17/1/10
La rosa de cactus
Cuando celebrábamos el centenario del cine, leí en El tiempo amarillo, las memorias de Fernando Fernán-Gómez, lo que acabaría convirtiéndose en el lema de este blog, había encontrado la definición perfecta del cine, la que había sentido desde las primeras películas de mi vida, aunque, sobra decirlo, sin haber llegado a formularla con tan poética precisión. Las primeras películas de mi vida fueron las primeras lecciones de la escuela de los domingos.
Hubo tres películas -a mis ocho, nueve, diez años- que dibujaron una constelación de cine para una de las lecciones cardinales, de esas que calan hondo y te esperan en las encrucijadas de la vida, donde da la vuelta el aire. Dos de esas películas eran de 1952, Ivanhoe de Richard Thorpe y Scaramouche de George Sidney, la otra de diez años después, El hombre que mató a Liberty Valance de John Ford.
Las dos primeras me enseñaron lo calamitosos que podían ser los héroes. Podían salvar el mundo o redimir a un pueblo, pero en lo que se refiere a eso que hoy llaman "inteligencia emocional" eran de una torpeza clamorosa. Salvaban a los inocentes, liberaban a los oprimidos y restauraban la justicia pero se perdían sin remedio a la hora de escuchar a su propio corazón.
Porque, vamos a ver, cómo podía Ivanhoe (Robert Taylor) preferir a Lady Rowena (Joan Fontaine) a la judía Rebeca (Elizabeth Taylor) que daría su vida por él.
Cómo podía Scaramouche (Stewart Granger) quedarse con Aline de Gravillac (Janet Leigh) si la felicidad le aguardaba en los brazos de la comediante Leonore (Eleanor Parker), que además era pelirroja. Así que mientras los chavales -mis contemporáneos- salían del cine encantados con esos finales felices -¡finales felices!¡Hay que ver!-, yo continuaba consternado horas, días, semanas... ¿Por qué no se daban cuenta de que no podía haber finales más tristes? Ivanhoe y Scaramouche habían elegido a la chica equivocada y se siguen equivocando cada vez que se proyectan esas películas. Así que la primera lección no podía ser más desconsoladora: los héroes a la hora de elegir la mujer de su vida, como tengan que elegir, se extravían.
Entonces vi El hombre que mató a Liberty Valance. Y no tenía que verla. Quiero decir, no la echaban en sesión infantil que era cuando yo iba al cine. Pero tenía muchas ganas de verla. Y eso que un compañero de clase la había visto y me la contó de principio a fin. Yo aún no elegía las películas por los directores, aún tendrían que pasar unos cuantos años para eso, pero aquella fue la segunda película de John Ford que vi, después de Pasión de los fuertes. Al salir de clase en Tui, o iba andando un par de kilómetros hasta Areas o esperaba a mi padre si aquel día tenía que hacer la línea de los obreros. Mi padre conducía un autobús y se averió, tenía que repararlo y la cosa -era algo del motor- iba para rato, y ocurrió un milagro, tuvo una iluminación y me preguntó si no quería ir al cine, esa de Liberty Valance tenía muy buena pinta, me dijo. Era como ver el cielo abierto. Me dio dos duros y allá me fui a ver la película. ¡Al cine! ¡Mi primera sesión no infantil! Aquel día hice un gran descubrimiento. Mi compañero de clase me había contado la película y los incidentes eran tal cual, pero la película que yo le escuché no era la misma que yo vi. Una película era imposible contarla.
En El hombre que mató a Liberty Valance era todo mucho peor, hasta el punto que uno no podía imaginar un final más triste. Aquí la chica era la que se equivocaba -¡ellas también!-: Hallie (Vera Miles) tenía que estar ciega para elegir al abogado Ranse Stoddard (James Stewart) y no a Tom Doniphon (John Wayne). Pero si en Ivanhoe o en Scaramouche uno podía consolarse al menos con que los héroes quizá vivieran el resto de sus días engañados, en la película de John Ford se nos mostraba claramente -de eso iba la película, en realidad- que cuando Hallie volvía a velar del cadáver de Tom Doniphon sentía y percibía la dimensión de su error irremediable, comprendía que había echado a perder su vida y que el único consuelo era regresar al lugar donde se había consumado esa pérdida y cultivar la rosa de cactus que cifraba la memoria de lo perdido. Decidme si puede haber algo más triste.
Pues nada, aquel título -El hombre que mató a Liberty Valance- hizo furor y los chavales lo tenían en la boca cada dos por tres y les importaba muy poco el error fatal de Hallie. Tanto me dolió aquella película que no quise volver a verla. Pero más de veinte años después el filósofo Ricardo Costas e Isabel Armesto nos avisaron que la proyectaban en una sesión de un cine-club de Vigo, en versión original subtitulada. Y fuimos, claro. ¡Cuánto nos gustó! ¡Una maravilla! Pero todo era mucho peor de lo que recordaba. Todo era tristísimo. Y muy hermoso también. No era sólo que se equivocaba Hallie y sentía la gravedad de ese error con el peso de todos los años transcurridos y, lo que es aun más desolador, de todos los años por venir. Lo peor era que todos se habían equivocado.
Porque Ranse también abominaba de su carrera política, ¡era él quien le proponía a Hallie volver a Shinbone, donde el destino de sus vidas se había fraguado! Y lo más doloroso, sabía que su mujer seguía amando a Tom Doniphon, que nunca dejó de ser el hombre de su vida, aunque se hubiera casado con él, quizá embaucada por el verbo de un abogado. Y Tom Doniphon matando a Liberty Valance había acabado con el único mundo en el que él podría vivir, literalmente se había suicidado, aunque ya no le importaba, ya había apuñalado su propio corazón al consagrarse a la felicidad de Hallie cuando creyó ver que ella estaba enamorada de Ranse. Un triángulo amoroso, sí, con un error capital en cada vértice. Lo tenía claro el viejo, tuerto y descorazonado John Ford. El hombre que mató a Liberty Valance, quizá sea su última obra maestra.
El viernes pasado, a modo de celebración del primer aniversario de esta escuela, volvimos a verla en compañía del amigo Diomedes Díaz, en realidad fue él quien se empeñó en que acabáramos el día volviendo a Shinbone una vez más. Tag Gallagher dedicó más de treinta páginas en su libro sobre Ford a comentar El hombre que mató a Liberty Valance y a ellas podría remitiros uno, pero resulta difícil abandonar una película que nos envuelve desde la primera vez en un velo de tristeza del que no nos desprendemos jamás. Así que, a modo de epílogo, señalaremos que en El hombre que mató a Liberty Valance, un western en el que podemos encontrar tantas correspondencias con Pasión de los fuertes, lo más decisivo sucede en la cocina de un restaurante de Shinbone, un pueblo perdido en el jardín salvaje del oeste. En una cocina y en las miradas de los personajes principales. Pero las miradas que se nos quedan grabadas son aquéllas en que los personajes miran a sus adentros. Como aquel plano de la rosa de cactus sobre la caja donde yace el cadáver de Tom Doniphon hacia el final de la película, que sigue gravitando en las miradas de Rance y Hallie cuando se van de Shinbone en tren, miradas preñadas de memoria ardiente y pérdida irreparable.
Por eso Ford mantuvo tanto tiempo el plano de la rosa de cactus, para que pesara en la siguiente escena y arrastrara las miradas de los personajes hacia adentro, para que remontara el río del tiempo, hasta ese lugar de la memoria que conserva los sueños intactos. Porque la historia del western, y sobre todo de los westerns que Ford dirigió después de la 2ª guerra mundial, es la historia de la pérdida de la fe en América. Por eso Ford muestra cómo sucedieron los hechos y cómo, a la hora de elegir entre los hechos -la historia- y la leyenda, se publica la leyenda; y no es casual que hiciera esta película cuando la hizo, le estaba poniendo un espejo delante al país, a su país, como alguien señaló, les estaba preguntando a sus contemporáneos: ¿de verdad estáis orgullosos de aquello en lo que nos hemos convertido? Por eso El hombre que mató a Liberty Valance puede verse como el testamento de John Ford. O, si se quiere, como la última lección del maestro con visos de tragedia. Una lección cifrada en una rosa de cactus.
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