9/12/09
Baile de máscaras
Cuando estoy en esa etapa de un guión que podríamos denominar como de clausura -por lo de encierro-, no puedo ver ninguna película similar en tono o trama a la que tengo entre manos, así que por la noche, para desconectar, procuro elegir una película distante y distinta. Y para esas ocasiones echo mano de Max Ophüls, porque no puede haber películas más distintas y distantes que las suyas, diríase incluso que son películas de otro planeta. Si existiese un cielo de las películas, se lo merecerían las de Ophüls. Hace seis meses me descargué aquí con un arrebato a propósito de Lola Montes, la última película, el testamento de Max Ophüls. Hoy vimos Madame de... y es tan perfecta que resulta difícil decir algo coherente de ella, algo que no sea pura tautología, como ¡qué hermosa es! Por intentarlo que no quede.
Habría que empezar por la fecha, 1953. Es el año de Viaggio in Italia, el año de Un verano con Mónica. Rossellini y Bergman rodaban sendos filmes que amojonaban los caminos de la modernidad cinematográfica, filmes rodados fuera de los estudios, fuera de los cánones, filmes que convertían el apunte, la improvisación y lo inacabado en la forma movediza de la encrucijada de la ficción y el documento, y la libertad de tono como síntoma de la reinvención del cine. 1953 también es el año de Madame de..., una pieza de orfebrería cinematográfica, una película en la que Max Ophüls realiza un ejercicio de soberana perfección; si la forma fílmica alcanzó alguna vez la sublime excelencia, Madame de... representa una prueba convincente. Cuando el cine rompía las costuras de la forma clásica, Ophüls proclama una radical profesión de fe en la forma hasta las fronteras del delirio y en Madame de... cuaja su credo. Su testimonio de amor al cine. Un amor que se encarna en Ingrid Bergman -en Viaggio in Italia-, en Harriet Andersson -en Un verano con Mónica- y en Danielle Darrieux, en Madame de...
Pero una profesión de fe tan delirante en la forma no puede sino acabar por subvertirla, hasta el punto de trasfigurar el cine en una danza interminable de la mirada, en una huella fílmica de una levedad... casi insoportable. Porque lo que nos revela produce vértigo. Tal es la belleza que destilan sus últimas películas: La ronda (1950), Le plaisir (1952), Lola Montes (1955). Y Madame de... Una belleza que sólo es posible en el cine. En la pantalla. Como una piel de luz y sombra para embalsamar la forma de un mundo perdido, que sólo cobra vida en la visión de Max Ophüls sobre 1900 -no es casual que recurra a textos de Zweig (Carta de una desconocida) o Schnitzler (La ronda) como inspiración-, una fecha que cifra el mundo imaginario de un cineasta único. Al fin y al cabo, 'vivir en 1900' propiciaba un ejercicio de abstracción a la hora de conjugar los sentimientos desatados en un mundo ya desaparecido.
Cuentan que Ophüls nunca les explicaba a sus colaboradores lo que quería, sino que los sumergía en la atmósfera que irradiaba su visión, una mirada en la que latía su corazón. Esa era su forma de concebir el cine, porque la cámara existe para crear un arte nuevo, para mostrar lo que no puede ser visto de otro modo, ni en el teatro ni en la vida real. Descubría lo que iba a hacer trabajando en el decorado, por eso en cuanto llegaba al plató lo vaciaba de técnicos y se quedaba a solas con sus actores en el aquel de dar vida a los personajes. No permitía que nadie asistiera a los ensayos. Luego, llamaba a los jefes de los departamentos técnicos y trazaban la realización de la escena. Se colocaban las luces, los travellings, la grúa de sus planos larguísimos, y se rodaba tras dos o tres horas de preparación. Sus colaboradores lo recuerdan como un seductor que sabía enredarlos y, a la vez, como un tirano.
Con las actrices se mostraba encantador, con una pizca de refinada crueldad. Ophüls creó una relación privilegiada con su actriz favorita, Danielle Darrieux, era palpable la complicidad y la admiración recíproca. La Darrieux confesó que se sentía perdida cuando murió Ophüls, no se imaginaba rodar sin él, y, cuando rodaba con otros directores que no le exigían lo suficiente, imaginaba qué le hubiera dicho Ophüls, y a veces le sirvió. Y la voz se le quiebra al evocar lo que una vez le había dicho: Usted tiene tal sentido cómico que siempre debería interpretar papeles dramáticos. "Muy Ophüls", añade apenas Danielle Darrieux. Y en esa observación del cineasta sobre la actriz cabe encontrar una de las claves de interpretación de la protagonista de Madame de...
Madame de... conjuga, como tantas películas de Ophüls, azar y fatalidad, los juegos de sociedad y el vértigo de la pasión, el salto al vacío y el vacío de la existencia. Y articula, desde la primera escena, el punto de vista del cineasta enhebrado con el de la protagonista, Louise (Danielle Darrieux), mientras recorre -en un plano en movimiento que transita entre lo subjetivo y lo casi subjetivo- ropas, joyas y objetos de tocador, mientras la voz interior nos revela, al tiempo que sus dedos, las dudas que la asaltan a la hora de decidirse sobre qué vender para librarse de las deudas que la acosan, Y se decide por unos pendientes, el regalo de boda de su marido, el general André (Charles Boyer), que, obviamente, no debe enterarse.
Los pendientes circulan por la película -de París a Constantinopla y de vuelta a París vía Basilea, y en París las ideas y vueltas sucesivas entre el domicilio del matrimonio de Louise y André, y la joyería-y su itinerario acaba por representar el laberinto emocional -objeto a hipotecar, amuleto amoroso, instrumento de cruel humillación, ofrenda de una plegaria- en que se convierte el corazón de Louise tras el encuentro con Fabrizio (Vittorio De Sica) en la estación de Basilea. Una escena que desvela el estilo de un cineasta y presagia la pasión (un amor-pasión stendhaliano) que se desencadena en una encrucijada de miradas en las que anida el deseo. A Ophüls le bastan cuatro planos:
1) Plano corto en movimiento de Frabrizio, en la aduana, que contempla a Louise cuando llega y pasa por delante; la mujer advierte la mirada y mira fugazmente a Fabrizio mientras se dirige al guardia con el pasaporte.
2) Plano corto fijo de Louise que mira a Fabrizio mientras el guardia revisa el pasaporte. Una mirada entregada a la nuestra, que nos convoca, que nos arrastra a la encrucijada.
3) Plano fijo semisubjetivo -con la cámara a la espalda de Louise- sobre Fabrizio que sigue contemplando a la mujer.
4) Plano en movimiento mientras Louise pasa al andén y Fabrizio trata de seguirla, el guardia se lo impide, tiene que recuperar el pasaporte que dejó en la aduana: Louise a la izquierda tras el ventanal que la sobre-encuadra (o la re-enmarca) sigue mirando a Fabrizio, a la derecha, también sobre-encuadrado, en la puerta; cuando él se hace con el pasaporte y consigue pasar al andén, ocupa el lugar de Louise al otro lado del ventanal, pero ella se ha marchado.
En definitiva, sobre-encuadres que atrapan nuestra mirada, porque en una película de Ophüls miramos donde quiere que miremos y miramos donde nos lleve el corazón de sus protagonistas, o lo que es lo mismo, donde nos lleve el corazón de la película, de Madame de... Si tuviéramos que definir lo que acabamos de ver en la escena de la estación de Basilea, diríamos que Fabrizio y Louise, y la cámara (o sea, Ophüls), no han dejado de moverse uno en torno a otro, no cesan de girar ocupando uno el lugar -de la mirada- del otro, estamos asistiendo desde el primer encuentro a una danza -in crescendo- al compás de la pasión. En el segundo encuentro, cuando chocan los respectivos carruajes, los saltos de eje en el plano-contraplano a través de la ventanilla del carruaje de Louise subrayan el efecto de baile amoroso. Y cristaliza en el vals infinito que los reúne en un abrazo durante su tercer encuentro, donde los movimientos de cámara de Ophüls encadena y sutura las elipsis de días y días de danza sin fin de Louise y Frabrizio en brazos del amor. El tiempo se suspende y la cámara deviene herramienta de escritura del destino, el círculo que dibuja el tiovivo de la vida: el azar de los vericuetos existenciales y el destino que Louise trata de leer en las cartas. Los amantes acaban cautivos de los designios de la música de Oscar Straus. Ophüls anotaba en los guiones el tempo de cada escena, como si de una partitura musical se tratara. Una composición sobre el amor como fatalidad. Un movimiento musical, el del último baile de Louise y Frabrizio -un largo y maravilloso plano cargado de tensión para nuestra mirada-, donde ella luce feliz sus pendientes -cifra de la pasión-, es interrumpido por otro movimiento del mayordomo que interrumpe a -y rompe el abrazo de- los amantes, porque el general reclama la presencia de Fabrizio. El juego social -la frivolidad como máscara del vacío existencial- exige cancelar el arrebato y pretende embridar el vértigo del deseo.
Las notas realistas a pie de página de la historia como representación, que encierra en su núcleo la pasión amorosa que irradia y amenaza con trastornarla, corre a cargo de los efectos cómicos de los soldados de guardia o de aquel músico que ya está harto del baile interminable de la pareja de amantes que le hace tocar horas extras por la cara. Entre los juegos frívolos de sociedad y la pasión trágica, la forma de Ophüls aúna en cada plano sostenido narración y reflexión, pensamiento y puesta en escena, barroquismo y esencialidad. Seguir a los personajes medio ocultos tras algún elemento del decorado le permitía captar el detalle preciso y elocuente, la presencia evocadora, la sinécdoque conmovedora; ocultar para ver mejor, para ver más, más hondo, bajo las máscaras, porque no hay nada más profundo que una superficie -un rostro, un cuerpo, un objeto- auscultada por -la cámara de- Ophüls.
Espacios sobrecargados de un exaltado rococó en los que espejos, marcos, ventanas, escaleras, pasillos y puertas sobre-encuadran a los personajes, dotan a sus gestos de una dimensión simbólica y polarizan nuestra mirada. La cámara estiliza el relato mediante un movimiento coreográfico que cobra una inusitada levedad. Rimas, correspondencias y armonías tensan hasta el desgarro la superficie tersa en la que se desliza la deriva trágica de la pasión amorosa de Louise, en la que el círculo del vals se va estrechando hasta convertirse en una espiral en la que los protagonistas -incluiremos también a Frabrizio y André- se precipitan en un vértigo obsesivo. Como en el universo de Zweig y de Schnitzler, en las películas de Ophüls el amor siempre se encuentra a la vuelta de la esquina con la muerte. Por eso, cuando André advierte el arrebato amoroso de Louise, va cerrando las ventanas, para defenderla del "enemigo" y evitar que salte al vacío -otra figura de estilo del cineasta- presa del vértigo, y nos deja fuera, porque también nuestra mirada es deseada por Louise en el marco de la representación. Madame de... no cesa de mostrar a los amantes prisioneros de la pasión, prisioneros del baile, prisioneros del encuadre, y aun del sobre-encuadre. Y cuando Louise y Fabrizio se encuentran tras una larga separación en un carruaje, Ophüls nos los muestra encerrados en una cárcel del amor, con ella recitando su letanía -No le quiero, no le quiero, no le quiero...- y poniéndose los pendientes: basta un plano para proclamar el delirio que los consume.
Resulta admirable la sutileza con que Ophüls guía nuestra mirada -arrobada- desde el coqueteo frívolo hasta los abismos de la tragedia, a través de delicadas variaciones tonales que revelan la transfiguración de Louise, una mujer que se inmola por amor. Cada movimiento de cámara revela un movimiento del alma. La puesta en escena desvela los sentimientos más secretos de los personajes, como cuando André insiste en descubrir la ventana y que entre esa luz que hiere a Louise en su agonía. Un resplandor de fin de un mundo como último círculo de un infierno sentimental. Ése que precede al duelo -como salto al vacío sancionado por las convenciones sociales- entre Fabrizio y André, y al intento desesperado de Louise por evitarlo, ese calvario colina arriba... André dispara sobre Fabrizio, pero por un deslumbrante efecto de montaje pareciera que es Louise quien cae abatida. Y así es.
Cómo extrañarse entonces de que Tag Gallagher -y no sólo él- contemple Madame de... a la luz de Stendhal que hablaba del amor-pasión como el milagro de la civilización, la única danza que redimía el baile de máscaras.
Poco antes de rodar Lola Montes, su última película, Max Ophüls escribió un texto a propósito del guión, se publicó en el nº 81 de Cahiers du cinéma, en marzo de de 1958, y Cahiers-España de diciempre acaba de recuperar.
Aquí os lo dejo, vale la pena:
Los infortunios de un guión
MAX OPHÜLS
He tenido ocasión de verlo en casas de gente del cine, encuadernado en cuero y con el canto dorado.
Me parece bastante prematuro. Tiene todavía una existencia incierta, como puede verse en su nombre. En francés, se llama decoupage, en inglés screenplay, es decir juego para la pantalla. Hay, por tanto, una idea de inacabamiento. Un poema de amor es un poema de amor. Una novela forma un todo acabado. Una obra de teatro se puede representar mañana con tal de que esté impresa: no hay más que interpretarla. Pero un guión trata de fijar por adelantado lo que no está terminado, un universo de presentimientos, presentimientos de imágenes, de movimientos, de palabras, de juegos de escena, de sonidos, de ritmos, de cam¬bios. Ahora bien,en principio estos sólo viven en el corazón y en la mente de un cineasta, como algo inflexible, irracional, alegre, doloroso, caprichoso. Y este cineasta sólo podrá revelarlos y darles cuerpo cuando se conviertan en una tira de celuloide. Durante semanas y meses, el cineasta pasea esta visión, que ha soñado y sobre
la que trabaja, por oficinas y máquinas de escribir, hasta los nervios de sus actores. La arrastra a través de mesas de montaje y de laboratorios, hasta que llega a los cines para el estreno. Antes de este momento, el guión sólo es una partitura de su imaginación. En cada página y en cada plano intenta, al compás de los latidos de su corazón, dar indicaciones a los que se encargan de ayudarle para transformarlos en celuloide. El guión quiere, de manera cerrada pero discreta, ser una fórmula para la interpretación y el sueño de los actores, del ingeniero de sonido, del cámara, del decorador, del encargado de vestuario, del montador, del compositor, un indicador para el director de fotografía y para los ayudantes y, además, un recordatorio para el director, para que no olvide lo que tenía intención de hacer, lo que había imaginado, antes de que la implacable planificación de la industria exija demasiadas precisiones técnicas.
- "¿Dónde está mi guión?
- "¡El guión!... ¡El guión!" Los ecos resue¬nan a través del tumulto del estudio.
- "Tampoco está en el garaje, pero quizá sea mejor que lo hayas perdido", me decía mi mujer por teléfono. "O lo tienes en la cabeza, o bien vas a imaginar algo nuevo".
Una vez pasado ese momento, encontramos en las películas ciertos instantes que parecen más espontáneos, porque responden a párrafos no previstos por el presupuesto. Y es así. El guión debe estar ahí para después olvidarlo. Por eso no hay que tomárselo más en serio que a un corsé. Y a los corseteros (los dia-loguistas, los guionistas) más les val¬dría saber en qué consiste su oficio. Ya es grave, cuando llevamos a un poeta a la pantalla, que le cosamos un guión demasiado ajustado o demasiado flojo. Y más grave aún es cuando esos cineastas encuadernados en cuero retocan al poeta para que se adapte al corsé.
- "Maupassant, demasiado corto: hay que
alargarlo".
- "Thomas Mann, demasiado largo: hay que acortarlo".
- "Musset, demasiado fino: hay que espe¬sarlo".
- "Zuckmayer, demasiado espeso: hay que afinarlo".
No. Creo que él debería mostrarse lo más humilde posible ante los medios de expresión dramáticos y épicos que existían desde mucho antes que él. Podría servirles de intérprete, si los escuchara con una actitud de respeto. El cine es todavía un medio de expresión demasiado joven.
Recuerdo una vez en la que el vicepresidente de un club del automóvil dijo en un banquete: "Señores y señoras, les pido que no seamos demasiado arrogantes, porque, imaginen que se hubiera inventado el coche antes que el tren. Entonces un amigo vendría y les diría: Escucha, hay algo nuevo, maravilloso. Ya no te harán falta ni la gasolina ni los planos de carreteras, te instalas junto a tu ventanilla, compras tu billete, te vas, te metes en una cama que está en una pequeña habitación rodante. Duermes. Por la mañana llegas en plena forma. Incluso puedes lavarte. No has tenido que tocar el volante. Permaneces en tierra. Ni siquiera tienes que volar."
Este vicepresidente era vienes.
A pesar de esto, incluso los cineastas vie-neses necesitan un guión. La necesidad de saber cómo será una película antes de que esté hecha es internacional. Se tiene miedo. Rodar es muy caro. Nos gustaría ver negro sobre blanco, sobre el papel, lo que será un día blanco y negro sobre la pantalla. Por eso hay tanta gente que quiere tener algo que decir sobre un guión. Las estrellas por su prestigio, porque creen que pueden permitírselo; los distribuidores porque creen que deben hacerlo; el productor porque cree que es de su incumbencia.
Es comprensible, pero eso no cambia el hecho de que un guión sólo debería respirar el aire de la imaginación e, incluso si todos los financieros del mundo, ansiosos o enérgicos, a corto o a largo plazo, querrían saber qué aire podrían comprarse con todo el dinero que tiran al aire, el aire será siempre aire y la imaginación, imaginación.
El guión debe vigilar para que esta imaginación no se deje intimidar por explicaciones y definiciones técnicas y no se pierda. Por ejemplo: el rey está en sus aposentos, echado en el suelo (¡original historia!). Es de noche, lee Hamlet.
Y ahora, cómo se presenta el desglose técnico: "Hoja". En medio de la página, en mayúsculas: "Palacete". Una línea más abajo, en mayúsculas: "Gabinete, por la tarde. Invierno". Lado derecho de la página: "A lo lejos, música, leitmotiv". Lado izquierdo: "n° 231, 232 (plano medio, travelling lento de arriba abajo, pequeña grúa)".
"Bajo la ventana (fuera, luz de luna, nieve sobre los tejados de las casas de enfrente) descansa, en el desorden del gabinete (una mesa de té a medio servir, el abrigo del rey sobre una silla, etc.) el rey (con el reflejo del fuego de la chimenea) está leyendo.
"N° 233. Primer plano. El libro. N° 234. Primer plano: la página con el título: Hamlet."
Es preciso y técnicamente irreprochable. Sólo que, con todo el trabajo que lleva anotar el más mínimo detalle, ya ni siquiera se sabe si está bien que el rey lea Hamlet. Quizá debería leer otra cosa, o quizá incluso, no leer nada.
Por avión
París; noviembre, 1954
"Querido amigo,
Hemos recibido su guión y nos com¬place hacerle saber que nuestro Director General, M.R., se lo ha llevado este fin de semana para leerlo en el avión París-Lon-dres y tomar notas. Después, el lunes, en París, tendrá lugar una reunión con todos los responsables. El Señor Director S. lle¬gará especialmente desde Viena. El Señor Director T., vendrá ex profeso de Lau-sana. El Señor Director U., permanecerá aquí para asistir. Después, intentaremos encontrarnos:!0, para ver cómo se podría mejorar el script; 2°, para decidir si, en definitiva, vamos a hacer la película. Reciba, Señor, nuestros saludos... etc".
Ilegible
Max Ophüls.
© Cahiers du cinema, n° 81. Marzo, 1958 Traducción: Natalia Ruíz
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
...traigo
ResponderEliminarsangre
de
la
tarde
herida
en
la
mano
y
una
vela
de
mi
corazón
para
invitarte
y
darte
este
alma
que
viene
para
compartir
contigo
tu
bello
blog
con
un
ramillete
de
oro
y
claveles
dentro...
desde mis
HORAS ROTAS
Y AULA DE PAZ
TE SIGO TU BLOG
CON saludos de la luna al
reflejarse en el mar de la
poesía...
AFECTUOSAMENTE
LA ESCUELA DE LOS DOMINGOS
DESEANDOOS UNAS FIESTAS ENTRAÑABLES DE NAVIDAD 2009 ESPERO OS AGRADE EL POST POETIZADO DE CREPUSCULO.
José
ramón...