5/7/09

Un ojo para el cine

Samuel Fuller

Una película es como un campo de batalla. Tiene amor, odio, acción, violencia y muerte. En una palabra, emociones: una lección de cine de Samuel Fuller en Pierrot le fou (1965), una película -emblemática- de Jean-Luc Godard que tanto cine aprendió de Fuller. Desde À bout de souffle (1959) hasta Week End (1967), y aun después, el cine de Godard se incribe en la estela del magisterio de Fuller aunque Fritz Lang y Nicholas Ray hayan contribuido con sendas cátedras. Pero vamos demasiado deprisa, tanto que casi estamos empezando por el final, pero ya puestos empecemos por el final: este fin de semana le dedicamos un pequeño ciclo al cine de Samuel Fuller. Por muchas razones, entre ellas algunas entradas recientes, por ejemplo la que dediqué a Jean Vigo o los recuerdos que afloraron a propósito del cine negro.


Creo que la primera película de Samuel Fuller que vi fue Invasión en Birmania, a mediados de los sesenta en el cine Yut, y tratándose de una película bélica -uno de los géneros fullerianos por excelencia, con el cine negro y el western- se me quedó grabada, mira por donde, una escena de reposo, o mejor, de infinita fatiga: después de una batalla feroz, un soldado cae exhausto junto a un río, se quita el casco y lo deja sobre la hierba, se desprende de la munición y la deja en el casco, y finalmente coloca el arma sobre el ordenado montón de efectos bélicos, luego se sumerge en el agua. El efecto de contraste en semejante situación, esa contigüidad de la disciplina y el abandono, la sensación de agotamiento que desprendía representó algo completamente nuevo para mí, por primera vez alguien me contaba que la guerra era un trabajo duro y extenuante. Pasaron casi veinte años hasta que en un libro de V. F. Perkins, El lenguaje del cine, encontré esa escena de imborrable memoria como ejemplo del estilo de Fuller que el autor denominaba "equilibrio contradictorio", esa forma de organizar la acción mostrando el conflicto sin resolverlo, es decir, poniendo en escena el conflicto como expresión de la condición humana.


Por esas mismas fechas tuve la oportunidad de ver la primera película de Fuller que me fascinó, a esas alturas ya con cierto conocimeinto de causa, Underworld USA (Bajos fondos, 1960): la consumación de la venganza en la piscina, la muerte bajo la lluvia, el círculo del destino -la huella de Lang, el cineasta que más hondamente marcó a Fuller- y la desesperación. Después pude ver Pickup on South Street (1953) que aquí se llamó Manos peligrosas, una de mis favoritas, quizá su mejor película, o su película más perfecta, aunque lo de 'perfecto' es algo casi contradictorio con el aquel de Fuller.


Noche. Un tren con la ventanas iluminadas cruza en diagonal la pantalla como fotogramas atravesados por la luz de un proyector. En un vagón atestado del metro de Nueva York, dos hombres observan a una mujer de blanco (Jean Peters). Nosotros también. Un hombre (Richard Widmark) se acerca en dirección a la mujer y se queda junto a ella, muy cerca. Nosotros también. Alarma en los dos hombres que la observan. Primeros planos y planos detalle. Rostros: ella, él, ella, él. Mano, bolso, dedos, exploración. Una escena de robo con artes de carterista rodada con un estilo candente que desprende un tenso y abrasivo erotismo. Aprovechando una parada, el hombre se escabulle fuera del vagón con el botín. Desconcierto en los hombres que espiaban a la mujer. "¿Qué está pasando?", dice uno. "No estoy seguro", contesta el otro. Justo lo que pensamos nosotros: una película que no sólo nos ve, sino que nos escucha.

Candy (Jean Peters) y Skyp (Richard Widmark)
en un fotograma de
Manos peligrosas

Ahí, en esta escena de apertura de Manos peligrosas se contiene toda la película y, cabe añadir, todo el cine de Fuller. Una escena que nos desorienta, o mejor, que nos descentra -el efecto de descentrado puede rastrearse en la trama, en la composición y en la planificación de las escenas -, no sólo en el nivel de la historia -una ficción que nos lanza en tres direcciones distintas- sino también en cuanto a las motivaciones de los personajes -un dechado de ambigüedad- y en el plano de la expresión -abrupta, intensa e instintiva-, por eso no es de extrañar que Adrian Martin haya visto en ella el "emblema de una acción narrativa poética y delicada en el cine", de un cine de fricción, de "relaciones que están sujetas a una constante metamorfosis, intercambio, vibración". El cine de un poeta áspero y apasionado, sin ilusiones pero también sin cinismo, desgarrado y romántico incorregible, tierno y violento, anarquista y visionario. En dos palabras: Sam Fuller.

Skyp (Richard Widmark) y Candy (Jean Peters)
en un fotograma de
Manos peligrosas

Skip ,un carterista solitario; Candy, una chica imprudente; Moe, una soplona -una maravillosa Thelma Ritter-; unos policías estúpidos y brutales, y unos comunistas que se comportan como mafiosos. Unos personajes sin clase, nada simpáticos, y aun menos ejemplares, en un universo sórdido, vertebrado por un patriotismo y una moralidad en los años del maccarthysmo de pareja podredumbre. Una caseta desvencijada en el Hudson, un piso deprimente en South Street, una sucia comisaría, un grasiento restaurante chino en el Bowery. Estamos en territorio fulleriano. La visión del mundo que despliega el cineasta no es como para hacerse ilusiones: los delincuentes de medio pelo no son buenos, pero la policía es aún peor; a Skip no le gustan lo comunistas, pero aún menos que le pasen la bandera por la cara; y el único gesto de grandeza que nos muestra la película se lo debemos a la soplona, la misma que había vendido a Skip por cincuenta dólares. Puro Fuller.



Como la cámara que se mueve impelida por la emoción del movimiento que se nutre del impulso interno de los personajes, que muestra pero no explica ni motiva; como ese travelling urgente acompañando a Candy hacia la cabina telefónica para avisar a su cómplice que le robaron en el metro, una tensión que respira en las angulaciones de la cámara que, mediante la dolly, atrapa su palpitación, una escena que incrementa su angustia cuando advierte que lo que le robaron era más importante de lo que imaginaba, subrayada por el travelling semircular en contrapicado mientras sale de la cabina y se aleja entre los dos policías que la siguen; como la cámara que se adhiere a los rostros de Skip y Candy como una segunda piel que transparenta la pulsión del deseo y la tortura de la carne dolorida. En el mundo de Fuller no hay lugar para el distanciamiento y la reflexión, por eso desgarra la faz de lo real con el gesto gráfico de la la cámara y asedia los cuerpos hasta arañarlos. Alguna vez escribí que nadie usó la dolly como Lang, desde luego Fuller le pisó los talones. El drama no emerge de una situación sino de las tripas de los personajes y los movimientos de cámara non son más que la emanación de la tensión interna que los empuja con el aquel de lo irremediable. Lo irremediable es el sino de los héroes fullerianos. Por eso la muerte espera a la vuelta de cada plano.

Moe (Thelma Ritter)
en un fotograma de
Manos peligrosas

Como en la escena de Moe recostada en la cama cuando presiente que le llegó la hora, ese travelling lento y sostenido con la cadencia de una despedida, desde "soy como un reloj al que se le está acabando la cuerda" hasta el primer plano cuando dice "tengo que ganarme la vida para poder morir"; ella, que vendía corbatas y ejercía de soplona para poderse pagar una sepultura decente porque "si me enterraran en una fosa común, me moriría". Y, mientras Moe espera el final, la cámara hace una panorámica a la izquierda mientras el disco llega a su término y escuchamos el disparo. El círculo del destino. La huella inexorable de Lang.

Candy (Jean Peters) y Skyp (Richard Widmark)
en un fotograma de
Manos peligrosas

A Fuller se le ve la mano detrás de cada línea de diálogo, de cada movimiento de cámara, de cada escenario, de cada desplazamiento, de cada lento encadenado, donde una imagen se disuelve en la siguiente con la cualidad de un fantasma que se desvanece. Y detrás de cada gesto, como el de ese tipo gordo que come chop-suey con palillos, los mismos palillos con los que atrapa los billetes que le va soltando Candy para que le revele el paradero de Skip, antes de llevárselos de nuevo a la boca. El tratamiento del espacio convierte un lugar -una localización- en el paisaje interior de los personajes, como esa casa del río donde vive Skip, que tanto recuerda al universo de la gabarra de L'Atalante, con las cervezas enfriándose en el agua y esos tablones que la unen al muelle y delatan a quien llega, un mundo inestable, fronterizo, barroco y a la vez desnudo, denso y húmedo, que conjuga intemperie y claustrofobia, así como la dulzura y la rabia, el amor y la furia, el lirismo y la desesperación que desprenden las escenas que allí viven Skip y Candy, como la que acontece bajo la casa, junto a la piel del agua, donde confinan la caricia y la cólera.

Candy (Jean Peters) y Skip (Richard Widmark)
en un fotograma de Manos peligrosas

Un mundo de sombras espesas magníficamente iluminadas por Joe MacDonald, quien tres años antes había dado vida a una atmósfera asfixiante en Pánico en las calles de Elia Kazan, la primera película en la que vi, de niño, a Richard Widmark y Jack Palance, un filme de epidemia y paranoia, una metáfora de la época en que se hizo, los años de la caza de brujas.

El estilo de Fuller emerge desde la contigüidad de elementos contradictorios que constituyen el corazón de la escena, sacrificando el realismo a la significación interna que debe inspirar la planificación o la composición de un plano, de tal forma que la fuerza que moviliza la puesta en escena es la mostración del conflicto interno que nace de la necesidad irrenunciable de los personajes. La violencia nutre el gesto fílmico de Fuller, pero una violencia que es puesta en cuestión por las propias películas, dicho de otra forma, el cineasta no se adhiere a la violencia sino al delirio -a la paranoia- que les impulsa en su búsqueda de la identidad o de una revelación o una salida casi siempre imposible. "Deja de usar las manos y usa la cabeza. Esa chica te quiere", le dice Moe a Skip en la última escena juntos, una despedida y al tiempo un testamento, quizá la iluminación de una redención que lo salve del círculo del destino, siquiera por una vez.


Moe (Thelma Ritter) y Skip (Richard Widmark)
en un fotograma de
Manos peligrosas

Fueron cineastas como Jean-Luc Godard, Luc Mollet y Martin Scorsese quienes primero supieron ver el cine que debía ser visto en cada fotograma filmado por Sam Fuller . Y un crítico como Manny Farber que escribió en 1969: "La manera más sencilla de describir su mejor película, Pickup on South Street, es hablar de su ojo para el cine". Hubo quien hablo de la cámara fácil de Fuller. En todo caso, queda aún mucho que escribir sobre lo mucho que hay que ver en las películas que nacieron del encuentro entre una cámara fácil y un ojo para el cine. Y veremos. Y escribiremos.

Samuel Fuller

1 comentario:

  1. Ya me gustaría poder disfrutar del ciclo de Samuel Fuller. Como siempre es un gusto poder asomarme a este espacio y ver como desmenuzas cada fotograma,dan ganas de volver a ver cada película.
    Esperando el cine de verano.
    Un saludo

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