13/11/12

Un pespunte de rojo sobre un delirio de azul


En la sección de crítica del número 99 de la revista Kinetoscopio, editada en Medellín (Colombia), se publicó este texto mío a propósito de Le Havre de Kaurismäki. Quienes me conocen y/o siguen esta escuela lo leerán -imagino- más como un (rendido) tributo que como una crítica, aunque también, si la entendemos -y así la entiendo-, como un arte de amar. Os dejo aquí el artículo enhebrado -para esta ocasión- con enlaces e imágenes.

La última obra (capital) en el país de Kaurismäki.

Se toma con calma el nuevo siglo Kaurismäki. Cada vez se parece más a sus personajes (y viceversa). Tras haber rodado en el XX trece largometrajes en diecisiete años, sólo tres nos han llegado en el XXI. Tuvimos que esperar cuatro años por El hombre sin pasado (Mies vailla menneisyyttä, 2002), otros tantos por Luces del atardecer (Laitakaupungin valot, 2006) y cinco por Le Havre (2011). Nos tuvimos que consolar con algunas piezas cortas para los filmes colectivos Ten Minutes Older (2002), Visions of Europe  -el hermoso Bico (2004)- y Chacun son cinéma  -ese bello tributo al cine: Valimo (La fundición, 2006), puro humor Kaurismäki. Pero la espera ha valido la pena: no me atrevería a calificar Le Havre como la obra maestra de Kaurismäki –cómo va uno a relegar maravillas como El hombre sin pasado (por mencionar quizá su  película más conocida)-, pero sin duda forma parte de la constelación de obras mayores de su universo fílmico. Y no dudaría en incluirla entre lo mejor que el cine nos ha dado en lo que va de siglo. Un regalo para paladares cinéfilos.

El director de fotografía Timo Salminen y Aki Kaurismäki 
en el rodaje de Le Havre.

Para quien haya disfrutado el cine de Kaurismäki, encontrará en Le Havre un lugar familiar, quizá más hospitalario, tierno y cálido, con un humor más luminoso (pero en el sentido en que Leonardo da Vinci anotaba que para pintar la noche hay que poner una luz); un nuevo episodio en su tratamiento del color -que Pilar Carrera (muy recomendable su jugoso y juguetón libro sobre el cineasta) ha definido como porfía de azul-.


Otra tentativa en su búsqueda de la tetera roja perfecta que amojona su filmografía –una perseverante veneración del cine de Ozu (aquella tetera roja de Flores de equinoccio resuena en sus películas desde Sombras en el paraíso)-.


Y otro (sencillo y desnudo) cuento de hadas (pero no olvidemos qué duros y aun terribles La Cenicienta de los Grimm o La vendedora de fósforos de Andersen), esta vez sobre un limpiabotas que ayuda a un niño sin papeles –un inmigrante ilegal africano- fugitivo en el puerto de Le Havre a reunirse con su madre en el East End londinense, donde trabaja en una lavandería china. Un cuento de negrura y milagro.


Para quien no conozca el país de Kaurismäki, Le Havre puede representar un puerto propicio para llegar a su cine y recorrer sus otras capitales: Helsinki -Nubes pasajeras (Kauas pilvet karkaavat, 1996), pongamos por caso-, Londres -Contraté un asesino a sueldo (I Hired a Contract Killer, 1990)- o París -La vida bohemia (La vie de bohème, 1992). Resulta estéril buscar esas capitales en los mapas, sólo existen en el atlas fílmico de Kaurismäki.


Y semejante acotación (geográfica) –digamos, horizontal- vale también para la trama geológica –digamos, vertical- de sus películas, que destilan la fruición de la cita, de los pasajes y de los vasos comunicantes (con la literatura, el cine, la pintura, la música; con otros autores y con sus propios filmes), pero donde cualquier material es apropiado –es decir, convertido en propio- a través de la mirada del cineasta. Por así decir, Kaurismäki vuelve suya cualquier cosa en cuanto le pone los ojos encima, en cuanto la cobija en un plano, ya sea el tango Cuesta abajo de Gardel o el relato breve de Kafka Niños en el camino, que parecen haber sido escritos para la película.




En Le Havre recuperamos algunas presencias y acentos de La vida bohemia, empezando por su protagonista, André Wilms, el limpiabotas, el mismo Marcel Marx –el fantasma de Marx también, claro-, que le cuenta a Idrissa, el niño inmigrante, que de joven vivió la vida bohemia en París, escribió un poco , pero sólo consiguió el éxito artístico; Kati Outinen (la actriz fetiche del cineasta), que no aparece en La vida bohemia, pero aquí, como Arletty, la mujer del limpiabotas, habla con el mismo francés postizo de Matti Pellonpää (otro de los rostros primordiales del país Kaurismäki hasta su muerte) allí;  y volvemos a encontrar a Evelyne Didi, aquí Yvette, la panadera amiga de Marcel, la Mimi de La vida bohemia.


Pero, además, en Le Havre se dan cita figuras muy queridas del venero francés de su cine: Arletty, el nombre de la actriz protagonista de Les enfants du paradis (1945) de Marcel Carné; Becker, el médico que  trata a Arletty (Casque d’or de Jacques Becker es uno de sus filmes preferidos, y el personaje de Georges Manda encarnado por Serge Reggiani en esa cinta deviene el modelo de los hieráticos, estatuarios y lacónicos habitantes del país de Kaurismäki), en la piel de Pierre Étaix (el de Pickpocket, de Bresson, otro santo tutelar);


Monet, el comisario encarnado por Jean-Pierre Darroussin (una presencia habitual en el cine del marsellés Robert Guédiguian); Flaubert, el apellido de una cliente de la panadería de Yvette; y (no queremos ser exhaustivos) Luce Vigo, la hija del autor de L’Atalante (uno de los filmes de cabecera del finlandés), que regenta un puesto de bocadillos.


Y desde luego no podemos dejar de señalar la figura de Jean-Pierre Léaud, el protagonista de Contraté un asesino a sueldo -que vivía en el East End londinense, en Whitechapell Road, 248, el mismo domicilio de la madre de Idrissa-, aquí convertido en un repulsivo chivato, que nos religa con el universo de Truffaut.


Y la bellísima Elina Salo, la Claire del Café La Moderne, ¿cómo iba a privarse (y privarnos) de su presencia Kaurismäki?


Se ha señalado no pocas veces el efecto distanciador (brechtiano, si se quiere) de su cine a través de esas figuras –más que personajes- que pueblan sus películas, como este Marcel de Le Havre –más el limpiabotas que un limpiabotas-, esas presencias estatuarias que cobran visos míticos; pero también mediante una puesta en escena nada naturalista, reducida a trazos esenciales (como la huida de Idrissa con todos aquellos policías armados hasta los dientes que rodean el contenedor en el puerto), conjugada con movimientos, miradas y gestos que ritualizan las acciones en lugar de mimetizarse según claves realistas (como el intercambio de réplicas  entre Marcel y el director del centro de internamiento de inmigrantes ilegales en Calais), y gracias a esos diálogos en los que el lenguaje transfigura a esos perdedores –proletarios, y aun lumpen- que los pronuncian en una suerte de seres de leyenda.


También se ha insistido en que ese efecto distanciador contribuye al proceso de enfriamiento que Kaurimäki aplica al material melodramático que nutre las tramas de sus películas. Y todo eso es así, pero sólo hasta cierto punto, porque si uno llega al país de Kaurismäki y se siente como en casa - y no en un país extranjero-, percibe enseguida que todos esos procedimientos forman parte del humor primordial que desprende su cine; un humor que, en resumidas cuentas, no es más que un efecto de la mirada del cineasta; y un humor que aflora en la misma economía expresiva –podría hablarse de una ardiente austeridad- con que despliega sus formas.



Y entonces, esas escenas donde resulta más palpable la distancia que finge imponer devienen momentos de privilegiada comicidad o de honda emoción, justo porque su cine –y Le Havre, en particular- evita el sentimentalismo (que no los sentimientos), proclama el coraje de vivir y huye de las lágrimas -llorar (por lo que nos depara la vida, no por las películas), le advierte Marcel a Idrissa, no sirve para nada-, y porque Kaurismäki puede hacer una película con casi nada –como Ozu- y puede permitirse renunciar a casi todo, pero jamás renuncia a la música y a lo musical en su cine, como ese momento en que Marcel contempla al niño escuchando Statesboro blues o cuando Mimi vuelve con Little Bob.


Y si encontramos en Le Havre las señas de identidad  del cine de Kaurismäki, cabe apuntar que ciertos rasgos (de estilo) cobran un vigor más acusado  y un primor en las formas casi táctil.




Como la belleza que destilan esos interiores vacíos que dejan los personajes cuando salen de campo o esas naturalezas muertas en planos que cobijan cachivaches en los que la paleta de color del cineasta y la luz de Timo Salminen despiertan resonancias poéticas inesperadas.



Le Havre deviene así un lienzo con un pespunte de rojo sobre un delirio de azul.


Un cerezo en flor en el país de Kaurismäki.

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