30/1/10
La otra película
En toda película yace enterrada otra película. Detrás de la cámara que filmó la película que vemos se vivió otra película. El cine clásico procuraba borrar de la pantalla cualquier huella de la otra película. Digámoslo así, el cine clásico depende de la trasparencia y de la identificación: arrastra al espectador hacia el universo de la ficción mediante una estrategia invisible que lo implica emocionalmente y busca que viva la historia como propia. Cualquier rastro de la producción y de los mecanismos de representación rompería el encanto del espectador y por lo tanto se cuidan los procedimientos del borrado de las marcas que delatan el 'engaño' ficcional. Y sobre todo borran al autor, de tal forma que la película pareciera inventarse y hacerse sola ante nuestros ojos fascinados.
El cine moderno quiebra la trasparencia y la identificación a través de distintas marcas de escritura, y despliega estrategias que proponen una fruición alternativa. No sólo cuenta de forma distinta sino que cuenta otras cosas. Sobra decir que no hay una frontera definida entre el cine clásico y el cine moderno, más bien la historia del cine registra desplazamientos, aventuras, abandonos, recuperaciones, retornos y anticipaciones. Hoy puede resultar vanguardista recuperar las formas del cine de los Lumière en la misma medida que Citizen Kane resultaba innovadoramente deslumbrante en 1941, pero esas formas wellesianas hoy día resultarían manieristas. Y Citizen Kane nos sirve también para subrayar lo que irrumpía en el cine desde las primeras imágenes de la película: un autor -Orson Welles, claro- pero sobre todo la voluntad de cambiar las reglas del juego de la representación.
En realidad, si el cine moderno llama la atención sobre el lenguaje visible de las formas, ¿cómo podría no hacerlo? Efectos, sensaciones y atmósferas, incluso bajo las apariencias más realistas, cobran en la gran pantalla visos surrealistas. Pongamos por caso Rashomon, ¿acaso la lluvia espesa al comienzo de la película o los travellings y panorámicas en el claro del bosque no devienen esencialmente gestos gráficos, brochazos, formas visuales sobre el lienzo desmesurado de la pantalla? ¿Y qué decir de las cabalgadas en Kagemusha o Ran? ¿Y de las manchas impresionistas en los bosques de Dersu Uzala? ¿Y de los colores expresionistas de Dodeskaden? De igual manera, apreciamos en Sauve qui peut (la vie) el gusto por la belleza de las formas que revela el descubrimiento de Godard del paisaje de su infancia y del gesto de los cuerpos mediante los ralentizados (manuales) que trasforman la proyección en un efecto de trazo pictórico.
Cabe añadir que el cine moderno revienta las costuras narrativas clásicas, de la dramaturgia canónica digamos, pero basta contemplar algunas de las películas más significativas de John Ford -una obra que hemos frecuentado en esta escuela- para percibir su modernidad en cuanto a los vacíos dramáticos y el minimalismo narrativo. Y desde luego no podemos obviar la obra de Jean Renoir -Toni, Un día de campo, La regla del juego o El río- que explora, como pocas en su tiempo, la mutua fecundación formal entre la realidad y la representación En fin, lo dicho, las rutas del cine moderno representan tránsitos de ida y vuelta. En resumidas cuentas, las formas fílmicas no se producen en el vacío sino en un momento concreto de una cadena de relaciones y referencias, de filiaciones: una película lleva inscrita la memoria del cine en la que se inscribe.
Una de las vertientes del cine moderno se nutre de películas que conservan huellas que nos permiten rastrear la otra película, es decir, en la película que contemplamos en la pantalla advertimos rastros de lo que se vivía tras la cámara. Esa otra película cobra visos en la pantalla con dos modulaciones: lo real que irrumpe en la ficción bajo la apariencia de los imprevisto -la película deja margen al azar- y las estrategias tras la cámara que rasgan la máscara de la ficción para que asome lo real. Si Rossellini lleva a Ingrid Bergman a Stromboli, está inscribiendo en la ficción un hecho simbólico: abandona a una actriz sin la red del guión en un paisaje inhóspito para que surja algo que no hemos visto antes, una nueva dramaturgia, si se quiere, en la encrucijada de la vida y la representación. En la contigüidad de lo real y la ficción se revela una herida irremediable que en Stromboli percibimos en el desamparo de Ingrid Bergman y en su plegaria final la verdad se abre en carne viva.
De esas películas que nos permiten rastrear la otra película, uno siente especial predilección -bueno, debería decir devoción- por esas películas en que la otra película que subyace es una historia de amor entre el cineasta y la actriz protagonista. A veces, los rastros de esa otra película no son más que huellas en la nieve que aparecen durante un tramo, desaparecen y volvemos a encontrarlos más tarde, pero qué delicia representa para nosotros el aquel de reconstruir esa historia de amor que cristalizó en la frontera invisible entre el campo y el contracampo de la cámara. He mencionado Stromboli, y hace algún tiempo Un verano con Mónica de Bergman, añadiré Le petit soldat, la primera película de Godard con Anna Karina. Pero hoy quiero hablar de À nos amours (A nuestros amores, 1983), la película de Maurice Pialat que (nos) descubrió a Sandrine Bonaire.
Maurice Pialat es de esos cineastas que buscan el cuerpo a cuerpo entre la cámara y los actores. Como Cassavetes o Desplechin. Los personajes de Pialat se reconocen en la refriega y el abrazo de los cuerpos. Las películas de Pialat se reconocen en las elipsis abruptas que revelan líneas de fuga que el relato va dejando a sus espaldas. Como si avanzáramos por una carretera y de pronto descubrimos que nos hemos saltado un cruce, quizá a izquierda o derecha hubiera algo interesante, pero seguimos adelante. Si la narrativa clásica se nos presenta bajo la forma de un relato irremediable, Pialat deja tras de sí el rastro de otras historias que quizá valdría la pena explorar, pero que deja a criterio del espectador el aquel de abismarse en ellas por su cuenta. Y si hemos de señalar el adn de su cine diríamos que Pialat se juega cada película en el momento del rodaje, como si el guión fuera una preparación para el combate definitivo y el montaje un proceso para afilar aristas y dejar aún más netos los bloques entre cortes temporales.
Hijo de una familia empobrecida, iba para pintor y probó suerte en las tablas (del teatro) pero acabó rodando películas cuando ya había pasado de los cuarenta. Más viejo que los de la nouvelle vague empezó en el cine con diez años de retraso y cuando murió hace siete años nos dejaba la herencia de diez filmes. Nunca ocultó el resentimiento contra los Godard, Truffaut o Rivette que podían rodar películas mientras él se veía obligado a buscarse la vida en la televisión. A veces, leyendo sus entrevistas, tiene uno la impresión de que Pialat extrajo del resentimiento la energía para su cine, o más bien, que hizo sus películas contra aquéllos que él consideraba unos privilegiados y por los que sentía algo parecido a un odio de clase. Era impertinente, irritante e insolente. Para echarle de comer aparte, vamos. Agotador, manipulador y provocador en los rodajes. Pocos trabajaron con él que no quisieran matarlo y casi todos acabaron reconociendo que en el fondo tenía buen corazón, pero debajo de una coraza de espinas.
Durante el rodaje de Nosostros no envejeceremos juntos (1972), varias veces estuvieron a punto de plantarlo sucesivamente el productor, los técnicos y siempre el protagonista y alter ego Jean Yanne que consideraba insoportable al personaje -un trasunto del propio Pialat- que debía encarnar, hasta el punto de que se negó a recibir el premio de interpretación masculina con que fue galardonado en Cannes por esa película. Sólo la protagonista, Marlene Jobert conserva gratos recuerdos de aquel rodaje: uno de los filmes más sinceros, dolorosos y devastadores sobre el desamor de una pareja. Basta contemplar la escena en que Jean Yanne, tras sujetar violentamente a Marlene Jobert, trata de comprobar si se acaba de acostar con otro, para confirmar que se trata de una película no ya a flor de piel sino en carne viva.
¿Hace falta decirlo? Pialat se parecía a sus películas, o viceversa. Y À nos amours puede verse, entre otras visiones posibles, como su autorretrato. Como uno de sus autorretratos posibles.
La película germinó en Les filles du faubourg, un tratamiento de unas 50 páginas de Arlette Langmann (guionista y ex-mujer de Pialat), basado en sus recuerdos de adolescencia y cuajó en Suzanne, un guión escrito con Pialat. Llegado el momento del casting para elegir a la actriz que encarnara a la protagonista, se produce el encuentro del cineasta con una chica de dieciséis años llamada Sandrine Bonaire, que no sólo no tenía experiencia en el cine, sino que ni siquiera era actriz y que, por lo visto, había aparecido por el casting acompañando a su hermana. Tanto Pialat como la guionista coinciden en que no se parece nada al personaje que aparece trazado en el guión. Pero el cineasta ya ha decidido que Sandrine será Suzanne. Y el guión se irá transformando en el transcurso del rodaje al compás de la relación (amorosa) entre la actriz y el director hasta devenir À nos amours, la historia de una adolescente que busca en cada hombre al padre ausente y quizá por eso es incapaz de cristalizar el amor que siente por el único chico que la quiere.
Sandrine Bonaire evocó, unos años después de la muerte del cineasta, los días del rodaje de la película: Pialat fue como un segundo padre. Teníamos una relación de padre e hija. Le compraba la ropa, la lleva a casa después del rodaje y al final de la película les pagó a Sandrine y a su novio un viaje a San Diego, como vemos en la última escena de la película. Si añadimos que Pialat encarnaba el papel del padre de Suzanne, podemos hacernos una idea muy precisa de cómo se estableció desde el primer momento una corriente (de vida y cine) entre la película que se desarrollaba ante la cámara y la que florecía tras la cámara, la otra película. Pero quizá podemos cerrar el círculo entre ambas películas si añadimos que el padre, interpretado por Pialat, según el guión moría al poco de comenzar la película, por eso se lo había adjudicado, porque era un papel pequeño. Sin embargo, no fue así. Sandrine Bonaire recuerda que Pialat se negó a morir como personaje y así se lo hace decir al hermano mayor de Suzanne, "papá nos ha dejado", en vez de "papá ha muerto". El cineasta quiso permanecer a ambos lados de la cámara y prolongar su dirección desde fuera y desde dentro del plano. Porque À nos amours es dos películas a la vez: la una y la otra película.
De hecho, Pialat incorporó de improviso en sus escenas con Sandrine Bonnaire lo que sabía de ella y de la relación de la actriz con su verdadero padre, y así esos fragmentos de À nos amours trasmiten una incómoda y conmovedora verdad más allá de la ficción, o mejor, en la frontera entre la ficción y la vida, porque en esa frontera es donde cuaja esa película que son dos. Por eso se nos encoge el corazón cuando el padre (Pialat) echa de menos uno de los hoyuelos del rostro de su hija (Suzanne/Sandrine) -efectivamente, Sandine Bonnaire tenía dos hoyuelos y perdió uno al crecer-; se trata de una escena crucial en la que el padre le confiesa a su hija que quizá se vaya y al mismo tiempo es consciente que ella se aleja de él para siempre, que ya no es la niña que fue; el padre siente el peso y el paso del tiempo, y está harto, y la hija apunta que como el hoyuelo que falta, harta también de la niña que aún es sin saber muy bien qué quiere ser; y todo nace de la verdad de la escena, de la verdad de un hoyuelo perdido, ¿o habría que decir del hoyuelo de la 'otra escena'?
Y qué decir de la escena de la sobremesa de la cena en que para sorpresa de todos (personajes/actores) irrumpe el padre desaparecido y se ven obligados a reajustar sus expectativas, como cuando lo inesperado irrumpe en lo real, como cuando la verdad aflora en la representación.
Como la vida revienta las costuras de la ficción en la última escena de la película, cuando el padre acompaña a la hija al aeropuerto. Después de unos diálogos seguramente previstos, se quedan en silencio, se miran, ella no sabe qué hacer, quizá está esperando que Pialat (el padre/el director) ponga punto final a la escena. Pero él prolonga la escena, le pregunta si les olvidará. Ella sonríe, nerviosa, no sabe muy bien qué decir. Él le pide que le dé un beso. Ella le pone las manos en los hombros y lo besa. Es la primera vez que no me rechazas, le dice ella. La segunda, ¿recuerdas?, dice él, y le señala el hoyuelo. Estamos en el cine, sí, pero en una película que ha sido ensanchada por la vida, que deviene la representación fílmica de lo imprevisible, de lo irrepetible, de un cineasta y una actriz que se niegan a abandonar el plano, que dilatan el adiós para estar juntos de verdad veinticuatro fotogramas por segundo un poco más.
Sandrine Bonnaire, tras la primera proyección de À nos amours, le dijo a Pialat que se veía muy fea y que no le gustaba la película. El cineasta apenas si pudo disimular el dolor que le producía esa declaración de su actriz. Sandrine Bonnaire tardó mucho tiempo en comprender el regalo que le había hecho Pialat. Pasaron los años y Sandrine se convirtió en una de las grandes actrices francesas. Cinco días antes de morir Pialat, cuando el cineasta se encontraba sedado con morfina, Sandrine fue a visitarlo y le dijo que À nos amours había cambiado su vida, que le debía a esa película ser quien era. Así que en el último momento, la actriz le devolvió al director el regalo que él le había hecho veinte años antes. Seguramente Pialat no podía esperar un final mejor para su vida. Y también para la otra película.
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Un texto emocionante, extraordinario, Daniel. Felicidades!
ResponderEliminar(La bofetada sorpresiva que el padre da a la hija en una secuencia deja patente que el cine puede violentar sin necesidad de sangre ni tretas de guión)