1/11/12

Noviembre, ¿de vuelta en el cine?



Hace un año que no voy al cine. Acabo de escribir que hace un año que no voy al cine y me cuesta creerlo. Hace un año que no voy al cine. Lo escribo porque dicen que lo escrito queda. Lo escribo y suena a confesión. Y a culpa. Para llorar.

Desde que entré en un cine -yo solo, sin que me llevaran-, hace como cincuenta años, nunca imaginé que llegaría a pasar meses, qué digo meses, semanas sin ir al cine. Hasta hace apenas unos años sería inimaginable. Pues sí, han transcurrido 365 días sin ir al cine.

Si llevas un año sin ir al cine -me dijo Adelita (con pesar) desde Ginebra cuando se lo comenté-, alguien te debe una explicación. Lo malo es que la explicación ya me la sé: el mercado, programan el cine que la gente quiere ver... Ciento veinte salas en Galicia, mira uno la programación y se le cae el alma a los pies, talmente un Gran Hermano (al que le gustarán las películas, no digo que no, pero a la vista está que detesta el cine) decide qué quiere ver la gente, no hay otra explicación.


Alguna vez recordé aquí cómo en los años setenta, en los años postreros del franquismo, coincidían en la cartelera -de Vigo, sin ir más lejos- las películas de Bergman (no olvido las colas de espectadores en la taquilla del cine Odeón para ver Gritos y susurros), Fellini, Buñuel, Truffaut y Coppola, pongamos por caso, y durante el verano se reponían películas como La noche del cazador, El quinteto de la muerteVértigo o El hombre que mató a Libery Valance. Y en los ochenta llegaban las películas de Rohmer, Godard, Wenders, Tanner o Jarmush con normalidad, sin necesidad de ir a Madrid a verlas.

Todo empezó a cambiar en los noventa. Menos mal que esos años vivíamos en A Coruña y disfrutábamos de la programación del CGAI, e íbamos al cine dos o tres veces por semana como mínimo. Por entonces tuve ya sonadas broncas con los proyeccionistas de algunos cines; nunca olvidaré aquella sesión en el (desaparecido) cine Goya donde estrenaban Sin perdon, esa obra maestra de Clint Eastwood: lo que no tenía perdón era aquella proyección, un crimen contra el cine.


Pero con el nuevo siglo las cosas (del cine) empeoraron cuando las salas empezaron a ser frecuentados, no por espectadores, sino por consumidores maleducados que mandan mensajes con sus móviles en el curso de la película, volviendo insufrible la proyección con el reflejo de las pantallas líquidas en nuestros ojos: alguna vez llegué a arrancárselo de las manos al niñato que tenía delante y lo estampé contra la pared, y entonces resulta que el criminal era yo, hay que ver.

A esas alturas ya resultaba imprescindible hacer mil previsiones y cálculos para evitar sesiones criminales (que despertaban mís cívicos instintos asesinos) y la peste de las palomitas. Hasta que empezó a resultarnos insufrible el doblaje... y aun si la película valiera la pena...

Nos fueron echando de los cines, pero los echamos de menos y cuesta resignarse. Y quizá la mayor pérdida empezamos a experimentarla hace veinte años, cuando dejamos de sentirnos parte de una comunidad de espectadores, cuando desapareció esa corriente íntima y colectiva que multiplicaba las emociones y las risas durante una proyección en la noche del cine, en la casa de las sombras; recuerdo aún esas reacciones sinestésicas comunitarias como la que acabó con las existencias de aguas minerales durante el descanso (en el intermedio) de Lawrence de Arabia en el cine Bolívar de Tui.


Una pérdida que anticipaba el abandono y la desaparición de los cines (esos cines donde vimos, por ejemplo, las películas que vieron nuestra infancia) , una pérdida que las multisalas no han remediado, todo lo contrario, la han hecho si cabe más dolorosa con tantas salas con las mismas películas, tantas salas sin cine. Por no hablar de las salas donde proyectan películas en digital que han sido rodadas en soporte cine, ¿para qué hacer entonces el viaje, pagar entonces una entrada y aguantar a seres incívicos?

Pero ver el cine en casa, por más que estemos a oscuras y por grande que sea la pantalla, apenas calma nuestra sed de cine pero no alivia la pérdida de la noche creadora de la memoria primordial. Lo decía muy bien Chris Marker al referirse a la función del obturador en el proyector de cine: De las dos horas que pasas en una sala de cine, una de ellas la pasas en la oscuridad [aunque miremos una película entera, en realidad sólo vemos la mitad de los fotogramas que pasan por la ventana de proyección, la otra mitad queda oculta por el obturador que intercepta el haz luminoso de la lámpara de proyección e impide que atraviese e ilumine esa mitad de la película que permanece invisible, a oscuras]. Es esa porción nocturna la que permanece con nosotros, la que fija en nuestra memoria una película de una forma distinta que si la vemos en la televisión o en un monitor.

Nos falta un cine cada vez que contemplamos la belleza de una película que no vimos en la casa de las sombras, como El nacimiento del amor de Phillipe Garrel, con ese hermoso blanco y negro de Raoul Coutard (hay películas con la huella del nacimiento del amor al cine). Añoramos un cine para ver el cine que llueve memoria en la mirada. De esa orfandad sólo, a veces, me consuela Ángeles: acabamos de ver en casa Akibiyori (Otoño tardío) y dice como si fuera en el cine: Ozu es una maravilla.

 
El próximo jueves comienza Cineuropa en Compostela. Hace un año vimos allí las últimas películas en el cine, como Le Havre, esa (última) maravilla de Kaurismäki. Está uno deseando conocer la programación. Ya me tardaba este noviembre, para vernos otra vez de vuelta en el cine. O eso esperamos.

1 comentario:

  1. Hola Daniel, aquí un vigués que, aunque algo más joven, se reconoce en lo que cuentas. Acabo de descubrir tu blog y creo que me quedaré un ratito. Un saludo.

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