19/11/12

Nos han visto



Desde la anterior estación ha viajado uno en el Tren de sombras con alguna inquietud por si aquellas cuatro modalidades de cine que, como dejé allí apuntado, lleva Guerín en sus vagones, disuadían a éste o aquél viajero de abordar este convoy fílmico, es decir, por si connotaba un viaje lento y complicado, con cambios de máquina y enganches latosos. Nada de eso, el Tren de sombras aventura un viaje por el tiempo (del cine) y como todo viaje en el tiempo tiene algo de sueño y algo de juego, como todo viaje fantástico. Y una cierta ironía como aquel Comboio descencendente de Pessoa que cantaba Zeca Afonso.



En realidad, la forma de este Tren de sombras  se reconoce en el espejo de esos dispositivos tan queridos por Borges, donde el cuento cobra visos de ensayo y viceversa (en sueños dentro de sueños y ficciones-laberinto), o por Bioy, donde aquel evadido de La invención de Morel se abisma en una imagen para vivir para siempre bajo la mirada de su amada Faustina. En Tren de sombras se diría que Guerín cae en el cine arrebatado por el vértigo de una mirada. Una mirada, tan frágil como la película que la cobija, y que el cineasta salva de las ruinas del tiempo. He ahí el viaje fantástico que nos aguarda en un Tren de sombras.


Más de una vez evoqué en esta escuela aquel curso que impartió Víctor Erice en julio de 1994 en la EIS de A Coruña y al que también asistió Guerín. Unos años después -tras haber viajado en el Tren de sombras- comprendí que algunos de los comentarios que iba dejando caer durante aquellas jornadas eran ideas que, o bien habían cuajado ya o estaban en trance de hacerlo, o que las palabras de Erice sobre Nosferatu o Tabú de Murnau o la propia El sol del membrillo despertaban, como si sembraran imágenes germinales en el terreno propicio, con vistas a la película por venir: el eco del intertítulo de Nosferatu -...y los fantasmas acudieron-, aquella cita de El reino de las sombras de Gorki, o aquélla de Bazin referida al cine como arte funerario -el cine como arte de embalsamar el tiempo-, aquel apunte sobre el cine de jardín con que se refería tanto a las películas de aficionados como a las que rodaron los propios Lumiêre en su jardín y que formaron parte de las primeras proyecciones fundacionales del cine -y que remiten a la pintura de jardín de los impresionistas- y, desde luego, a una película como El sol del membrillo, quizá el cine de jardín por excelencia. Lo supimos después, Guerín entonces ya estaba trabajando en Tren de sombras, dando forma, invocando a los fantasmas que iba a llevar de pasajeros. Al verano siguiente Erice lo visitó en Le Thuit, en Normandía, donde Guerín rodaba una película habitada por los espectros del cine.

Guerín, en el centro, junto a la cámara, 
en un momento del rodaje de Tren de sombras

Aludí más arriba a la ironía con la que el cineasta nos lleva de viaje a través de un juego espectral, que también podría verse como un laberinto de espejos. Y conviene insistir en el juego porque la película de Guerín nos invita a participar en un como si. Es decir, por más que se haya definido Tren de sombras como cine experimental, como un filme mestizo de documental y ficción, y hasta como un ensayo cinematográfico documental de arte mudo -en palabras de Doménec Font-, y cabe pensar que a mediados de los setenta del siglo pasado se catalogaría como de arte y ensayo, y llevando todas esas etiquetas algo o mucho de razón, sería más justo aludir al cuento de fantasmas o al cine fantástico -en estado puro- como claves genéricas para acercarse a la película con el ánimo propicio, eso sí, sabiendo que es una película fantástica -de fantasmas- desplegada con las formas de la modernidad cinematográfica, no las del cine clásico. De la misma forma -ah, las formas- que en un cuento de Borges puede resonar el universo de Las mil y una noches tras los siete velos de un ensayo crítico o la trama de un texto de teoría literaria puede revelarse como la puesta en escena de alguien a quien Borges había empezado a llamar un tal Borges. Otra vez entonces el juego... de las formas. El como si. Y Tren de sombras declina -lo apuntamos en la estación anterior- cuatro de sus modalidades. Por lo menos.


La primera modalidad de ese como si se cifra en la película familiar recuperada, tal como se anuncia con el texto que sirve de pórtico a la película, donde podemos leer que en la madrugada del 8 de noviembre de 1930, el abogado parisino Gèrard Fleury salió en busca de la luz adecuada para completar una filmación paisajística en torno al lago de Le Thuit; ese mismo día murió en circunstancias aún no esclarecidas. Poco antes había realizado una de sus películas familiares: sería su última película. Una película que no se conservó adecuadamente y durante décadas la humedad dañó el celuloide de forma irreparable. Hemos procedido a su restauración. El texto termina apuntando que las imágenes, rudimentarias pero vitales, de esas viejas escenas de cine familiar, vienen a rememorar la infancia del cine.




Sinteticé los ingredientes primordiales del texto porque ahí se apuntan las claves y propósitos de Tren de sombras. Por un lado, restaurar una película familiar porque sus imágenes son portadoras de la memoria de los orígenes del cine; no porque sea una de las primeras películas sino porque su formato amateur remite a la forma de hacer cine de los pioneros, aquel cine de jardín de los Lumière -en realidad, cualquier home movie lleva ese adn en sus imágenes-, una metáfora del paraíso, a salvo de los estragos del tiempo (tiempo embalsamado), esos días del cielo en el jardín familiar. Nos encontramos, por tanto, ante la vertiente arqueológica, de recuperación de pieza con valor histórico (para el cine, para los cinéfilos: quien ama el cine profesa amor por los fantasmas). Pero se señala también que se trata de la última película del señor Fleury, añadiendo un valor testimonial -y aun testamentario-, y, un dato nada desdeñable, el enigma de su muerte.




Desde el primer momento -y blanco sobre negro- la película familiar del señor Fleury se nos presenta enhebrada con un caso sin resolver, y cualquier espectador puede sospechar -aun antes de que se nos muestren sus imágenes- que en esa película recuperada puede encontrarse la clave del enigma. En pocas palabras, la película familiar del señor Fleury deviene la matriz del misterio, y la arqueología del cine un juego de pistas, una investigación detectivesca. El documento aparece, desde el umbral de la película, contaminado por la ficción. Aunque casi habría bastado la mención de que salió en busca de la luz adecuada... y murió en extrañas circunstancias. Como si el cine le costara la vida. Dicho de otro modo, Tren de sombras es, en rigor, una película de misterio. Estamos en el cine. Un cine de resonancias fantásticas, como se sugiere en el subtítulo: El espectro de Le Thuit.


De hecho, el misterio es un ingrediente primordial -matriz y motriz- en la concepción de Tren de sombras. El propio Guerín ha confesado un sentimiento de desasosiego ante las viejas escenas de una película familiar, que no deja de ser íntima por torpe y tosca que sea, donde se vuelve muy presente -y late con fuerza- la idea de que estamos viendo a personas desaparecidas, que ya no están y, sin embargo, las vemos moviéndose con la misma naturalidad que los vivos en una suerte de indiferencia extrañísima. Esa sensación inquietante anima Tren de sombras y moviliza nuestra mirada en el curso de la película. ¿Quiénes son esas personas que se divierten en el jardín? Son fantasmas. Para mí, las películas familiares, a condición de que el tiempo pase por ellas, se convierten en películas de misterio... O sea, Tren de sombras se convierte en una ficción desde la raíz. Y desde los créditos.


Y claro, hasta tal punto estamos en el cine, que no existe tal película familiar del señor Fleury. O mejor, Guerin nos propone un juego: hagamos -veamos- como si existiera. Y nos la muestra. Una película muda y en blanco y negro, rodada en soporte de 16 mm cámara en mano -concretamente una Bollex Pallard-, un negativo que luego se hinchó a 35 mm, de tal forma que, durante la proyección, no existe diferencia en el tamaño de la imagen con las que fueron rodadas originalmente en 35 mm y en color, otras dos modalidades del como si. La película familiar fue -en la realidad- rodada por Tomás Pladevall, el director de fotografía que firma Tren de sombras bajo la dirección de Guerin, tras haber estudiado en auténticas películas familiares los, por así decir, rasgos de estilo, formas de hacer, los tics de un cineasta amateur. En fin, rodaron esa pieza como si fuera una verdadera película familiar para que nosotros la veamos como si de tal se tratara (y sembraron pistas del enigma que ocultaba, y aun de otras películas posibles entre sus imágenes, en los vagones del Tren de sombras). En esa fase del rodaje tuvo lugar la visita de Erice a Guerín en el verano de 1995.






Vemos esa película familiar, amojonada por carteles con títulos juguetones para cada una de las escenas tópicas del cine casero: los retratos de familia, los juegos infantiles en el jardín, travesuras, escenas de cine cómico (como el episodio de las corbatas animadas), el baño en el río, la comida, el baile de disfraces, el columpio, excursiones... Escenas que no sólo remiten, como ya señalamos, a los Lumiêre y al cine amateur (cómo no iba a acordarme de José Ernesto Díaz Noriega, ese gran cineasta amateur que hacía de cada película familiar una pequeña obra de arte... de amar el cine, uno de los primeros cineastas a los que invitamos a impartir una lección magistral en la EIS), sino también al cine de Renoir con momentos que nos hacen rememorar escenas de La regla del juego y otros especialmente significativos (en el curso de Tren de sombras) como la escena del columpio, con resonancias del mismo motivo en Un día de campo.





Pero no bastaba como si fuera una película familiar de 1930, además debía ser como si hubiese estado mal conservada y el tiempo la hubiera estragado. O sea, una vez rodada la película familiar la rayaron, la patearon, la dañaron con detergentes.  Pero no de cualquier manera ni en cualquier momento.


Lo hicieron durante la postproducción, mano a mano entre Guerín y el montador Manuel Almiñana, pero de forma calculada, creando rayas, trazos, manchas, en momentos elegidos y durante una cantidad determinada de fotogramas medida en el curso del montaje; inscribiendo el tiempo en el celuloide, en la materia misma de la película pero con vistas a que cobrara, en la proyección, valores rítmicos, tonales, musicales. Tren de sombras resulta así una película musical en un sentido orgánico, en sentido matérico.




En esa película familiar dañada por el paso del tiempo -enferma de tiempo, diríamos- resuena la infancia del cine -como en tantas películas caseras perdidas-; Guerín, casi resulta una obviedad mencionarlo, eligió una fecha significativa: ese 1930 señala la transición del cine silente al sonoro y el fin de aquella infancia, y quizá más decisivo, de la convivencia de diversos tipos de cine a un modelo industrial hegemónico que acabará por reducir los otros cines a una existencia marginal.




Esos otros cines resuenan también en la película familiar de Tren de sombras, con ecos de la experimentación plástica en el cine desde un Jean Epstein a un Norman McLaren o Stan Brakhage.




La segunda modalidad del como si se corresponde con el segmento que, en un primer momento, se viste con las formas del documental -en color y 35 mm-, como si visitáramos en 1995 los lugares donde se rodó la película familiar recuperada y, en particular, el interior de la mansión del señor Fleury, deambulando por las estancias en busca de la huellas -como naturalezas muertas- de quienes las habitaron y nos miran desde las fotografías, y que la cámara acecha en los espejos, en las sombras, al compás de los relojes insomnes, tic-tac, tic-tac, tic-tac, metrónomos de la música del tiempo que anima este juego de presencias y ausencias; pero, como si la mirada de Guerín y  la cámara de Tomás Pladevall  invocaran a los fantasmas, no tardarán en manifestarse. Digamos que el tramo más documental de Tren de sombras -sin actores, con la presencia humana reducida al mínimo (algunas gentes del pueblo, los caseros que cuidan de la mansión)- deviene la modalidad más fantástica, la naturaleza primordial del cine como desvelamiento y revelación de lo invisible.






Al atardecer -recordaba Tomás Pladevall a propósito de la fotografía de la película (concretamente de este segmento que comentamos)-, un rayo de sol que se filtra por la cortina incide sobre el reloj, de tal modo que el movimiento de su péndulo produce un reflejo de luz cálida sobre la cámara de Mr. Fleury. Esta palpitación efímera, ilusoria, fruto del azar o de una conjura entre la luz y el tiempo, se insinúa hasta provocar una nueva mirada sobre aquellas viejas imágenes.


Resulta conmovedor que el director de fotografía, autor -con Guerín- de esos efectos de luz, parezca atribuírselos, años después, a los dioses lares de Tren de sombras, como si él mismo escribiera poseído por la lógica de los fantasmas.


No conseguí encontrar el texto que escribió Marcos Ordóñez para la presentación de la película en el Festival de Sitges, traigo aquí estas líneas gracias a las páginas que le dedica Domènec Font a Tren de sombras en su libro póstumo Cuerpo a cuerpo, donde aparece esta cita: La luz sigue descendiendo y las paredes de la mansión, hasta entonces mudas, se convierten de pronto en una caverna platónica, una fantasmagoría de luces y sombras, de ramas y hojas movidas por el viento, como una nueva premonición de  todo lo fugitivo que busca ser aprehendido de nuevo, aunque sólo sea por un instante.  


Una noche de estirpe lunar, con lluvia, rayos y truenos. Una noche de presagios. Una noche del cine y de cine, porque en la oscuridad todo cobra vida, como nos recordaba aquel productor, trasunto de Val Lewton, en Cautivos del mal de Minnelli. Y todo parece animarse al compás de La noche transfigurada de Schönberg, y el cineasta recupera la mirada creadora del niño jugando con las sombras en su habitación, imaginando imágenes, imaginando el cine con las sombras, sellando un pacto secreto de por vida con la noche del cine.


Entonces, regresan del reino de las sombras las imágenes de la película familiar. Vuelven como fantasmas, como manifestaciones de una ausencia, pero esta vez el arqueólogo deja su sitio al detective -y aun al investigador forense- para analizar en la moviola esas imágenes de la película casera del señor Fleury. Llega el momento de la tercera modalidad de Tren de sombras, donde el cineasta hace como si montara otra vez aquella home movie para encontrar los relatos secretos -las historias ocultas- que no apreciamos en el montaje original (o sólo llegamos a sospechar) y quizá -sólo quizá- encontrar las claves del misterio.




El montaje deviene experimentación plástica, a través de la mecánica de la moviola, con el paso de los fotogramas -esa tracción mecánica (visual y sonora)-, y juego lingüístico, a través del corta y pega de los fotogramas que permiten re-significar las escenas, construyendo otros sentidos, es decir, montando con las mismas imágenes otras películas: la relación amorosa entre el tío Etienne y la criada, pero también la mirada de la pequeña Marlette que parece descubrir esa historia clandestina, o la atracción -¿incestuosa?- entre el señor Fleury y Hortense... en un inagotable flujo de sentidos.




Y así Tren de sombras destila también una reflexión sobre el trabajo del cine: una mirada que hace ver lo que no está en las imágenes, sino entre las imágenes, o dicho de otra forma, lo que sólo va a cobrar forma en la mirada del espectador.


Entonces llega el momento de reconstruir -en color y 35 mm- la filmación de aquella película familiar, la cuarta modalidad: como si fuera la película de la película, cine sobre cine, como si de un making off se tratara, como si remontáramos el tiempo con el Tren de sombras y volviéramos a 1930 para verificar las hipótesis derivadas de la investigación en la moviola.




Un segmento que nos recuerda algunas películas de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet -Sicilia!, pongamos por caso-, donde las imágenes cobran formas rituales, donde los movimientos y los gestos aparecen coreografiados como una danza suspendida, como si vivieran en un mundo paralelo al nuestro, y sólo pudiéramos contemplarlos a través de un cristal de tiempo. Y escuchar de los labios de la criada las únicas fases de la película: Nos han visto.


Desde el otro lado del cristal. Del tiempo. Del cine. Desde el otro lado de la pantalla. O sea, también ellos nos han visto.


Y a través de ese cristal -de esa ventana- de tiempo contemplamos el regreso del espectro de Le Thuit para rodar su última escena.






El tejido fílmico de Tren de sombras aflora en la conjugación de esas modalidades, en el juego de los como si que propone. El propio proceso de producción de la película se corresponde con la experiencia que vivimos en el aquel de verla. Y nos convierte en generadores de otra modalidad de Tren de sombras, en autores de otra película , jugando a otro como si.




De la misma forma que Guerín descubre historias ocultas en la película familiar, también nosotros, espectadores, jugamos a cineastas -nos anima a ello el viaje en el Tren de sombras- y desvelamos una película distinta, la que anida en el vértigo de la mirada de Guerín sobre una imagen arrebatada a los estragos del tiempo, la imagen de una mirada-objeto de deseo (de cine). En la fascinación de un rostro femenino. En esa mirada que empieza a detener los fotogramas del rostro de Hortense, como si quisiera, más que desvelar un misterio, perderse en él, atrapado en otro tiempo, el de esos fotogramas, el del cine... Y reencontrar a la amada muerta. O traerla de vuelta. Esa fascinación destilada también en Laura de Otto Preminger o Jennie de William Dieterle.  O La mujer del cuadro de Lang. O -ya lo hemos sembrado- Vértigo de Hitchcock.


Al reconstruir la filmación de la película familiar confirmamos la historia de amor del señor Fleury y Hortense, y transfigura y la colma de sentido todo cuando vimos en Tren de sombras: aquella película casera sólo era un pretexto para filmar a la mujer amada, para mirar su mirada enamorada. Pero, arrastrados por ese tren en fuga, que no deja de proyectar sus sombras en los adentros, no podemos sino montarnos nuestra propia película, siguiendo el ejemplo del cineasta y con las pruebas que deja a la vista.




Y entonces, Tren de sombras, puede verse como la historia de un cineasta que restaurando una vieja película familiar se enamora de una mujer que aparece en sus imágenes, es decir, de un fantasma de cine. Al fin y al cabo, para tantos directores -Guerín entre ellos- filmar el rostro amado -o que podría ser amado- deviene la razón última del cine. Tal vez siempre hemos querido que la persona amada tenga la existencia de un fantasma, dice el protagonista de La invención de Morel. Sólo que la conjugación de los como si en nuestra mirada tiene un efecto multiplicador -un laberinto de espejos- y nunca estamos seguros de si Guerín es ese prófugo que se reúne con su amada en el tiempo de una imagen o ese Morel que inventa un dispositivo -ese Tren de sombras- para que nuestra mirada invente -monte- esa experiencia. Probablemente los dos.


Por así decir, ese Tren de sombras viaja por la memoria del cine y al tiempo -ah, el tiempo- lleva en sus vagones todos los cines -el documental y la ficción, el mudo y el sonoro, el ensayo y la experimentación, lo teatral y lo pictórico, los orígenes y las vanguardias-, o mejor, ese Tren de sombras nos trae resonancias de todo el cine que hemos visto.


Todos los fantasmas que nos han visto.

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