12/12/09
Ardentía
Si no fuera porque la mayoría de lo que escribo aquí nace movido por impulsos repentinos, o sea, en caliente, seguramente hubiera traído más películas de Raoul Walsh que tanto me (nos) gustan. Como Al rojo vivo (White Heat, 1949), una película de hace sesenta años que, no es que siga viva, es que a su lado envejece miserablemente el cine negro (americano) -y buena parte del cine (americano) de cualquier color- de hoy mismo, si exceptuamos, por ejemplo, una serie como The Wire que, desde luego, nos lleva hasta el lado salvaje de la calle y nos abisma en las regiones oscuras del mundo en que vivimos.
Más de una vez hemos hablado Cheché Carmona y yo a propósito de Al rojo vivo, cuando comentamos la manía de esos productores que se dedican a "defender" a los protagonistas de cualquier impulso, digamos, perturbador, hasta el punto de mellarles el filo y volverlos inanes, o, cuando menos, vulgares, en tanto que personajes. En realidad, temen que no nos identifiquemos con ellos, sin advertir que un personaje no existe sin el contraste con los que lo rodean.
Olvidan -o ignoran- la 'teoría de la iluminación' de Henry James en El futuro de la novela: un personaje se comporta de manera diferente con cada uno de los demás personajes y esas relaciones revelan caras de su personalidad. Si imaginamos al personaje situado en un círculo oscuro, cada uno de los otros personajes ilumina partes de ese círculo, aspectos del protagonista, como cuando se encienden las lámparas de una habitación a oscuras. Descubrimos así fragmentos de esa personalidad, que quizá nunca llegamos a ver plenamente iluminada.
Un personaje puede ser un mal tipo pero si los que lo rodean son aún peores, entonces nos pondremos de su lado. Es decir, un personaje es el resultado de una relación. Y tiene toda la razón Cheché, en Al rojo vivo estamos con Cody Jarrett (James Cagney) porque todos los demás personajes resultan innobles y abyectos si los comparamos con él. Por eso la película de Walsh representa un auténtico viaje al reino de las sombras. Y eso en 1949, y en Hollywood, en la Warner.
Pero, por lo visto, aquí y ahora, ni siquiera lo malos pueden ser ya malos. Pongamos por caso el personaje que encarna Luis Tosar en Celda 211, mi hijo comentó -y con toda la razón-que debería haber matado al preso que pone en peligro el motín, para que supieran los demás reclusos a qué atenerse, en lugar de eso, se limita a restregarle un plato de gambas por la cara. ¿Por qué? Porque temen que si lo mata ya no nos resultaría 'simpático' a los espectadores, y eso que, en comparación con algunos de sus colegas y, desde luego, con los funcionarios de la cárcel -del Estado-, deviene, no sólo un tipo de fiar, sino ingenuo: volvemos a la 'teoría de la iluminación' de James. Por otro lado, resulta curioso ese afán de moderar los impulsos del personaje central de un filme carcelario, porque una cosa es que no vayamos de vacaciones con él y otra cosa muy distinta es que no queramos pasar dos horas de película en su compañía; porque, en buena medida, vamos al cine a 'tocar' el mal con los ojos, justamente porque daríamos un rodeo en la vida real para evitarlo. Como decía no me acuerdo quién, los espectadores nos sentimos atraídos hacia el lado oscuro de la existencia, como las mariposas hacia la luz. En fin, que después de sesenta años, Al rojo vivo no sólo resulta un filme realmente moderno sino casi un milagro.
La historia de Al rojo vivo se le debe a Virginia Kellogs y el guión a Ivan Goff y Ben Roberts, y constituye el material más pesimista -incluso nihilista- que haya filmado nunca Raoul Walsh, la más negra cristalización del cine negro que el cineasta frecuentó en el subgénero de gánsteres, con títulos imprescindibles como The Roaring Twenties (1939) o El último refugio (1941). En Al rojo vivo se dan cita motivos visuales y temáticos tan diversos que sólo un director de fuste con una visión personal puede dotarlos de la unidad digna de un artista y contarlos con la fluidez propia de un narrador consumado: la caza del hombre, la crónica gansteril, la tragedia griega, el asalto a un tren de un western fantasmagórico, el film noir, el melodrama psicoanalítico... Una summa, en suma.
La energía visual que Walsh imprime al relato con un trazo candente mediante la conjugación, diríase que sincopada, de travellings y panorámicas rápidas en una atmósfera acuciante y sombría de ecos shakespeareanos, donde conviven una Lady Macbeth maternal y terrible, una Desdémona codiciosa y rastrera, un Bruto despreciable, un César cruel y perturbado, y una espiral mítica, impulsa el relato irónico -y trágico- del descenso a los infiernos de Cody Jarrett mientras llega a la cima de mundo cumpliendo los designios de Ma, la madre encarnada por la magnífica actriz Margaret Wycherly. Una energía multiplicada por la que despliega el propio James Cagney en una interpretación magistral que dota al protagonista de honda complejidad, un personaje que a través de su locura transita la crueldad despiadada, la pulsión vengadora, el amor edípico, la confidencia íntima, la ira destructora, el dolor insufrible o el delirio desesperado, en una composición cinética que arrebata la pantalla con latigazos explosivos, huellas ardientes de las emociones profundas que nutrían a ese gánster psicópata. Quizá la obra cumbre de un actor que encarna toda una vertiente del género negro de los años treinta y cuarenta.
Cómo olvidar ese momento, tras el primer ataque epiléptico de Cody Jarrett, cuando el tipo se refugia en el regazo de su madre -quizá solo un tipo como Walsh podía conseguir algo así de un tipo como Cagney-, una escena que lo cuenta todo a propósito de la relación del protagonista con su madre, hasta qué punto la necesita -aun más, hasta que punto es su creación- y explica por qué, tras la muerte de Ma, vaga por las noches hablando con ella, y por qué en el clímax de la película es a ella a quien invoca, a quien le rinde cuentas, a quien quiere regalarle su triunfo -"Estoy en la cima del mundo, mamá-, antes de saltar por los aires.
Nunca se ha representado en el cine de Hollywood una madre como la de Al rojo vivo, esa fuerza del mal que constituye el impulso germinal de Cody Jarrett. Por eso, cuando se entera de que Ma ha muerto, desde el corazón de un profundo dolor estalla la ira desbordada que Walsh registra en imágenes vívidas y memorables. Cuentan que dispuso cinco cámaras con vistas a no perder detalle del despliegue desatado por James Cagney, porque nadie sabía qué iba a hacer cuando el director pronunciara la palabra ¡acción!, tan sólo le había trazado un movimiento, el resto fue obra del actor; los rostros pasmados, boquiabiertos, sorprendidos de los extras traducen una verdadera conmoción experimentada en riguroso directo. Una escena que se rodó en una mañana.
Tampoco resultaba habitual un personaje femenino como el de Verna (Virginia Mayo), la mujer de Cody Jarrett, una superviviente nata. La primera vez que aparece la vemos dormida y roncando, la vemos beber sin refinamiento, escupiendo un chicle antes de besar a Cody, resulta chabacana, rastrera, egoísta, traidora...
Pero, como decía Peter Brook a propósito de Shakespeare que creía en sus personajes mientras dura la parrafada, así Walsh cree en cada uno de sus personajes mientras los filma. Y con Virginia Mayo esculpió ese personaje de Verna que ni ella mismo imaginaba que llevaba dentro, ése que inspira aquella réplica de Cody Jarrett: "Te quedaría bien hasta la cortina de la ducha".
Cody Jarrett es un psicópata brutal pero, como ya anticipamos, nos ponemos de su lado porque va de cara y, en el fondo, lo sentimos indefenso -un niño en el colo de su madre-, al que todos engañan -excepto Ma-, incluso el repugnante Fallon que, para más inri, llega a ocupar el lugar de la madre. Cuando Jarrett descubre el engaño de Fallon, su rostro se transfigura en una máscara, rabiosa y dolorida a partes iguales. A partir de ahí, la película no puede sino tomar la deriva de un presentido apocalipsis.
Al rojo vivo puede contemplarse como una parábola sobre la naturaleza del mal, la puesta en escena de una voluntad destructora que despliega sus poderes en los escenarios de la vida. Una poética del underworld. Un pasaje entre el cine clásico con la modernidad en una encrucijada virtual de Shakespeare y Schopenhauer. Una ardentía de sombras contigua al mundo en que vivimos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario