16/5/09
La casa y el árbol, el agua y el fuego
Ayer vimos en la Fundación Luis Seoane de A Coruña la exposición Luz instantánea. Fotografías, itinerarios e saudades de Andrei Tarkovski. Recorrimos las ochenta polaroids que constituyen el corazón de la muestra, una selección de las más de trescientas que se conservan en el archivo del cineasta. Pequeñas fotografías de 7,5x8 en un soporte tan frágil que, una vez acabada la exposición el 31 de mayo, quizá no vuelvan a ver la luz. Se trata, por tanto, de un verdadero acontencimiento, ahora que a cualquier banalidad se le adjudica la categoría de evento: ente nuestros ojos teníamos el único testimonio de Tarkovski fotógrafo.
Tarkovski no acostumbraba a usar una cámara de fotos. Mientras se encontraba en Italia rodando el documental para la RAI, Tempo di Viaggio, que acompaña la búsqueda de localizaciones para Nostalgia (1983) cuyo guión había escrito con Tonino Guerra, apunta en su diario el 14 de agosto de 1979: Hemos telefoneado a [Luciano] Tovoli -director de fotografía del documental- para pedirle que me compre una Polaroid. (...) Quisiera tomar alguna fotografía desde mi ventana en diferentes horas del día. El paisaje matutino, al alba...
El hijo del cineasta, Andrej A. Tarkovski, custodio del legado de su padre, cuenta que a principios de los ochenta, Tonino Guerra, le regaló una polaroid que luego su padre se llevó a Rusia "para capturar algunas imágenes del campo ruso, de su casa y de la familia, para poder utilizarlas después en la preparación de la película. En realidad, estas fotografías se convirtieron en el único vestigio tangible de los recuerdos de su tierra, cuando, al final de la realización de Nostalgia, decide permanecer exiliado en Italia".
Las polaroids de Tarkovski nos trasportan al tiempo de la herida, de un exilio presentido, de una pérdida ireparable, de una nostalgia que era, a la vez, huella y adviento. Amaba tanto su país que no podía imaginar vivir en el extranjero mucho tiempo, y no lo imaginaba cuando ya sabía que nunca volvería a casa. Durante una entrevista -modélica en su íntima sencillez- de Donatella Baglivo realizada en Italia, junto a un río y entre los árboles, y titulada Un poeta en el cine, le pregunta dónde le gustaría vivir, y duele y encoge el corazón la triste sonrisa de Tarkovski que apenas acierta a musitar: No lo sé.
Las pequeñas fotografías documentan el dolor de quien se apresta a enterrar la infancia que ha alimentado su cine durante toda la vida, como ya se había dolido de enterrarla cuando acabó de rodar El espejo (1975): Es la verdadera historia de mi familia, confesará. De hecho, me resultó muy difícil realizar el montaje. Cada episodio de la película contiene tanta carga de dramatismo en cada escena que lo pasé muy mal durante el montaje. Porque Tarkovski fue un cineasta cautivo de una imagen de infancia, como Chris Marker o Anna Ajmatova, que se aferraba a la infancia perdida como quien abraza un árbol o se refugia en la casa natal como en un claustro materno.
Un árbol junto a un cercado de madera curtido por el tiempo o junto a la casa familiar en Mjasnoe, o entreverado por lienzos de niebla, al alba. Una ventana, una puerta. Una mujer -Larissa- que espera, o pasea en un jardín. Un perro, un gato. Un niño -su hijo- junto a un río. Un vaso de cristal, atravesado por la luz, con unas flores. Un espejo.
Cómo no imaginar a Andrei Tarkovski apretando el disparador de la polaroid, tomando la foto recién nacida en la mano, aguardando a que la imagen se revelara y cuajara con manchas casi pictóricas, y contemplando la pequeña fotografía como la promesa de un fotograma futuro, o como el momento de un sueño preservado por la fotoquímica, o como una esquirla en el taller de un escultor del tiempo. Cómo no imaginarlo instantes después ensimismado como se le ve entre plano y plano en las imágenes que se conservan del rodaje de sus películas. Cómo no contemplar las polaroids de Tarkovski como reliquias de la obra de un cineasta que era capaz de ahogar a sus actores y actrices con mil detalles acerca de los personajes que encarnaban pero que, a la hora de rodar, les pedía encerrar todo ese mundo y envolverlo en el mayor de los secretos, y sólo quería lo mínimo, lo específico, lo esencial que le permitiera hacer pie a la imaginación del espectador. Como estas fotografías en las que nuestra imaginación ubica en el curso de un filme que ocurre en la mente de Tarkovski y haciendo pie en ellas fantasea con un antes y presiente un después.
Las polaroids devienen estancias de la casa onírica sobre la que emerge la casa natal de Tarkovski y por ellas vagamos como fantasmas de una imagen profetizada por el cineasta, amasada con el dolor de la herida del exilio y perfumada con la melancolía de la pérdida. Las polaroids se convierten en huellas con las que rastrear el poema elegíaco del que cada película de Tarkovski constituye un canto. Unas huellas que nos llevan de vuelta a casa. "Habitad la casa y la casa no caerá", escribía Arseni Tarkovski, el poeta y padre del cineasta.
Las imágenes de Tarkovski encuentran en las polaroids, como había escrito Benjamin casi cincuenta años antes, el último refugio de la memoria, como en cristales de tiempo. Los de la casa y el árbol, el agua y el fuego.
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de súpeto, que sensación de soidade, Passolini, Tarkovski
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