25/5/09

Las máscaras del alma

Julio González


Cuando una escultura me gusta mucho, el cuerpo me pide ponerle las manos encima. Y no se puede. No dejan. Así que, mientras deambulaba entre las esculturas de Julio González en el MNCARS, tuve que mantenerlas ocupadas o en los bolsillos. Uno quisiera poner la mano allí donde el artista le arrancó el alma a la materia, allí donde la piedra, el hierro, el bronce, la plata o el humilde latón devinieron materia viva y sensual, forma delicada, piel de aire, línea, trazo, arrruga. Grito, máscara, torso. Mujer.




Julio González era hijo de un herrero del que aprende el arte de la fundición y la forja del hierro. El arte del fuego. Pero su primera vocación fue la pintura. Aunque pintaba como si esculpiera dotando a las formas de un volumen que pedía a gritos las tres dimensiones. O las cuatro. Un sitio en el aire atravesado por el tiempo.




Un espacio para caligrafiar con el hierro en la imaginación asida a una mirada. Un lenguaje de mínimos, de volúmenes recatados, de formas contadas. Una obra discreta con un latido poderoso. Materia que habla sin levantar la voz. Con la forma que nace de las manos. Allí donde quisiéramos poner las nuestras para palpar la huella del alma.




Durante años apenas si había visto dos o tres piezas de Julio González. Durante años el maestro me habló de Julio González hasta hacérmelo entrañable y necesario. Hasta que Cortázar se fue a París, el único Julio era Julio González, me decía. Para cuando Julio Cortázar se fue a París ya había muerto Julio González. Fue amigo de Picasso, quien le pidió ayuda en 1928 para realizar un monumento funerario a Apollinaire a base de formas transparentes y vaciadas, inspirado en unos versos del poeta: "He de hacerle una sólida estatua de nada, como la poesía y como la gloria". Mientras trabajan en esa obra, Pablo Picasso encuentra la viabilidad de sus bocetos y Julio González el impulso que necesitaba para depurar su lenguaje escultórico.



En el curso de la década de los treinta Julio González encontrará los trazos esenciales para dar a ver el encuentro decisivo entre la materia y el espacio. La forma del aire. O la carne hecha pura forma. O la materia como rostro. Las máscaras del alma. El alma del artista que nos interpela mientras deambulamos por la magna retrospectiva del Reina Sofía y nos atrapa en una red de signos que nos interrogan cuando ya estamos lejos de allí. Tan lejos, tan cerca.


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