28/12/09
Hondo oficio de inocencia
Pocas historias afiebraron estas noches, cuando era niño, como la matanza de los inocentes y la huida a Egipto. Esa historia tiene todo lo que un thriller necesita para agarrarnos por el cuello y aflojar sólo en el último segundo: el horror y el suspense, la amenaza y la urgencia, la angustia y el alivio. Les pedía a mis padres que me contaran una y otra vez aquella masacre, pero me bastaba yo solo por la noche para imaginar a José llevando de las riendas al burro -los gallegos preferimos el burro a la mula, el burro trazó los viejos caminos de este país- en el que viajaba María con el niño recién nacido en brazos, alejándose del los gritos de los inocentes despedazados por orden de Herodes: qué miedo, ese burro que no podía ir deprisa, qué placer.
Conté aquí cuánto me había impresionado a mis diez años El evangelio según san Mateo, la primera película de Pasolini que vi: aquella matanza de los inocentes me sobrecogió, no sabía muy bien por qué, hasta que la volví a ver mucho más tarde, porque el cineasta la había filmado como si se tratara de un reportaje de guerra, como si estuviera allí, apremiado por la urgencia de lo que acontecía ante sus (nuestros) ojos, con el nervio y el temblor de un enviado especial al corazón del horror veinte siglos atrás. De pronto, aquello que había imaginado tantas noches hasta arder de espanto cobraba vida en blanco y negro, como si gritaran desde las páginas de los periódicos.
La matanza de los inocentes me asaltaba cada 28 de diciembre hasta que leí la primera historia del cine. Entonces descubrí que tal día como aquél, en París -dónde si no-, en el nº 14 del bulevar de los Capuchinos, en el Salón Indio -del sótano- del Grand Café, más o menos a la hora en que escribo esto, a eso de las seis de la tarde, poco más de treinta personas asistían a la primera proyección de cine -tal como la conocemos hoy- de la historia, pública y de pago. Fue en 1895, hace ciento catorce años. Se proyectaron diez películas y la sesión duró menos de quince minutos. Era la presentación en sociedad del Cinematógrafo Lumière. No pasó ni un mes cuando se abrió en Lyon, el 25 de enero de 1896, el primer cine del mundo.
Sinceramente, me importa muy poco discutir aquí si fue o no fue Louis Lumière el inventor del cine, incluso si realmente inventó algo o sólo lo aplicó. El propio Lumiere insistió en que su única idea creadora -alumbrada en una negra noche insomnio- había consistido en aplicar el principio de la excéntrica de Hornblower, que ya se aplicaba en las máquinas de coser, al avance intermitente de la película en el interior del cinematógrafo. Podéis imaginar cuánto me gusta que un elemento esencial del cine proceda de una herramienta de costureras. La excéntrica es una pieza que arrastra un bastidor provisto de dos uñas, las cuales se introducen en los orificios de la película -dos por fotograma en el aparato de los Lumière- y desplaza cada fotograma hasta llegar delante de la ventanilla de exposición, donde permanece el tiempo necesario para su impresión o proyección, porque sirve para rodar y para proyectar películas.
El cinematógrafo Lumière es un aparato reversible. Pero también servía para tirar copias de las películas. Es decir, se trataba de un aparato muy práctico. Lo único que necesitaba un operador -provisto del cinematógrafo Lumière- en cualquier lugar del mundo era obtener los productos químicos para el revelado, por lo demás gozaba de total autonomía. He ahí el verdadero invento de los Lumière: la sencillez y polivalencia del cinematógrafo.
Obviamente, no era un aparato perfecto. Sólo cargaba 17 m. de película. Como la velocidad de paso eran 16 fotogramas por segundo, tenemos aproximadamente cincuenta segundos de proyección. Esa era la longitud y duración de las vistas de los Lumiêre. Mucho se ha escrito a propósito de las vistas como el origen del cine documental por oposición al cine de ficción cuyo origen de atribuye a Georges Méliès, que también estaba presente en aquella primera proyección del Grand Café; o del germen narrativo que puede advertirse en algunas de esas vistas. Como si esas películas de los Lumière necesitaran un valor añadido, como si no fuera suficiente la calidad de las vistas mismas. Quizá porque las hemos visto, las más de las veces, mal proyectadas -en televisión, sin respetar su velocidad de paso, en malas copias-, pero si tenéis alguna vez la oportunidad de ver las vistas de los Lumière en copias obtenidas a partir de los originales, entonces resulta evidente por qué causaron tal fascinación aquellas vistas en aquellas primeras proyecciones. Aquellas primeras películas de los Lumière nos regalaban una mirada que conservaba una exaltada capacidad de evocación de la realidad que reproduce a través de eso que los pintores denominan efectos reales, en palabras de Jacques Aumont, la sensación evocada por una materia, una textura, una luz, una irisación, una transparencia. Al registro de esos efectos reales se entregaban los operadores de los Lumière.
Más de una vez nuestro hijo nos ha recordado las palabras de Jean Renoir a propósito de la belleza inefable de las vistas de los Lumière, de la perfección de sus películas. Decía Renoir que se sintió maravillado ante las vistas de los Lumière como cuando vio por primera vez las esculturas etruscas. Se trataba de obras donde la dificultad técnica exigía poner los cinco sentidos. Entregarse por completo a una herramienta y penetrarla hasta el alma. Se trataba de descubrir el corazón mismo de la materia. La primera película de los Lumière fue La salida de la fábrica. La rodaron más de una vez, al fin y al cabo se trataba de su fábrica de Lyon y de sus propios obreros. El hecho de repetir el rodaje no se debió a razones técnicas, es decir, se repitió porque no quedaba bien por otras razones. Efectivamente, por razones... llamémosles estéticas. Digámoslo así, fallaba la puesta en escena. Así que repitieron el rodaje hasta que lograron acompasar la salida de los obreros en los cincuenta segundos que dura la proyección. Y lo que es más importante para que el final de la película coincidiera con el cierre de la puerta. Es decir, la primera película de los Lumière cuidaba dos de los aspectos cardinales del cine de hoy mismo: extraen la puesta en escena que está presente en las cosas de lo real y ritualizan el tiempo. Dicho de otra forma, no importa si los Lumière inventaron el cine, lo que resulta decisivo es que el cine vuelve, sin remedio, al cine de los Lumière, a las vistas, cada vez que busca la luz para alumbrarse en los nuevos caminos del cinematógrafo, ése que Bresson iluminó con sus Notas.
Como tantas cosas, si hablamos del cine, también le debemos a Henri Langlois la recuperación de la obra (de las vistas) de los Lumière. En enero de 1966, Langlois organizó en la Cinemateca Francesa una primera retrospectiva de los Lumière que incluía doscientas vistas.
Godard pronunció el día de la apertura de la retrospectiva un discurso que podéis leer en la edición de textos del cineasta Jean-Luc Godard por Jean-Luc Godard (Barral Editores, 1971). Aquí os dejo un breve fragmento (interesado):
No creo equivocarme al imaginar que hace sesenta años los espectadores reunidos en el Grand Café eran tan numerosos como en esta sala. Nuestra ligera ventaja es que en este momento, a las diez y treinta y cinco de la noche, cerca de cuatrocientos millones de hermanos nuestros hacen lo mismo en el mundo entero. Ya sea a bordo de un avión, o frente a un receptor de televisión, en un cine-club o o en una sala de estreno, ¿qué hacen? Beben palabras y se sienten fascinados por un torrente de imágenes. En una palabra, como Alicia ante el espejo apreciado por Cocteau: están maravillados.
Y se lo debemos a los Lumière. El cine nos devuelve la inocencia de los niños que fuimos, unas veces, y nos consuela (y nos salva) de la irremediable pérdida de la inocencia otras. Estos días pasados, cuando trataba de recuperarme del jet-lag de la navidad leyendo Sete palabras de Suso de Toro, volvieron a mí, desde sus páginas, los versos de Claudio Rodríguez en que define la infancia como un hondo oficio de inocencia. Quizá ya sólo volvemos a a ser niños ante una pantalla, donde se proyectan las películas que vieron nuestra infancia. ¡Vaya un brindis de fin de año por los Lumière!
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Velaí máis outra estupenda lección de cine enfiada, desta volta, nun sutil conto de costureiras no natal. E que ben ilumina a difícil tesitura de adaptar a pulsión creativa as capacidades dos medios materiais.
ResponderEliminarSalvando a distancias (por exemplo, cargar as baterías por conseguir os produtos químicos), atopo un certo paralelismo entre as máquinas dos Lumiere e as pequenas cámaras de fotos dixitais que hoxe tanto abundan.
Saúdos e a seguir alimentando esa fertilidade creativa.
Me uno a este brindis virtual.
ResponderEliminar¡Feliz 2010!
Importante efeméride y qué bien traida. No sabía lo de que esa pieza venía de las costureras (la revolución industrial, el hecho que más ha cambiado el rostro físisco de este mundo, también comenzó con las costureras y sus "spinning jenny"; curioso).
ResponderEliminarMe encanta el final: qué cierto y qué importante es eso de que sólo podemos volver a ser niños ante una pantalla. Creo que si existe una magia en este mundo, es esa. Si algún día lo perdiese, creo que el cine dejaría de interesarme. Sabias palabras.