De vuelta en (esta) casa. Llueve a mares, hace calor y el aire sabe a sal. Insomnio. Quizá porque aún no me he despojado de los hilos del tiempo perdido que me anudaron en Tui a la telaraña de la memoria, como quien visita un desván o un sótano, donde albergamos la inocencia perdida o donde yacen cadáveres ni siquiera exquisitos. O una escalera por donde transita un fantasma en el que ya no reconocemos aquél que fuimos o que dicen que fuimos o que somos quienes fuimos. El pasado es un espejo cuya imagen nos resulta ilegible. Y un par de dedos de Glenkichie -esta noche el amigo Diomedes Díaz no ha dado señales de vida- apenas si ayudan a tomárnoslo con humor, o sea, a trasformar esa ilegibilidad en un presente movedizo, ambiguo, melancólico; como quien presiente tras el espeso telón de lluvia un océano de belleza suavemente inhumana, un mundo atlántico antes o después del paso de los hombres, cuando no estábamos o cuando no estemos aquí.
Así que he entretenido las horas leyendo Los testamentos traicionados, un libro de Milan Kundera que llevaba quizá cinco años en un anaquel, quizá esperando una noche como ésta. Estas dos semanas que pasé en Tui hojeé algunos libros de hace más de veinte años, cuando todavía anotaba en la página del título cuándo y dónde había comprado el libro. Desde veinte años para acá sólo recuerdo esos datos si vinculo el libro con algún hecho o con alguna persona. De Los testamentos traicionados recuerdo que Raúl Dans me avisó de que acabada de aparecer la edición en bolsillo (en la colección Fábula, de Tusquets) en 2003, cuando escribíamos una serie de veterinarios en una Galicia pongamos que de Cunqueiro. No sé si él habrá leído el libro de Kundera o si también estará aguardando una fecha propicia, como esta noche lo está siendo para mí.
Supongo que todos habréis vivido un sentimiento parecido: que un libro fue escrito para el momento que finalmente cobró vida en vuestras manos, que os hablaba a cada uno de vosotros y a nadie más, que en realidad no lo leíais, sino que os leía. Pues bien, así me ha sucedido esta noche con Los testamentos traicionados de Milan Kundera. Quizá porque existe una correspondencia entre mi estado de ánimo y las reflexiones que se destilan en el libro, quizá porque mi estado de ánimo sea el resultado de algunas cavilaciones que me ocuparon estas últimas semanas, con una longitud de onda similar o con alguna proximidad tonal. Entiéndase, ni por asomo mis torpes elucubraciones ensimismadas alcanzan siquiera un ápice de la capacidad esclarecedora de Kundera, tan sólo que encontraron en sus páginas una habitación limpia y bien iluminada tras un camino fatigoso.
¿Y de qué trata Los testamentos traicionados? Pues como El arte de la novela y El telón -que ya comenté aquí- de la novela. O mejor, de la invención de la novela y de su destino en el siglo XX. Ahora bien, no me atrevería a definir el libro de Milan Kundera como un ensayo, sino como una novela sobre las peripecias del arte de novelar desde Rabelais y Cervantes hasta Kafka o Broch, y de paso un viaje al corazón de la obra de Kundera. Pero aún así faltaría uno de los hilos fundamentales de la telaraña que trama el autor checo: las afinidades electivas entre la novela y la música del siglo XX. Sobra decir que leyendo a Kundera uno se arrepiente de tantas horas desatentas en tantas clases de música cuando uno estudió Magisterio en Pontevedra, cuánto me hubieran aprovechado ahora en algunos tramos de Los testamentos traicionados.
He leído ciento ochenta páginas, el libro tiene trescientas. Una lectura fascinante que atraviesa la invención del humor, el corazón de la novela moderna, ésa que llevó a Cioran a definir a la sociedad europea como la "sociedad de la novela" y a hablar de los europeos como "hijos de la novela"; el proceso de registro del mundo real en el que Kafka abrió una brecha en el muro de lo verosímil para dar rienda suelta a la fantasía y a las ensoñaciones lúdicas, quizá nadie como Kundera (o sólo Canetti, además) supo leer (y traducir) tan bien a Kafka; y los caminos en la niebla que se abren ante nosotros, donde se pierden los pasos de artistas de la novela, los pasos perdidos de una novela huérfana de la historia de una exploración del mito y de la psicología humana, de una historia huérfana de dioses, es decir, de una novela que traiciona los testamento de los que se aventuraron -Sterne, Flaubert, Tolstoi, Faulkner, Celine- en el corazón de las tinieblas del mundo en que vivimos.
Y Hemingway, al que Kundera dedica uno de los más extraordinarios capítulos de Los testamentos traicionados, el titulado "En busca del presente perdido". A partir del diálogo de Colinas como elefantes blancos -seis páginas en la edición de los Cuentos de Hemingway en Debolsillo- nos lleva hasta la encrucijada de la operación estética que representa y determina los parámetros de su extrema dificultad con precisión: "Aunque el cuento es extremadamente abstracto al describir una situación casi arquetípica [en algún lugar cercano al Ebro, un norteamericano y una chica esperan un tren en una estación, no sabemos nada de ellos salvo que ella va a someterse a un aborto, aunque ni siquiera se meciona], es al mismo tiempo extremadamente concreto al intentar captar la superficie visual y acústica de la situación, en particular del diálogo". Pues bien, en captar la superficie acústica y visual de una situación se cifra uno de los logros literarios de Hemingway. Un logro aún más decisivo cuando, como advierte Kundera, nos hemos resignado a la pérdida de lo concreto del tiempo presente. "Porque el presente, lo concreto del presente, como fenómeno que ha de examinarse, como estructura, es para nosotros un planeta desconocido; no sabemos, pues, ni retenerlo en nuestra memoria ni reconstruirlo mediante la imaginación. Nos morimos sin saber lo que hemos vivido".
La escritura, en ese sentido, constituye una resistencia a la pérdida de la realidad huidiza del presente. Un combate por la conservación y restauración de lo vivido. Por la recuperación del rostro de lo real. Kundera habla de la novela, claro. Yo hablo también del cine, aquél que Serge Daney definía como el arte del presente.
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