigo me contaba que su hijo adolescente le había espetado: "Qué antiguo eres papá, aún vas al cine". Hace un par de años un joven cineasta se asombraba cuando le contaba que en los setenta era posible ver, pongamos por caso en Vigo, una película de Buñuel -El discreto encanto de la burguesía(1972)-, de Bergman -Gritos y susurros (1972)-, o de Fellini -Amarcord (1973)- en una sala de cine normal y corriente, en correctas proyecciones, eso sí, la mayoría de las veces amputadas, es decir, dobladas. Las películas se proyectaban en la pantalla y en el formato para los que habían sido creadas. No eran grandes éxitos de público pero conseguían una audiencia estimable. El cine de autor convivía con las películas más comerciales en las carteleras de las ciudades, aun de las pequeñas.



Ahora resulta imposible ver las películas de Aki Kaurismäki, Alexander Sokurov, Nobuhiro Suwa, Pedro Costa, Jean-Luc Godard, Eric Rohmer, Terence Malick, Abbas Kiarostami, Philippe Garrel o Hirokazu Kore-eda, si no es en contadas capitales, en filmotecas o en dvd. La contemplación de las películas más valiosas desde la perspectiva del arte cinematográfico, con pocas excepciones -las películas de Clint Eastwood, gracias a los dioses lares del cine-, en pantalla grande -y no digamos ya en versión original- representa hoy día una extravagancia. Que la visibilidad de gran parte de las mejores películas que se producen hoy día en el mundo sólo sea factible ya en filmotecas o festivales, constituye un síntoma inequívoco de lo que Pepe Coira llama la museización del cine, y de la pérdida definitiva del aura popular que envolvía el hecho cineamtográfico hasta la década de los setenta del siglo pasado. (Y eso en el mejor de los casos, es decir, cuando festivales y filmotecas cumplen con uno de los requisitos esenciales: una perfecta proyección. Un día de estos escribiré a propósito de algunos delitos flagrantes -y recientes- en este campo minado de los festivales y de la proyección cinematográfica.) Cabe añadir que cada vez con más frecuencia los cineastas encuentran en los museos la acogida y la posibilidad de encuentro con los espectadores que las salas de cine ya no les brindan, es el caso, entre otros, de Abbas Kiarostami, Víctor Erice, Chris Marker o Pedro Costa; cuando no son los propios museos quienes se convierten en productores y/o patrocinadores de las obras de cineastas como Hou Hsiao-hsien, por ejemplo; en definitiva, la museización del cine deja de ser una metáfora para convertirse en una descripción ajustada del estado de las cosas en los que a la exhibición cinematográfica se refiere. La alternativa a esa museización representa una amputación -vía versión doblada o vía formato doméstico. Cine museizado o cine lisiado: he ahí los ejes cartesianos de la experiencia de un espectador de hoy.

Fotograma de Un perro andaluz

Conviene apuntar que por muy buena que sea la edición en dvd de un filme la experiencia estética resulta menoscabada sin remedio, basten algunos ejemplos: no es lo mismo contemplar en pantalla grande cómo Luis Buñuel saja un ojo con una navaja barbera en El perro andaluz, o la escena en la galería de los espejos al final de La dama de Shanghai de Orson Welles, o el milagro de la luz mientras transcurren los créditos iniciales de El sur de Víctor Erice, que verlas en la pantalla de la televisión. Como señala Adrian Martin, los elementos estéticos de un filme, que apreciamos en pantalla grande -y que producen su efecto de sentido-, quedan reducidos a mera información en una pantalla doméstica. El cine -qué bien lo explicó André Bazin- representa una erótica de la mirada, ésa es una de la experiencias fundacionales que dejan una huella imborrable en la memoria del espectador. Quizá esa experiencia sea ya irrecuperable o irrepetible pero, al menos, seamos conscientes de la pérdida irreparable que representa. Aunque, quizá también, eso a casi nadie importa ya. En fin, pasajes.

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