15/11/12

Memorial de fantasmas



Cuando era niño, la ventana de mi cuarto se abría sobre una viña, que hacía las veces de soportal en la fachada de la casa y la separaba de la carretera. De noche, los faros de los coches proyectaban sobre las paredes las sombras movedizas de los pámpanos o de los sarmientos, manchas o trazos dependiendo de la estación. O era la luna quien urdía formas casi sólidas. O de día, el sol se filtraba por los visillos y dibujaba tramas de sombras bordadas, o haces o aspas a la hora de la siesta en los candentes días de agosto con las contras echadas. Luces y sombras del cine antes del cine. Y aun después del cine. Ahora, en nuestro cuarto, de noche, el faro de Corrubedo pinta las paredes de nuestra habitación con un haz de luz para despertar a las sombras. Aún el cine. En  esa experiencia primordial enhebramos nuestra infancia con la infancia del cine, los orígenes del cine y el cine de los orígenes. En esa experiencia se abriga la noción de las sombras como nido del cine.


Las sombras, la capacidad que tienes de pequeño para imaginarte personajes a partir de las sombras que provoca la luz de la luna cuando llega filtrada a tu habitación a través del follaje de un árbol vecino, están en el origen mismo de mi vocación de cineasta.

Son palabras de José Luis Guerín. Y en otra ocasión se remontó aún más lejos, desde la propia infancia hasta la infancia del arte: 

La primera mirada creadora del cineasta yo la establezco en la infancia cuando el niño tiene la capacidad de soñar imágenes con las sombras, cuando está en la cama y en la penumbra, al amanecer o al anochecer, se proyectan sombras agigantadas de árboles, de hojas, filtraciones de luz a través de persianas. Entonces el niño tiene una capacidad fascinante para invocar, convocar imágenes a partir de las sombras. Es una capacidad que luego no sé por qué misteriosa razón solemos perder. Esa capacidad de ensoñación, de imaginar la imagen, es una redundancia que me gusta. Yo creo que el cineasta nace cuando contemplas esas sombras en la infancia, ya no eres un espectador porque hay una mirada creadora ahí, que está tabulando con las primeras imágenes en movimiento. Incluso una hipótesis que a mí me parece muy bella es la que sitúa la infancia del arte en ese terreno, que dice que el hombre remoto de las cuevas de Altamira antes de trazar el bisonte lo había soñado o imaginado a partir del juego de las sombras que se creaban en los accidentes de la gruta con la entrada del sol que creaba sombras y él adivinaba ahí el bisonte.


En ninguna otra película suya se destila esa iluminación como en Tren de sombras, quizá su obra más hermosa. Una de las películas más bellas que uno haya visto.


Han pasado quince años desde su estreno en la sección Quincena de Realizadores del Festival de Cannes de 1997, tiempo suficiente para que el hecho de haberla apartado de la Sección Oficial cobre visos de un error notorio, punto negro del 50º aniversario del festival del cine de autor por excelencia.














Unos meses después, Tren de sombras se presentó en el Festival de Sitges, o sea, en un certamen especializado en el cine fantástico. Resulta irónico que lo fantástico sea un término del que se huya -¿como de la peste?- a la hora de definir -vana pretensión- una película tan singular como deslumbrante -y tan refractaria a cualquier delimitación (tan movediza ella como las propias sombras)-, tan extraña como cautivadora.


Quizá no hay un mes más propicio que este de noviembre -el mes de los muertos- para traer un Tren de sombras a esta escuela, un filme espectral sobre la aventura de la mirada en el aquel de embalsamar el tiempo, pero también de resucitar a los muertos, como tan bien apuntó André Bazin en un texto germinal para el cine de Guerín -como en Innisfree, donde rastrea las huellas de los ausentes (John Ford, Maureen O'Hara, John Wayne... la gente de The Quiet Man) tanto como los ecos del mito- y en concreto para esta película; un viaje al corazón de las sombras que cobijan el misterio del cine, conjugando en cada fotograma la aprehensión documental del tiempo vivido y su transfiguración fantástica por el tiempo llovido sobre las presencias fijadas en el celuloide.


Recuerdo que a mediados de los ochenta, cuando Manolo González investigaba la vida de José Gil, el primer cineasta gallego, solía hacer base en nuestra casa -en Tui, donde vivíamos entonces- y nos contaba la vida y milagros del pionero del cine en Galicia por entregas. En una de esas recaladas, nos refirió un episodio conmovedor: José Gil había perdido a sus dos hijas de forma prematura y proyectaba cada tarde en el cine Royalty de Ponteareas -que regentaba- las películas que había rodado con ellas; las traía de vuelta a través del cine para que su mujer y él pudieran verlas vivas una vez más. Esta idea de resucitar a los seres queridos desaparecidos a través del cine -el cine como arte funerario (y aun como arte funerario egipcio) que apuntaba Bazin- estuvo muy presente en los pioneros del cine, como nos ha recordado Noël Burch en El tragaluz del infinito.


Quizá nadie como Gorki -y desde luego nadie tan pronto- presintió esa naturaleza espectral del cine cuando asistió a las primeras películas de los Lumière en un café de mala muerte de Nijni Novgorod en 1896, una proyección que le inspiró el célebre texto El reino de las sombras, un texto germinal -No es la vida sino su sombra, no es el movimiento sino su espectro silencioso- donde se evocan las imágenes silentes como fantasmas o visiones encantadas por efecto de algún sortilegio, y una lectura cardinal para Guerín y su Tren de sombras, un título tomado de un pasaje del artículo cuando Gorki alude a la película fundacional de los Lumière.


Con el tiempo, toda película es cine de muertos que resucitan en cada proyección, que nuestra mirada trae de vuelta del reino de las sombras. Toda película, con el tiempo, deviene cine de aparecidos. Una Santa Compaña de la noche del cine. Y Tren de sombras, un memorial de fantasmas. De todos los fantasmas olvidados que han pasado por la pantalla desde los orígenes del cine.


Guerín despliega un dispositivo para que nuestra mirada cultive el tiempo como un campesino, indague en la memoria como un arqueólogo, trabaje la materia misma como un pintor, estudie cada fotograma como un montador y construya el sentido como un cineasta. De ahí, las modalidades de cine enhebradas en Tren de sombras: una vieja película familiar recuperada -16 mm, blanco y negro, muda-, el registro presente -en 1995: 35 mm, color, sonora- de los lugares donde se filmó aquella película en 1930, un ensayo -en la moviola- sobre los relatos escondidos en la home movie y una reconstrucción del rodaje de la película recuperada -una película sobre la película, con actores, 35 mm, color, sonora-.


La articulación de esos materiales fragua reminiscencias, esculpe el tiempo perdido y desprende melancolía. Invoca a los ausentes y nos convoca a un ritual de duelo. Por el cine. Por el cine como ceremonia colectiva. Cuando el cine había cumplido cien años. Era llegado el tiempo de la elegía.


Habrá una próxima estación. No vamos a apearnos aún de este Tren de sombras.

(Continuará.)

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