Tan lentas que a uno le cuesta volver a la disciplina de la escritura, arrancarse de las páginas de los libros, despegarse de las imágenes de las películas y distanciarse de las conversaciones devanadas en sobremesas demoradas o a lo largo de kilómetros carretera adelante o en medio de los arrecifes del Con de Agosto con los pies entre las algas o sobre las estrías de los moluscos adheridos a las rocas.
Tan lentas que resulta casi voluptuoso que Ángeles me lea el raudo viaje del señor Pickwick y sus amigos a bordo del Telégrafo de Muggleton camino de Dingley Dell, más aún tratándose de una página en diligencia en lo más crudo del invierno que uno escucha en los días rayanos de agosto. Una de las razones por las que me gusta tanto regalarle novelas del XIX es porque me interrumpe lo que leo o escribo para leerme fragmentos o páginas enteras de Jane Austen, Thomas Hardy y, sobre todo, de Charles Dickens. Estos días de julio me regaló el oído con muchos fragmentos de Los papeles póstumos del Club Pickwick.
Ilustración de Robert Seymour y Phiz para la edición original de
Los papeles póstumos del club Picwick de Charles Dickens
Los papeles póstumos del club Picwick de Charles Dickens
A menudo por la noche, la risa de Ángeles anuncia de forma inequívoca que me va a leer algo, por ejemplo las sentencias de Samuel Weller, el criado del señor Pickwick. Como éstas:
-Bueno, ya no sirve hablar de eso -dijo Sam-; ya pasó, ya no se puede remediar, y eso es un consuelo, como dicen siempre en Turquía cuando se equivocan de hombre al cortarle la cabeza.
Primero el negocio y luego el placer, como dijo el rey Ricardo III cuando apuñaló al otro rey en la torre, antes de estrangular a los niños.
Ahora ya está todo bien en su sitio y a gusto, como dijo aquel padre que le cortó la cabeza al chico para curarle la bizquera.
Y es una pena porque cuando acabe con el Pickwick ya no tendré ningún otro Dickens que regalarle. Y sin Dickens quizá pierda la risa de Ángeles en medio de la noche. Y serán menos lentas las horas lentas.
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