He vuelto estos días a La saga/fuga de J. B. La primera edición data de hace cuarenta años. Dicen, y supongo que es verdad -sin dejar de ser insólito-, que año y medio después de su publicación -más o menos en 1973 por estas fechas- se llevaban vendidos cuatro mil ejemplares y se preparaba una segunda edición. Para hacerse una idea cabal de la cifra basta señalar que de sus obras anteriores apenas se habían vendido unos cientos, pongamos por caso de su Don Juan: aquella indiferencia con que fue acogida -quizá su obra más querida- no sólo le dolió sino que lo empujó a aceptar la invitación para impartir un curso de literatura en la universidad de Albany.
Torrente Ballester emigró a América a mediados de los sesenta por despecho literario, porque sentía que aquí no tenía sitio como escritor, justo cuando -aquí- había encontrado el lugar perfecto para escribir, en una casa con vistas al río Lérez: un abuhardillado donde montó su estudio con visos de camarote de bergantín, abierto a la ría, propicio para que lo colmaran ocasos y vendavales. En Pontevedra, donde ejercía de profesor en el instituto femenino, germinó La saga/fuga y ensoñó Castroforte del Baralla, y en ese estudio -corazón de su nostalgia de la ciudad- escribió el capítulo tercero, Scherzo y Fuga (probablemente durante unas vacaciones en sus años americanos), que comienza así: Ese día, o más bien esa noche, me encontré con que yo ya no era quien solía, sino yo mismo.
Torrente Ballester, fotógrafo. (Fotografía de Colita.)
Conocí a Torrente Ballester, de vuelta de América, cuando La saga-fuga de J. B. llevaba un par de años en las librerías, pero sólo había leído Los gozos y las sombras -y era de los pocos entonces, porque esa trilogía sólo se vendió gracias a la popularidad de la serie estrenada en 1982 (cómo olvidar aquella Clara Aldán encarnada por Charo López)-. Después de aquel encuentro, lo primero que hice fue ir a una librería a por La saga/fuga y leer aquellas páginas como si él me hablara, como si continuara escuchando su voz.
A Torrente Ballester le debo a Pessoa, es de esas deudas memorables, la de los descubrimientos cardinales. Le debo también la lección del humor como un asunto mayor de la literatura. Y releer el Quijote como si fuera la primera vez. Hubo otras lecciones, pero ésas fueron las primordiales. Recuerdo que le preguntaban -a propósito de La saga/fuga- por Cien años de soledad que se había publicado unos años antes y -lo estoy viendo- apenas podía disimular cuánto le enojaba la referencia, sobre todo de quienes saltaba a la vista que no habían leído su novela y quizá tampoco la de García Márquez. Y no digamos cuando sacaban a colación el realismo mágico quienes no debían saber del Félix Muriel y a Cunqueiro sólo lo conocían por el forro. En fin, que sigue pareciéndome inverosímil que fuera precisamente La saga/fuga la primera novela suya que se convirtió en un éxito, no por minoritario menos relevante. Me gustó mucho saber que Borges, a otra pregunta tópica de un periodista íbero sobre Cien años de soledad, comentó que no entendía tanto interés por ese libro cuando tenían mucho más a mano La saga/fuga de Torrente Ballester, que es una novela excepcional.
No resisto la tentación de citar unas cuantas líneas del informe del censor sobre la novela: De todos los disparates que el lector que suscribe ha leído en este mundo, éste es el peor. Y se explica: Totalmente imposible de entender, la acción pasa en un pueblo imaginario, Castroforte del Baralla, donde hay lampreas, un cuerpo santo que apareció en el agua y una serie de locos que dicen muchos disparates. De cuando en cuando, alguna cosa sexual, casi siempre tan disparatada como el resto. El diagnóstico no puede ser más esclarecedor: Este libro no merece ni la denegación ni la aprobación. Y añade esta perla cultivada: Se propone se aplique el silencio administrativo. Algo así merecería figurar en La saga/fuga y quién sabe si Torrente no se sintió alguna vez tentado de enhebrarlo en alguna figuración de J. B.
(Fotografía de Chema Conesa.)
Lástima que entonces sólo le pregunté sobre la literatura, si fuera hoy le hubiera tirado de la lengua sobre el cine. Cada vez que volvía de Albany aprovechaba para ver alguna película en Nueva York: el Satyricon de Fellini, una vez; El discreto encanto de la burguesía de Buñuel, la última. No sé si le gustaban los fantasmas del cine, pero hubo una casa de fantasmas que le marcó para siempre y devino la matriz de su literatura, la casa de su abuela en Serantes, una casa grande, destartalada, llena de muebles hermosos y desvencijados, de puertas y ventanas con vida propia; caja de resonancia de todos los vendavales, de todos los ruidos, de los pasos quedos de todos los fantasmas... animados en el teatro de sombras que despierta una palmatoria temblorosa en la mano de un niño caminando por un pasillo en la noche oscura.
Pero si finalmente ya no hace falta reivindicar la imaginación y el humor en Torrente Ballester, suele olvidarse -o no se recuerda o valora lo suficiente- el erotismo que destilan sus obras. Tan cegato para tantas cosas con los años, hasta para leer -quizá el menoscabo más doloroso para un lector empedernido como él-, nunca le faltó la vista para ponerle los ojos encima a las mujeres hermosas. No faltan los testimonios. Os dejo el de Félix de Azúa, quizá el más gozoso:
Un viejo glorioso
Uno de ellos, personaje descomunal que ahora no quiero nombrar, había citado también allí al hijo de un hermano suyo que vivía desde hacía décadas en Extremo Oriente y a quien no había vuelto a ver. Tampoco su sobrino le había visto nunca, desde una lejana visita al cumplir los tres años, cuando se despidieron de la familia antes de emprender el gran viaje al Este.
Torrente llegó muy puntual, muy contento, muy bien colocado detrás de sus enormes gafas de megamiope. Lo cierto es que en una primera impresión, a don Gonzalo, que era delgado como un alambre, sólo se le veían las gafas, dos colosales rosetones semiopacos, tras los cuales vivía el literato.
Fue muy amable con todos y procedió a contar dos anécdotas encadenadas, realmente jocosas y bien narradas, aunque no acabé de entenderlas porque me distraía verle consultar la carta, operación que duró toda la segunda anécdota. La estudiaba de lado, es decir, por el borde, como si tratara de desentrañar una anamorfosis de Holbein.
Cuando había ya decidido pedir un Negroni, llegó el sobrinito, el cual era ya un mocetón de casi treinta años, alto y apuesto, al que acompañaba la mujer más espectacular que yo haya visto en toda mi vida.
Era a todas luces nórdica y muy joven, medía unos dos metros de altura y bajo su cabellera habríamos podido dormir todos los presentes, como bajo el manto de la Virgen de los Desamparados. Las curvaturas y grosores anatómicos que la adornaban eran de una rotundidad soberbia, barroca, salomónica. Y como en París hacía muchísimo calor, iba casi desnuda.
Mediante enormes esfuerzos logramos simular una naturalidad perfectamente farisea y procedimos a inverosímiles acrobacias con tal de no mirar las abundancias de la soberana criatura, lo que causó algún derrame de botellas y la caída de una silla.
Era sumamente difícil y doloroso no mirar aquella masa radiactiva de erotismo salvaje cuya jovialidad y fortaleza vital se manifestaban en unas risas wagnerianas que hacían vibrar las copas de martini y palpitar sus enormes senos casi por entero ajenos a todo cubrimiento.
Debo decir que, a diferencia de los presentes, don Gonzalo no disimuló en ningún momento. A la semiextinguida luz de su tristísima y casi muerta visión, aquella presencia debió de haber sido como la del ángel del séptimo sello, y en consecuencia, desde que alcanzó a divisarla la miró con un descaro y una agresividad que a todos los presentes nos llenó de zozobra.
De pronto, sin previo aviso y ante el pánico general, se levantó mascullando excusas en voz baja y fue aproximando su silla a la de la muchacha con breves saltitos de rana hasta casi sentarse en su falda, todo ello sin dejar de escrutar las partes superiores para ir luego lentamente bajando hacia las inferiores como si se tratara de la carta de los cocteles.
Cuando ya se encontraba a media inspección, apartóse unos centímetros y pió con dulce acento gallego: “No le importa, ¿verdad hijita? ¡Es que es tan insólito!”.
La tremenda walkiria estalló en unas carcajadas que limpiaron el aire de toda miasma y fantasmagoría, lo que no sólo nos alivió, sino que nos permitió, también a nosotros, echar una miradita. Se lo debemos a don Gonzalo, a quien Dios tiene en su gloria.
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