14/5/09

Las buenas personas



Esta mañana leí en El País un artículo de Tzvetan Todorov y me acordé de El verdugo. Creo que ningún otro filme ha retratado el adn de la condición humana cuando se movilizan nuestros temores elementales, o mejor, cuando nuestros temores elementales son movilizados de forma interesada por el poder. El filme de Luis G. Berlanga cuenta, como es bien sabido, la historia de un enterrador que acaba convertido en verdugo. No es que quiera ser verdugo, incluso cuando conoce a uno al principio de la película le da grima. Pero José Luis Rodríguez, nuestro enterrador, es incapaz de decir que no y la película documenta una sucesión de "noes" que son "síes", una cadena de despropósitos, una profunda metedura de pata.

Fotograma de El verdugo.

José Luis (Nino Manfredi) conoce a Amadeo (Pepe Isbert), un viejo verdugo a las puertas de la jubilación, tras haberle aplicado a un reo el garrote vil en una cárcel. El bueno de José Luis está allí con un colega para recoger el cadáver resultante. A instancias del colega, nuestro enterrador transige y llevan a Amadeo de vuelta al centro de la ciudad. Como el viejo olvida el maletín en el furgón, José Luis se lo lleva a casa donde conoce a Carmen (Emma Penella), la hija de Amadeo. Y de paso nosotros asistimos a una "conferencia" del viejo verdugo, no se trata de que ejerza de tal, sino que ama su oficio, ha reflexionado sobre los distintos procedimientos institucionalizados para finiquitar al condenado a muerte, y no hay comparación: el garrote vil es el método más humano que se ha inventado. Es cierto, Amadeo es un verdugo, pero buena gente, considerado con el reo, que bastante desgracia tiene. En fin, una cosa lleva a la otra y José Luis empieza a salir con Carmen, se acuesta con ella, la deja embarazada, se casan y para conservar el piso de protección oficial acepta recoger el testigo (el maletín) de Amadeo y se convierte en verdugo. José Luis hace todo lo que está en su mano para evitar ejercer y, si ve a dos tipos discutiendo, enseguida se afana en reconciliarlos o, cuando menos, en separarlos. Pero un día llega una citación y José Luis debe presentarse en Palma de Mallorca para ejecutar a un condenado. Entonces piensa en dimitir, pero a esas alturas tiene una familia a su cargo, tiene que pensar en el niño, le recuerda Carmen... ¿Hace falta seguir?

Emma Penella, Pepe Isbert y Nino Manfredi en El verdugo.

En la primera escena de la película José Luis acudía a recoger un cadáver. En la última escena de la película José Luis ha dejado, con todas las de la ley, un cadáver a sus espaldas. El verdugo se cuenta a través de unas pocas situaciones que van cerrando un garrote metafórico -pero no menos real- alrededor del cuello del protagonista. Así de simple, así de rutinario, así de terrible.

A la izda. Berlanga en El verdugo.

Pero hay más. No hay una sola escena de la película donde la muerte no esté presente, no hay una sola escena de la película en la que no se provoque la risa -y aun la carcajada-, no hay ni una sola escena de la película que no contenga un retrato de aquel 1963, no hay ni una sola escena de la película donde no asome la piedad, no hay ni una sola escena de la película donde no se dé cuenta del engranaje social que tritura al individuo.

Fotograma de El verdugo.

La maravilla de El verdugo procede de una conjugación de elementos muy difíciles de casar y más aún de cuajar: la negrura y la ternura, la ácida disección y la compasión, la tragedia y el humor. De esa alquimia emerge una película imperecedera que, siendo un documento de aquellos primeros años sesenta del pasado siglo en esta España nuestra, trasciende las coordenadas sociales, la atmófera de una época, el hedor de un tiempo para radiografiar las almas muertas, los pobres hombres, los pequeños seres. El verdugo nos retrata ayer, hoy y siempre.

Azcona, Berlanga y Muñoz Suay (ayte. de dirección) 
en el rodaje de El verdugo.

El guión de El verdugo lo escribieron Rafael Azcona y Luis G. Berlanga, aunque la escritura propiamente dicha fuera obra de Azcona. Hay escenas magistrales como la ya citada de la "conferencia" de Amadeo, la del espectáculo en la cueva donde aparece la Guardia Civil buscando a José Luis o la de la cocina de la cárcel previa a la ejecución final, en la que abren una botella de champán para cumplirle la última voluntad al condenado y, de paso, le sirven una copa al protagonista, a ver si se calma. Y momentos inspiradísimos como cuando Amadeo le presenta a Carmen: "Es muy limpia"; o aquél en que José Luis baila con Carmen aquel domingo en la sierra y le pregunta: "¿Y a ti, Carmen, dónde te gustaría morir?". Frases e instantes que valen por todo un tratado de inteligencia emocional. Una historia que cobró vida a través de la encarnadura de Pepe Isbert como el viejo verdugo, Emma Penella como Carmen, esa mujer maternal y atroz, y Nino Manfredi como el pusilánime José Luis. Un reparto extraordinario en estado de gracia, para interpretar personajes humanos, demasiado humanos, verdaderos.

Emma Penella y Nino Manfredi en El verdugo.

Pero como se trataba de una coproducción con Italia -de ahí Nino Manfredi, por ejemplo, o Tonino Delli Colli como director de fotografía-, también intervino en el guión Ennio Flaiano. Su contribución fue escasa, tanto le había gustado el guión, pero resultó decisiva, en particular en el final de la película. Berlanga cuenta que su final era diferente y se modificó por la intervención de Ennio Flaiano.

Flaiano, Fellini y Anita Ekberg en el rodaje de La dolce vita.

Al guionista italiano no le gustaba el final cínico de Berlanga: José Luis volvía al barco tras la ejecución y le decía a Carmen que la próxima vez se comprará una muñequera. Y convenció a Azcona. En el final que vemos en la película, José Luis le dice a Amadeo: "No lo haré más, ¿me entiende? No lo haré más". Amadeo, con el nieto en brazos, se da la vuelta, se acerca a la borda para despedirse de Mallorca y susurra: "Eso mismo dije yo la primera vez". Hay pocos finales tan perfectos en la historia del cine. Una simple frase de Pepe Isbert envuelve la película en una nueva luz. Es como si la película que acabamos de ver no fuera la historia de José Luis, sino la historia de la primera actuación de Amadeo, y ya sabemos qué amor por la profesión acaba por incubar en el curso del tiempo. A Berlanga le parecía un final blando. Nada de eso. No sólo se trata del final que exigía la historia sino que no puede derramar una luz más desoladora ni más verdadera sobre la condición humana. Concedamos que Flaiano contribuyó con una pequeña aportación, pero admitamos también que sin ella El verdugo no sería la obra maestra que conocemos. La que desvela los mecanismos de dominación con que el poder manipula el código génetico de nuestras emociones. La que nos da que pensar.

El final de Fort Apache.

En su artículo, Todorov se refería además, en el último párrafo, a la interiorización del sentido del deber como factor de control, como herramienta de alienación. Y eso me recordó otra película cuyo final apunta directamente al corazón de la mitología militarista (y patriótica), Fort Apache (1948), y el comentario de Tag Gallagher en torno a un filme tan mal (o insuficientemente) entendido: lo que nos demuestra John Ford es que el mito, la leyenda heroica, no sólo es una mentira, peor aún, el mito es una producción interesada del estado para que buenas personas como nosotros -como el John Wayne del filme- acabemos convirtiéndonos en unos asesinos (o torturadores o verdugos o lo que el poder requiera) porque queremos (y/o creemos) hacer lo que debemos.

Albert Camus.

¿Qué es un hombre rebelde?, se preguntaba Albert Camus. Un hombre que dice no.

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