Después de la noche del jueves, cuando vi La cueva de los sueños olvidados (2010) de Werner Herzog, releí algunos capítulos de Los pintores de las cavernas de Gregory Curtis, uno de los libros de no ficción con los que más disfruté en los últimos años, en particular las páginas dedicadas a la cueva de Chauvet, descubierta en las últimas horas de la tarde del 18 de diciembre de 1994, en un acantilado sobre las riberas del Ardèche, donde cincuenta años antes operaban los republicanos españoles en la Resistencia francesa encuadrados en la 19ª Brigada de la 3ª División de guerrilleros al mando del legendario Cristino García Granda; esas páginas multiplicaron mi deseo de ver la película de Herzog -que nos permite visitarla (de la única manera posible)-, y no digamos Le Pont d'Arc, el texto de John Berger sobre aquellas pinturas de hace treinta y dos mil años, las pinturas rupestres más antiguas que se conocen, quince mil años más antiguas que las de Lascaux o Altamira; unas obras tan bellas que desechan, imagino que para siempre, cualquier hipótesis sobre el progreso en el arte rupestre -con unos inicios rudimentarios que fue ganando en sofisticación-, y aun en cualquier arte.
No sé si andaba muy sensible el jueves pasado pero el caso es que me emocionó La cueva de los sueños olvidados, una película para ver con ojos y manos, tal es la impresión táctil que comunica, volviendo casi palpables unas pinturas que -justamente (en todos los sentidos)- no se pueden tocar. No pude verla en 3D, donde supongo que esa impresión resultará aún más intensa, tratándose de una herramienta que permite mostrar de forma más viva el aprovechamiento de las irregularidades y escorzos de las paredes de la cueva por los artistas del Paleolítico con vistas a potenciar la percepción de los volúmenes y movimientos de las figuras. Un uso del 3D por parte de Herzog que ha inspirado algún comentario a tener en cuenta: por primera vez resulta verdaderamente útil.
Herzog en la cueva de Chauvet durante el rodaje
de La cueva de los sueños olvidados
Herzog plantea la película como un viaje en el tiempo hacia el alba del alma humana pero también como un descenso hacia la memoria que cobijan el silencio y la oscuridad de la cueva de Chauvet, clausurada por un desprendimiento en el acantilado desde hace veinte mil años. Estas imágenes -escuchamos en la voz de Herzog- son recuerdos de sueños largamente olvidados. (...) ¿Seremos capaces de entender la visión de los artistas a través de ese abismo de tiempo? La película nos permite ponerle los ojos encima a la mirada de nuestros ancestros hecha memoria inscrita en la piedra a través de la noche de los tiempos. Como todo viaje en el tiempo, no puede ser sino fantástico. Como descenso hacia el misterio, no puede ser sino lección de abismo. Cómo va a extrañarnos que Herzog, en el último tercio del viaje sobrecogedor que depara la película, decida guardar silencio y mirar (con nosotros) aquellas maravillas: los trazos audaces, el gesto fervoroso en cientos de figuras, de rinocerontes, leones, bisontes, caballos... los bellísimos caballos de Chauvet.
Y si uno debe cifrar el legado más valioso de La cueva de los sueños olvidados, más allá o más acá de las pinturas mismas, apuntaría que Herzog ha conseguido profundizar el misterio de la mirada de nuestros ancestros; no sólo no ofrece respuestas, sino que nos lleva ante las fronteras de lo numinoso, ante un abismo insondable a la medida de una inagotable curiosidad por el temblor primordial de lo humano. El mismo temblor de la luz en las sombras que producían las antorchas con las que se alumbraban, una escena que Herzog ilumina con la danza de Fred Astaire con las sombras en Swing Time (1936), la película de George Stevens que aquí se tituló En alas de la danza. Un relámpago fílmico enhebra sombras a través de un abismo de tiempo.
Entonces recordé a un niño de hace veintisiete mil años. Lo cuenta Gregory Curtis en Los pintores de las cavernas. En Chavet apenas hay huellas de presencia humana al margen de las que dejaron los propios artistas que la pintaron. Fueron muy pocos quienes entraron en la cueva y en contadas ocasiones. Quizá ni siquiera se consideraban pintores, quizá sólo se veían como mediadores de algo mucho más grande que ellos, quizá sólo prestaban su mano para que el espíritu pintara con ella. Sea cual fuera el propósito de las pinturas, al parecer perduraron generación tras generación sin que hubieran de ser visitadas, adoradas o contempladas siquiera. Quizá nos legaban la memoria de una mirada, de una visión, y confiaban en el poder de esas imágenes inscritas en las sombras. Pero al menos hubo alguien que vio esas pinturas cinco mil años después, antes de que un desprendimiento la sellara y que Chauvet y compañía la descubrieran en la última década del siglo pasado. A juzgar por el tamaño de sus pisadas y por las dos huellas de una mano manchada de barro en las paredes de la cueva, el visitante debía tener unos diez años y llevaba una antorcha, que acercó a la pared con regularidad, dejando una serie de marcas de carbón. De esa forma marcaba el camino y podía encontrar a la vuelta la salida de la cueva, como un Pulgarcito del Paleolítico. Esa antorcha prueba que el niño entró en la cueva con intención de explorarla y las huellas, que iba solo. ¿Quién era aquel niño? ¿Cuál era su propósito? ¿Contó alguna vez lo que vio? ¿Inventó cuentos a partir de aquella experiencia? ¿Se convertiría en pintor de otras cuevas aún por descubrir?
Mientras contemplaba esas pinturas de Chauvet, gracias al viaje de Herzog y a la iluminación de Peter Zeitlenger, el director de fotografía de La cueva de los sueños olvidados, tenía la sensación de vivir la misma experiencia (fantástica) que cautivó los ojos de un niño hace veintisiete mil años.
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