30/11/12

Un cocodrilo melancólico


Desde hace dos semanas, a poco que me deje ir, me veo rememorando escenas de Tabú, volviendo a ese río de cine memorioso donde se mueve silente un cocodrilo melancólico. Quizá porque la película de Miguel Gomes contagia la pasión de contar, la fruición de la ficción, con tanto amor y humor como ninguna otra que uno haya visto en lo que va de año, y aun en años. Quizá por eso suscita el deseo de hablarla, de paladearla, o sea, de palabrearla. Otra vez. Y una vez más.


Tabú es una casa de cine -en un hermoso blanco y negro (obra del director de fotografía Rui Poças)- con sus puertas y ventanas, y depende por donde entres te encuentras con una película lírica o misteriosa, dolorosa o alegre, triste o romántica. Así de generoso es Miguel Gomes. De hecho, le conté Tabú a Ángeles en distintas versiones,  mientras (ella) preparaba un cabracho al horno (yo soy un mero pinche de cocina) o durante un viaje a Tui o paseando por la Alameda de Santiago antes de una sesión continua: primero, Heaven´s Gate (1980) de Michael Cimino, la reciente versión restaurada de final cut del director, una película de casi tres horas y media; luego el tiempo justo para tomar un refrigerio y unos cafés en  el bar de al lado; y otra vez a la sala para ver Amour (2012) de Michael Haneke, un filme de poco más de dos horas. En fin, casi seis horas de cine. Una maratón a nuestra edad. Dos películas que no pueden estar más alejadas de Tabú, ni más alejadas entre sí; en las antípodas, vamos. Pero vuelvo a Tabú casi empujado por la mirada de otro cocodrilo, que Herzog nos lleva a compartir en los últimos compases de La cueva de los sueños olvidados (y no diré más sobre ese cocodrilo atómico).

Miguel Gomes

Miguel Gomes conjuga en Tabú (2012) dos pasiones -el amor por el cine y el amor por las historias- atravesadas por el tiempo y la memoria, tiempo destilado por la memoria del cine -del Tabú (1931) de Murnau, desde luego, pero también del cine clásico de aventuras y aun de los folletines que se remontan a Feuillade- y la memoria de lo perdido que se desprende de las historias -de las vidas de novela y de las novelas de la vida- en el curso del tiempo. En cada corte del Tabú de Miguel Gomes asoma una mirada preñada de humor y herida por la melancolía. La mirada de un cocodrilo que lo ha visto todo -testigo inmemorial de tantos amores perdidos- y al que acabamos mirando casi como un trasunto silente del propio cineasta.


Ahora conviene apuntar que la película -tal como Aquele querido mes de agosto, el filme anterior de Miguel Gomes- se estructura en dos partes: la primera, una historia de soledad, en el presente, en Lisboa, y en torno a Pilar (Teresa Madruga), una mujer que encuentra en el cine el último refugio a su íntimo desamparo; y sus vecinas, Aurora (Laura Soveral), una anciana fantasiosa y ludópata -y aquejada ya de demencia senil-, y quien la cuida, Santa (Isabel Cardoso), una criada de origen africano.


Esta primera parte del díptico, rodada en 35mm, lleva por título "Paraíso perdido", un segmento despojado, con las emociones represadas y tonalidades de fado calmo y sombrío, iluminado por vislumbres de humor leve y melancólico, donde apenas hay música (salvo en las películas que ve Pilar) y las huellas de África cobran visos kitsch, como la escultura de una jirafa en un parque o la selva del centro comercial adonde Pilar y Santa van a tomar un café, después del entierro de Aurora -un  nombre que remite al barco del Tabú de Murnau, pero también el título de otra de sus obras maestras, quizá su obra cumbre, Sunrise, que aquí se tituló Amanecer-, acompañadas por Ventura (Henrique Espírito Santo) -otro nombre con resonancias cinéfilas: el protagonista de Juventude em marcha de Pedro Costa-, el viejo al que la anciana pidió ver cuando se encontraba a las puertas de la muerte. Y entonces, en aquel bar desangelado, en aquella selva kitsch, Ventura les cuenta una historia: Doña Aurora tenía una granja en África...


Y comienza la segunda parte de Tabú, rodada en 16 mm, que lleva por título Paraíso (invirtiendo así el orden de los segmentos del de Murnau). Sobra decir que la sorpresa de aquellas mujeres, Pilar y Santa, ante la revelación de Ventura -que deviene un gran narrador como el personaje homónimo de Juventude em marcha- se corresponde con nuestra carcajada. Bueno, con la mía. He de confesar que era el único que me reía durante la proyección en esta segunda parte, la aventura africana de la joven Aurora (Ana Moreira) que vive una historia de amor arrebatado -y prohibido- con el joven Ventura (Carloto Cotta) en una colonia portuguesa durante los años setenta, una historia enhebrada con gracia, desparpajo, inventiva, pasión e ironía. Un segmento donde la voz del viejo Ventura es la única que escuchamos, así como las canciones del grupo pop donde el joven Ventura oficia de batería y algunos -escogidos- efectos sonoros, pero no los diálogos de los personajes. Una película africana donde descubrimos que aquellas ensoñaciones -fantasías seniles- de la vieja Aurora eran restos de su pasado, ruinas de la memoria perdida.


Imagino que los espectadores con los que coincidí en la sala no entraron en el juego de la forma elegida por Miguel Gomes para abrir un pasaje con la memoria de un cine -silente- desaparecido a través de la memoria de otra desaparecida -Aurora- que, por así decir, resucita en esa película africana, que deviene un filme fantasma, como si aflorara en una sesión de espiritismo (como apuntó el cineasta en una imagen muy bien traída). Como abre también un pasaje hacia otras formas de contar, hacia el cine folletín, el cine novelesco, o mejor, entre la novela (romántica) de aventuras y el cine contemporáneo, donde la memoria del cine dialoga con la memoria de lo perdido, como Tren de sombras de Guerín.


Pero uno prefiere ver ese "Paraíso" como un regalo para los personajes que la escuchan, tan solos; esa Pilar que se refugia en el cine, esa Santa en las páginas de una edición para niños de Las aventuras de Robinson Crusoe (como el propio Ventura en la evocación de su amor con Aurora). Tan necesitados de ficción para abrigarse del frío de la soledad, de historias para colmar sus vidas, quizá porque sienten la orfandad de ese paraíso perdido, aunque no lo hayan vivido, y sólo pueden experimentarlo a través de la voz de Ventura que fecunda su imaginación. Parece como si los dioses lares del cine escucharan la secreta plegaria de Pilar, una plegaria por la ficción como único consuelo.


Me referí a esa película africana como un juego al que nos invita Miguel Gomes porque Tabú nos habla de un cine perdido pero también de la pérdida de la inocencia del cine y de los espectadores, esa inocencia que, sin embargo, aún conserva Pilar, y la película se nos ofrenda como una forma de recuperarla, como si aún fuéramos espectadores inocentes de un película muda contemplando una aventura romántica. Como una forma, en fin. de recobrar la fe en la ficción, para que nos dejemos cautivar por la ficción y arrastrar por las emociones, aun sabiendo que se trata de una mentira, es decir, de una película. Y Miguel Gomes cuando juega, juega a fondo -o sea, en serio- y así, en uno de los momentos más gozosos de Tabú, los amantes miran a cámara y parece escuchar qué se (nos) cuenta de ellos en el futuro -es decir, en el presente, qué cuenta Ventura en nuestro presente de espectadores- enhebrando los tiempos de la ficción, plegando el tiempo de las historias.


Y hasta podemos aventurar si el relato africano no es una ficción inventada por Ventura, bajo la forma de película muda y perdida, para convertir a Aurora en una mujer de leyenda, es decir, para dotarla de un relato memorable, que Pilar y Santa recuerden para siempre, y para siempre las acompañe y consuele. Porque Tabú empieza en el cine, con una película que contempla Pilar, donde un explorador con el corazón roto (encarnado por el script y montador Telmo Churro) se deja devorar por un cocodrilo para reunirse con el fantasma de su amada (encarnada por Mariana Ricardo, la co-guionista de Miguel Gomes). Un cine que transita a ambos lados de la cámara y que se reinventa en el aquel de hacerse, renovando en el día a día del rodaje el deseo de contar, el deseo de filmar. El deseo del cine.


El cine -comentó a propósito de su Tabú el cineasta portugués- puede invocar y rescatar la memoria de las cosas porque está habitado por fantasmas. Se puede llegar a la memoria del mundo a través del cine. Cómo no iba a recordar Tren de sombras. Decía Guerín que los viajes a los orígenes siempre te llevan al final. Cuando llegas a la aurora te ves en el umbral del ocaso, de la elegía. Miguel Gomes en Tabú -como Guerín en Tren de sombras- parte en busca de las cosas devoradas por el tiempo y encuentra en el cine una forma de memoria -el único paraíso posible-, porque el cine no sólo puede embalsamar el tiempo, también puede traer de vuelta lo perdido, lo olvidado. Y resucitar a los muertos como Ventura al contarnos la película de Aurora.


Cuántas ganas de ponerle los ojos encima otra vez a Tabú, ese cine leve y encantado, irónico, tierno y travieso de Miguel Gomes. Un cine destilado por la mirada de un cocodrilo melancólico.

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