26/5/09
La tela de araña
Las películas sienten una nostalgia incurable por los cines. Suspiran por la oscuridad de las salas. Anhelan el tacto primoroso del proyeccionista, ser arrastradas por la cabeza de proyección hasta la ventanilla, sometida a la intermitencia por la cruz de Malta, y ser atravesadas por un haz de luz con la cadencia del obturador. Se desviven por las sábanas, por derramarse en el lienzo de la pantalla. Las películas recuerdan los cines como los emigrantes la tierra natal. Las películas se mueren de saudade. Y piden a gritos un Walter Benjamin que al menos escriba una elegía sobre su triste e irremediable destino, ante la fatalidad de los cines abandonados, de las ruinas de la memoria de una experiencia perdida. Es inevitable experimentar una punzada en el costado cada vez que uno pasa delante de uno de esos cines ante la orfandad de tantas películas.
Ya sabéis cuánto me gusta Ingmar Bergman. Sí, ya tampoco está. Trabajó mucho. No paró de trabajar toda su vida: sus puestas en escena, sus películas, sus libros. Uno le envidió casi todo. Ahora apenas una cosa. Ingmar Bergman no era dado a los lujos, no tenía tiempo, pero se concedió algo que podría calificarse como tal: se hizo construir una sala de cine en su casa de la isla de Farö y la Filmoteca sueca le enviaba periódicamente películas para que se las proyectara. En este caso la expresión "cine en casa" cobra dignidad e incluso un "aura". Y que no se me diga que es lo mismo lo que ahora se nos vende como cine en casa, el home cinema le llaman. ¡Por favor! De sobra sé que aquella experiencia ha muerto, pero dejadme que lo lamente, que la recuerde y que la llore palabra por palabra.
Por eso deberíamos clamar por que, al menos, se preserve una sala de cine por provincia a donde poder peregrinar a ver las viejas películas cuando el filme -o sea, el soporte fílmico- desaparezca, y presevar también el oficio del proyeccionista de cine.
Cada cierto tiempo leo fragmentos del Manual de Proyección Cinematográfica Sonora de Antonio Robert Robert, en su primera edición de 1937 por la ed. José Monteso, un ejemplar que encontré hace unos años en la librería de la Casa Museo de Antonio Machado en Segovia y que conserva un sello de la Biblioteca de José Mozo de esa misma ciudad. Fragmentos como éste de las pp 119-120:
Las perturbaciones más frecuentes de la proyección así como su remedio se describen a continuación:
Fugas o deslizamientos en las imágenes.- Este defecto de proyección se manifiesta por colas o rastros que parecen ascender o descender de las partes claras de la imagen. Resulta particularmente visible en los letreros, por las colas, blancas o negras, que parten de las letras.
Tiene su origen en la desincronización del obturador, respecto de la cruz de Malta, o sea que el primero no oculta todavía la ventanilla cuando la imagen empieza a descender, o bien la descubre antes de que haya terminado el descenso.
Esta irregularidad se comprueba apoyando el dedo sobre el rodillo de la cruz, y haciendo girar a mano muy lentamente el proyector. Podrá percibirse perfectamente el momento en que la cruz empieza a arrastrar el rodillo, y verificarse si el obturador ha terminado ya de cubrir la ventanilla; asimismo se comprobará si ha empezado a descubrirla antes de que el rodillo está en reposo.
Para remediar este defecto, basta adelantar o retrasar el obturador, ya aflojando el tornillo de sujección y haciéndolo girar alrededor de su eje, o bien decalando el piñón que lo mueve uno o más dientes hacia adelante o hacia atrás respecto de la rueda que lo pone en movimiento.
¿No resulta casi sensual? En fin, véase como un tributo a la memoria de un oficio en trance de desaparición, de unos hombres que cuidaron de las películas y por cuyas manos pasó todo el cine del mundo. Lástima que tantas veces se haya quebrado la transmisión de ese amor por el cine a sus sucesores que tan poco miman las películas. Nunca se valorará lo suficiente la trascendencia de la transmisión en los oficios del cine, y en cualquier oficio si vamos a eso.
Os preguntaréis el por qué de este arrebato nostálgico. Porque ayer he vuelto a ver Lola Montes de Max Ophüls, porque nunca la vi en un cine, porque quizá nunca la vea, aunque no pierdo la esperanza de verla, y porque si hay una película que llora por ser proyectada -o sea, atravesada por la luz- en una pantalla, esa película es Lola Montes. El año pasado se presentó en Cannes una copia restaurada por iniciativa de varias Cinematecas -de ahí que no pierda la esperanza- de un filme estrenado, mutilado y reestrenado en 1955, y que resultó un fracaso de público. Mutilación y fracaso que le rompieron el corazón a Max Ophüls, murió en 1957, aún no había cumplido los 55 años.
Max Ophüls había nacido en 1902 en Sarrebrück (Alemania) y empezó en el teatro. Fue el director más joven del Burgtheater de Viena donde puso en escena más de doscientos montajes que incluían la ópera, la opereta y el vodevil desde 1926. Se incorpora al cine con el sonoro y en 1932 realiza su primera película importante, Liebelei, donde se conjuga el romanticismo y el desencanto con una brillante puesta en escena que caracterizan su cine. Con la ascensión del nazismo debe exiliarse en Francia y llega a América tras su paso por Italia y Holanda. En Hollywood filma Carta a una desconocida (1948) a partir de la novela de Stefan Zweig, quizá su obra más conocida y, sin duda, una buena película que casi no parece una película de Hollywood, y melodramas oscuros como Caught (Atrapados, 1949) por hablar de las que son accesibles en dvd. De vuelta en Europa rueda cuatro filmes: La ronda (1950), Le plaisir (1952), Madame de... (1953) y Lola Montes (1955).
Filmes donde la elegancia, ligereza, debilidad por el barroco y el mundo de la representación, virtuosismo en la puesta en escena componen un primoroso tapiz cuya exquista composición apenas si puede velar el dolor, la tragedia y el fatalismo de la mirada con que Max Ophüls atraviesa la máscara de la condición humana.
Lola Montes es de esas cumbres olvidadas de la historia del cine y la única película en color (y en cinemascope) de Max Ophüls. Encanta, subyuga, atrapa, deslumbra y duele. No se me ocurre otra forma de transmitir el arrobo que experimenté mientras la contemplaba. Duele lo que cuenta, o mejor, y perdonad la precisión, cómo lo cuenta, porque quizá como nunca o nunca tanto como siempre el cómo es el qué. La vida de Lola Montes convertida en un circo, contada como un circo, carne de fieras, refulgente y lacerante, un tapiz preñado de gracia y levedad, y tan cruel... Nunca una grúa ha cobrado la ligereza de un pincel con el que componer las formas sobreencuadradas con celosías, espejos, celajes, ventanas, biombos, telones, barandas, bastidores, cabos, nervaduras... hasta el paroxismo. Y un hilo rojo de fino humor atraviesa el tejido fílmico de Lola Montes y lo eleva a la categoría de alta costura.
Una obra cumbre también en la carrera de Martine Carol -tan Lola Montes en su propia vida- y Peter Ustinov. Max Ophüls en estado puro, decantado, destilado. Bastaría recordar la visita de Luis I de Baviera a Lola Montes tras su función de teatro, con uno de los cabos de la tramoya moviéndose en primer término mientras el monarca deambula en torno a Lola; o la canción de las "doce perfecciones" en el circo; o el tramo final de Lola en la cumbre y, a la vez, al borde del abismo, apurando la vida hasta las heces, o la escena de la jaula.
El estreno de Lola Montes en 1955 fue un fracaso clamoroso. Le siguieron mutilaciones (de 40 o 65 minutos según las fuentes) que no remediaron el fracaso inicial pero sí precipitaron el fin de Max Ophüls, quizá el más incomprendido y olvidado de los grandes cineastas. Y no diré más. Ya he dicho demasiado. Vedla, y ya me diréis.
Sólo añadiré las palabras que pronunció Peter Ustinov a modo de discurso fúnebre tras la muerte de Max Ophüls, cuando el cineasta había dejado listo el montaje de Las bodas de Fígaro de Mozart en el Schauspiel Theater de Hamburgo:
Algunos directores pintan sobre el celuloide, otros son escultores y los hay que son carniceros. Max era un destilador. Su espíritu y sus medios de expresión personales se basaban por completo en los sentidos, perseguía y captaba los efluvios más suaves y el actor quedaba a menudo reducido a caminar solamente de puntillas, como un monje enclaustrado, sin atreverse apenas a respirar por miedo a que su aliento destrozase alguna precisosa tela de araña de simbolismo esencial.
Y las palabras de Jonas Mekas (al que pronto traeré a esta escuela):
Daría mucho por saber a qué círculo del infierno irán nuestros distribuidores, especialmente el distribuidor de la obra maestra y cumbre realización de Max Ophüls "Lola Montes". (...) Creo que será obligado a comerse, fotograma a fotograma, los sesenta y cinco minutos que cortó del film, y apuesto a que los vomitará antes de acabar con el último, con lo que tendrá que empezar otra vez desde el principio.
Ya sólo quedan 105 minutos de Lola Montes. No os perdáis el testamento de Max Ophüls, la tela de araña de cine tejida en 1955.
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