Ayer regresaba de A Coruña por la autopista y a la altura de Santiago me enteré, escuchando El ojo crítico de RNE, que había muerto J. D. Salinger. Durante más de diez años tuve sobre la mesa de trabajo esta fotografía del autor de El guardián entre el centeno,
junto a una de Stevenson en la cama y otra de un Tolstoi que parece un mendigo. Eran fotografías de escritores que no parecían escritores. Y sin embargo los tres llegaron a ser escritores famosos. Y escritores incómodos en su condición de escritores, extraños en su propio país, atrapados (y fugitivos) en su propia piel.
Ayer, después de ocho horas a pico y pala, estaba demasiado cansado como no fuera para buscar en los adentros los ecos de la primera lectura de El guardián entre el centeno. Yo tenía 23 años y desde el primer párrafo la voz de Salinger me encontró:
"Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane. Además, no crean que voy a contarles mi autobiografía con pelos y señales. Sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco. A D. B. tampoco le he contado más, y eso que es mi hermano. Vive en Hollywood. Como no está muy lejos de este antro, suele venir a verme casi todos los fines de semana. El será quien me lleve a casa cuando salga de de aquí, quizá el mes próximo. Acaba de comprarse un Jaguar, uno de esos cacharros ingleses que se ponen en las doscientas millas por hora como si nada. Cerca de cuatro mil dólares le ha costado. Ahora está forrado el tío. Por si no saben quién es, les diré que ha escrito El pececillo secreto, que es un libro de cuentos fenomenal. El mejor de todos es el que se llama igual que el libro. Trata de un niño que tiene un pez y no se lo deja ver a nadie porque se lo ha comprado con su dinero. Es una historia estupenda. Ahora D. B. está en Hollywood prostituyéndose. Si hay algo que odio en el mundo es el cine. Ni me lo nombren."
Se trata de la traducción de Carmen Criado editada por Alianza Editorial en 1978. Un libro con una portada sin ilustraciones y una contraportada sin texto. Un título y un autor. Una historia y silencio alrededor. ¿Para qué más? Tan sólo el sentimiento de haber encontrado en Holden Caulfield a aquel adolescente que uno había sido unos años antes y que aún permanecía agazapado bajo la piel de un adulto que se negaba a olvidar, aunque olvidar quizá hubiera sido el lenitivo justo para la herida de haber empezado ya a traicionar la pureza de los sueños. Porque ése es el corazón de El guardián entre el centeno, la odisea de Holden Caulfield a lo largo de tres días por Nueva York representa una fuga alimentada por el miedo a convertirse en un adulto como esos que odia aún más que el cine, una metamorfosis presentida y temida, como quien se ve abocado a una traición vergonzosa y echa a correr hacia ninguna parte. Y descubre en el camino que quizá la única salvación sea la escritura, aunque haya que pagar un precio, digamos que nos veremos atrapados en la memoria y la melancolía, que nos haremos viejos antes de tiempo, en el aquel de vivir tantas vidas, como nos advierte Salinger/Holden Caulfield en las últimas tres líneas de El guardián entre el centeno:
"No cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo."
Diez años después de leer El guardián entre el centeno y dos después de los Nueve cuentos, encontré una biografía -en grado de tentativa- de Ian Hamilton, En busca de J. D. Salinger. Fue decepcionante. Cómo no iba a serlo. En realidad, lo más jugoso era que en Holden Caulfield había mucho de Salinger. Y cómo no iba a haberlo. Qué nos iba a aportar saber que había combatido en la 2ª guerra mundial, que había sido uno de esos soldados que desembarcaron el Normandía el 6 de junio de 1944, aunque esa experiencia fagocite como un agujero negro a Seymour Glass en Un día perfecto para un pez plátano, el primero de los Nueve cuentos. Y que su huida -o su retiro o su escondite- era una forma de callar. Y que quizá fue un adulto (y un padre) insoportable. Porque quizá también era insoportable lo que veía o lo que anhelaba, y lo cercaban la noche oscura o ese día ideal para terminar de una vez como Seymour Glass. Es lo que pasa con los cristales perfectos, ¿cómo no cortarse con ellos? Todo Salinger está ya en El guardián entre el centeno. A los 15 años decidió ser escritor y tardó otros tantos en encontrar la voz inconfundible -y el sismógrafo perfecto- de las turbulencias adolescentes. De los rebeldes sin (una) causa. Y luego se borró. Porque el arte de la literatura no tiene que ver con la producción ni con el mercado ni con el éxito. Tiene que ver sólo con una luz íntima y fugitiva que ilumina un tramo del camino. Lo demás es silencio. Ése que presentía tras cada esquina -afilada como un cristal- de la gran manzana el chico que odiaba el cine.
Tengo ahora mismo una edición de segunda mano -o tercera, o cuarta, a saber...- de ese libro. Lo compramos mi madre y yo rastreando un domingo de mañana. A veces necesitamos un empujoncito para empezar con algo a lo que tenemos ganas pero nunca es prioritario, y me parece que entre hoy y mañana empezaré con él.
ResponderEliminarSaludos