9/11/12
El hijo de Tarzán
Los de mi generación quizá fuimos los últimos niños que soñamos con ser el hijo de Tarzán. Bueno, Ángeles soñaba con ser Jane, con tener una cocina como aquélla de juguete pero a tamaño -nunca mejor dicho- natural, en aquella cabaña sobre los árboles en medio de la selva, y a Tarzán para los recados.
Y además de ver las películas -Tarzán de los monos, Tarzán y su compañera, Tarzán en Nueva York...-, leía uno tras otro los libros de la serie del personaje creado por Edgar Rice Burroughs, ese huérfano primordial que renace en cada aventura con la fuerza genesíaca de la selva maternal, el jardín de los orígenes.
Pero desde Tarzán y su hijo (1939) de Richard Thorpe uno quería ser como Boy. Hace dos años murió Johnny Sheffield, el actor que lo había encarnado, tras caerse de una escalera cuando podaba un árbol; él, una criatura del aire, que volaba por la selva de liana en liana. Fue el propio Johnny Weissmüller quien lo eligió entre trescientos actores infantiles que se habían presentado a un casting para el papel y fue un padre para el chaval.
Hay una orfandad íntima que sólo encuentra amparo en el cine. No sé si lo intuía -o lo sabía o lo presentía- mi padre cuando me dejó en la puerta del cine Bolívar para ver en sesión infantil Tarzán y su hijo, antes de sentarse tras el volante del autobús de la línea Tui-Pontevedra aquel domingo. Camino del cine me había contado que iba a ver el mejor Tarzán, Johnny Weissmüller. No hubo otro Tarzán en mi libro de horas (de la memoria) del cine. No sé si algunas películas siguen representado un refugio para ese desvalimiento primordial que cualquier niño experimenta alguna vez.
Quizá ninguna imagen como esta fotografía de 1944 tomada en Marsella por Julia Pirotte, una fotógrafa de origen polaco -combatiente en la Resistencia francesa-, conjuga la orfandad radical con el amparo del cine, con la promesa de adopción para cualquier niño como el hijo de Tarzán.
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