Hemos pasado una semana sin películas. Bueno, apenas unas escenas de Scarface de Brian de Palma, doblada al italiano en un hotel de Florencia la noche del día de año nuevo. Así que de cine sólo el que, para bien y para mal, lleva uno dentro. También sin periódicos. Ni uno. Pero no sin libros, quizá nunca me someteré -nos someteremos, creo que puedo hablar en plural- a esa abstinencia. Sí, claro, me llevé Troppo vero, espero esta confesión no le produzca retortijones a algún visitante de esta escuela; y Ángeles La hija del optimista de Eudora Welty.
De Troppo vero leí más de quinientas páginas entre noches, vuelos y aeropuertos. Ángeles tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar en pleno vuelo en el último tercio de La hija del optimista y lo acabó en el aeropuerto de Roma. Me lo anotó como lectura obligatoria y de paso me recordó los libros pendientes que me ha recomendado. Mea culpa. Luego continuó con un par de novelas policiacas pero sin la emoción con que la embargaba la de Eudora Welty. Es una lástima que la cuidada edición de la novela por Impedimenta haya escogido una fotografía de Walker Evans -estupenda, por otra parte- para la portada y no una de la propia Eudora Welty de entre las muchas que hizo durante la Depresión, como ésta que utilizaron en la edición catalana de la novela:
El día 3 hojeamos El País en el aeropuerto de Barajas, el primer periódico en una semana, y allí encontramos un pequeño texto de Jaime Chávarri en la sección de obituarios. Y nos enteramos. Había muerto Iván Zulueta. Hacía cinco días. Tras publicar la última entrada del año pasado, anoté en un cuaderno algunas que había dejado pendientes. Entre ellas, una entrada dedicada a Arrebato, la película de la que, en agosto, se habían cumplido treinta años de su rodaje, y pensé que esperaría hasta junio para escribir sobre ella cuando se cumplieran los treinta años de su estreno en el Cine Azul de Madrid. Fue muy poca gente a verla y a los quince días la retiraron. Luego los cines Alphaville la recuperaron y estuvo en cartelera durante un año. Y se convirtió en una película de culto. La he citado en esta escuela en dos ocasiones, a propósito de la cinefilia y de esa historia del cine español que no hay quien la entienda. Pero Arrebato se merecía -y se merece- un lugar de privilegio aquí. Ya no esperábamos ninguna película de Iván Zulueta, como la esperamos aún de Víctor Erice, pero el cine que desborda su película seguirá nutriendo la pasión cinéfila de las generaciones que se acerquen a ella.
Digamos que uno no olvida la primera vez que vio Arrebato. Puedo olvidar cuál fue la última, pero aquella primera vez amojona nuestra (auto) biografía de espectadores de cine. Digamos que fue también una película primordial para algunas de las personas con la que compartí el amor por el cine en los treinta años. En la era de la vieja guardia en la EIS cada comienzo de curso se celebraba una serie de rituales, algunos colectivos y otros de los que se ocupaba cada profesor en particular, venían a ser como ritos de paso, ceremonias de iniciación, celebraciones del cine bajo diversas formas. Ignacio Pardo, que impartía "Arte y percepción", abría el curso con Arrebato. Cada año les proyectaba a los alumnos la película de Iván Zulueta.
Representaba una declaración de principios. Les estaba transmitiendo el código genético de su visión del arte, del cine, de una forma de relacionarse con el mundo. De entregarse en el aquel de hacer una película. De arder. En definitiva, de arrebatarse. Como en aquella escena de Will More pasando las páginas del álbum de cromos de la película Las minas del rey Salomón en manos de Eusebio Poncela y señalándole lo que debía ver, o mejor, llevándole de la mano mientras remontaban el río de la memoria hasta la infancia, hasta lo que ya había visto, ¿recordáis?:
Dime, ¿cuánto tiempo te podías pasar mirando este cromo? ¿Y éste? ¿Te acuerdas? ¿Y esta orla? ¿Y este otro? Años. Siglos. Toda una mañana. Imposible saberlo. Estabas en plena fuga, colgado en plena pausa, arrebatado. Mira.
Una lágrima se deslizaba desde el ojo derecho de Eusebio Poncela, mientras sonaban los tambores de la selva lejana, allá lejos, donde yacía el tesoro enterrado de la infancia perdida. Y el álbum de Las minas del rey Salomón, de ser un simple objeto, al cargarlo con el tiempo, al ser habitado por la experiencia y colmado por el imaginario, se trasformaba en una emoción universal, y para eso bastaba un viejo álbum de cromos, unos tambores... y el arrebato. O sea, el cine de Iván Zulueta. Como en esa secuencia en que Will More coloca a Cecilia Roth frente a la muñeca de Betty Boop y ella... entra en éxtasis.
Una escena que se retroalimenta con aquélla, coreografiada con travellings, en que Cecilia Roth baila para Eusebio Poncela ante un pantalla iluminada por un proyector de 16 mm disfrazada de Betty Boop, y que condensa la mirada de Zulueta, una mirada traspasada por el cine, el testimonio de que cuando el cine acaba -cuando acaba el baile encantado-, la vida se vacía de sentido -y el encanto que atrapó a los amantes se evapora-: el cine -como la vida- o es arrebato o no es nada. Por eso, es imposible no ver en Arrebato no ya una confesión, sino un testamento, o mejor, una profesión de fe en el cine -y en el éxtasis del cine-, o mejor aún, una inmolación, como quien se entrega a un fuego místico. Cada fotograma de Arrebato representa la llaga de una incandescencia, el fuego de un sacrificio, el fotograma rojo devorador. Y nadie sobrevive a una experiencia terminal como ésa.
Por eso no hubo nuevos arrebatos. Iván Zulueta no era el ave fénix, tan sólo un cineasta. Y un cinéfilo. Entendía el cine, no como una profesión, sino como una forma de relacionarse con el mundo, de poseer el mundo, de vivirlo a través de una cámara. En un sentido etimológico, diríase que genético, el cine era su religión. Por eso resulta inútil hablar de una filmografía fallida o de una carrera truncada por la heroína o por la vida. Claro, también están sus cortos, su Un dos tres al escondite inglés, sus carteles de cine, su regreso con Parpadeos. Pero para todos los que la vimos hace treinta, veinte o diez años, para los que vimos en ella la zarza ardiente de nuestro amor por el cine, la cifra de una pasión compartida, la contraseña de una hermandad secreta aun hoy mismo, Arrebato es el legado de Iván Zulueta. Es la obra seminal de un hombre que le gustaba el cine (nada te produce un escalofrío como el de una imagen de cine/ no lo he pasado con nada como viendo películas/ no hay nada en el mundo como un travelling lateral/ había que hacer cine como fuera), es cierto, pero no lo es menos que, por usar las palabras que él mismo puso en boca del personaje -alter ego- encarnado por Eusebio Poncela, al cine le gustaba Iván Zulueta.
Mis disculpas. No volveré a abrir la boca. Pero que sepa que me gusta pasarme por aquí. Es un sitio elegante y soleado.
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