30/8/10
A fuego lento
El 27 de julio de 1890 Vincent Van Gogh le escribe a su hermano Théo y le agradece la última carta y los 50 francos que contenía. Aunque sólo puede procurar que sean los cuadros los que hablen, le asegura que es algo más que un simple marchante de Corot, que tiene parte en la producción misma de ciertas telas que aun en el desastre conservan su calma. Y sobre su trabajo añade: arriesgo mi vida y mi razón destruida a medias.
Van Gogh llevaba encima esta carta a Théo cuando ese mismo 27 de julio se pegó un tiro en el pecho con un revólver en un trigal detrás del cementerio de Auvers-sur-Oise. El pintor herido volvió a la pensión Ravoux en la que vivía y murió en su cuarto dos días después. Poco después de su llegada a Auvers el 21 de mayo le había escrito a su madre:
Estoy plenamente absorbido por estas llanuras inmensas de campos de trigo sobre un fondo de colinas, vastos como el mar, de un amarillo muy tierno, un verde muy pálido, de un malva muy dulce, con una parte de tierra labrada, todo junto con plantaciones de patatas en flor; todo bajo un cielo azul con tonos blancos, rosas y violetas. Me siento muy tranquilo, casi demasiado calmado, me siento capaz de pintar todo esto.
En poco más de dos meses pintó más de setenta cuadros, por no hablar de los dibujos. En esos dos últimos meses se adentra la cámara de Maurice Pialat en su Van Gogh (1991). Uno no puede imaginar un director más adecuado para acercarse -porque de eso se trata, de acercarse- a un pintor como Van Gogh. Porque si el pintor, como nos lo muestra John Berger en las hermosas páginas de Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos, estaba poseído por un infinito anhelo de realidad, por un consumirse en la visión de la realidad física, por un deseo de arder en el aquel de pintar un trigal con el mismo esfuerzo con que lo sembraba un campesino y, por eso, cuando pintaba la tierra surcada de un campo recién arado, su propio acto encerraba el movimiento de la hoja removiendo la tierra, porque, mirara donde mirara, sólo veía el esfuerzo de la existencia, el trabajo de la vida, pues bien, si eso era para Van Gogh la realidad, para Pialat el cine es la aprehensión física del trabajo de los cuerpos abrazados por la cámara y sus películas se nos aparecen como zurcidos de bloques de vida, más que de secuencias, como pinceladas furiosas que iluminan el lienzo de la existencia, una realidad quebrada por elipsis abruptas -aun en el interior de una misma escena-, como si el montaje prolongara el cuerpo a cuerpo entre el cineasta y sus actores en que consiste cada rodaje de sus películas.
Pialat no filma una película sobre la pintura, sino sobre las últimas semanas de la existencia de un pintor llamado Van Gogh. No explica, muestra. El Van Gogh de Pialat soslaya el parecido físico del actor Jacques Dutronc con la imagen de los autorretratos del pintor, porque el cineasta busca la encarnadura íntima de una verdad vivida en un cuerpo, y el actor cuaja quizá la más conmovedora y delicada encarnación del pintor.
El guión de 400 páginas de Pialat enhebraba situaciones vividas por Van Gogh en aquellos dos meses en Auvers-sur-Oise,
un pueblo a 35 kms al norte de París que frecuentaron también Cézanne y Pissarro, amigos del doctor Gachet -coleccionista de pintura impresionista y pintor aficionado-, que se encargó de cuidar la salud de Vincent por encargo de Théo.
Pialat extrae de la correspondencia de Van Gogh y de los testimonios de quienes lo conocieron en Auvers el racimo humano de su película: el doctor Gachet,
Marguerite, la hija del médico,
con quien vivió una historia de amor y cuyo primer plano cierra el filme, con una mirada a modo de huella de una ausencia,
Adeline Ravoux, la hija de los posaderos, cuyo vestido azul, imagina Pierre Michon en "Vida de Joseph Roulin" -Señores y sirvientes-, quizá fue lo último que vio [Van Gogh], la visión que se llevó consigo,
Cathy, trasunto de Christine "Sien" Hoomik, una prostituta con la que el pintor había convivido,
su hermano Théo,
su cuñada Jo...
Un racimo humano que permite emerger la insondable e irremediable soledad que embargaba a Van Gogh.
Pialat destila una película bañada por una luz elegíaca, en cada escena -aun en las que alumbra una joie de vivre- se respira un aire de despedida y la melancolía nos envuelve, sobre todo en la escena del burdel, con aquella danza de desfile que nos recuerda los rituales crepusculares de los filmes de Ford o el can-can que nos evoca a Renoir, o en las canciones que escuchamos conmovidos y nos traen a la memoria la derrota de la Comuna, como Le temp des cerises, o La butte rouge:
La colina roja se llama/ la bautizaron así una mañana/ cuando todos los que subían/ caían rodando./ Ahora hay allí viñas plantadas./ El que beba ese vino beberá/ la sangre de los camaradas... Qué buena sangre ha bebido esa tierra/ sangre de obreros y labradores/ porque nunca mueren los que causan la guerra/ siempre pagan justos por pecadores.
La cualidad física del Van Gogh de Pialat que se palpa en cada fotograma neutraliza cualquier impresión de película de época -de cine histórico- para devenir un acercamiento al pintor como nuestro contemporáneo. La pintura de Van Gogh es tan incandescente como el cine de Pialat. La poética del fuego anima por igual al cineasta y al pintor. Y como Van Gogh, también Pialat es capaz de hacernos creer lo que vemos. Aunque, paradójicamente, el de Pialat quizá resulte el Van Gogh más contenido de cuantos se han representado en la pantalla.
El cineasta elige una combustión lenta y la llama sostenida frente al incendio que se desborda en el mito del artista atormentado y el genio doliente de otras películas sobre el pintor. Pialat conjuga su Van Gogh a través de la cotidianidad, de los rituales de los trabajos y los días, del pintor a pie de obra, aunque -otra paradoja- en contadas escenas lo vemos bregar con los pinceles, pero cuando lo hace -como cuando come, habla, bebe, camina o ama-, creemos en el pintor que vemos.
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