9/1/10

El cocodrilo de Joan Bennett

Cuando se habla de adaptaciones cinematográficas de obras literarias rara vez se cita Le plaisir (1952) de Max Ophüls, una película que adapta tres cuentos de Maupassant: La máscara, La casa Tellier y La modelo. Los dos primeros podéis encontrarlos, respectivamente, en Mi tío Jules y otros seres marginales y en La casa Tellier y otros cuentos eróticos traducidos por Esther Benítez y editados en Alianza de bolsillo; La modelo -y también los anteriores, y todos los demás cuentos- podéis encontrarlos en esta, desde el punto de vista del contenido, estupenda página del IES A Xunqueira 1 de Pontevedra dedicada a Maupassant.

Guy de Maupassant

De entre todas las adaptaciones de Maupassant al cine hay dos que prefiero: Une partie de campagne (1936) de Jean Renoir y La casa Tellier en Le plaisir. Pero si el filme de Renoir lo conozco hace por lo menos veinte años, el de Ophüls lo descubrí hace apenas un mes y me ha acompañado estas semanas recientes, enredándose en los hilos de la memoria cuando menos lo espero, como cuando uno descubre de forma imprevista el perfume de una rosa antigua y nos envuelve la melancolía. Si en Une partie de campagne el filme, partiendo de un cuento de Maupassant, no puede ser más Renoir, lo mismo acontece en Le plaisir: a partir de los tres cuentos de Maupassant, Ophüls nos entrega un exquisito destilado de los motivos temáticos, tonales y fílmicos que amojonan su filmografía. Y por si fuera poco, Le plaisir, como Madame de..., nos ha llegado en una edición modélica a cargo de Versus, o sea en una edición como es debido, y podemos felicitarnos, porque escasean, pero a ver si cunde el ejemplo.


A estas alturas, ya no os puede sorprender que me arrebate una película de Ophüls, pero esta vez incluso a Ángeles le encantó, bien es verdad que La casa Tellier más que las otras dos partes -primera y última- de Le plaisir, pero ésa le gustó muchísimo. Esta vez no le escuché ningún reproche sobre el aquel "rococó" de Ophüls que me había espetado a propósito de Madame de... Esta vez la veías entregada por completo al arte de un cineasta que pone en escena el alto precio de la representación en el aquel de vivir, de la contigüidad de la vida y el cine, del mundo y la mirada, o mejor, de la construcción de un mundo a través de una mirada. Para Ophüls, la vida y el cine son dos caras inseparables de la materia fílmica que cuaja en el reino de las sombras, delante de una pantalla, como la voz en off de Maupassant que nos habla desde la oscuridad al comienzo de Le plaisir para presentarnos las tres historias que vamos a ver y recordarnos que ya estamos en el cine, que vamos a presenciar una decantación de la vida mediante una cámara poseída por una vehemente voluntad formal que se mueve a través del dolor para mostrar en la pantalla la máscara del tiempo,


esa erosión a la que no se resigna el viejo protagonista de La máscara, que vuelve una y otra vez al pasado imposible convertido en una marioneta en manos de la puesta en escena de la belleza, poseído por la música de la representación, por la exaltación del movimiento, porque el amor fervoroso de la mujer que ha permanecido a su lado no le resulta suficiente -el precio de la belleza en contigüidad con el precio de amar-;


esa máscara del tiempo derretida por las lágrimas de Madame Rosa (Danielle Darrieux) durante la ceremonia -otra vez la puesta en escena- de la primera comunión en La casa Tellier, un llanto por la niña que fue, por la inocencia perdida, y que contagia a todos los feligreses, sobrecogidos por la atmósfera sobrenatural que emerge de la representación de la pureza; esa máscara del tiempo que deviene una efímera piel de la pasión amorosa que atraviesa La modelo, enhebrada con escaleras que suben y bajan los protagonistas como un carrusel de posesión y pérdida, al borde del abismo, allí donde el cine alcanza la frontera de la experiencia, allí donde la muerte anula cualquier puesta en escena, esa frágil herramienta con que embalsamar las huellas de lo vivido. En definitiva, las películas de Ophüls brotan de las heridas del alma y el cineasta trata de darles vida con vistas a rescatar la gracia de ese instante condenado irremediablemente a desaparecer desde el momento mismo en que cobra forma. De esa trágica fragilidad brota la belleza de los filmes de Ophüls. Así, Le plaisir.


Cuentan que Ophüls y Jacques Nathanson escribieron el guión de Le plaisir casi sin esfuerzo en marzo y abril de 1951 con una estructura de tríptico: dos episodios cortos y oscuros enmarcando la historia central más larga, ligera y luminosa. En principio, la tercera parte adaptaba La mujer de Paul -contenido en Un día de campo y otros cuentos galantes, en Alianza de bolsillo-: Madeleine -la mujer de Paul- se deja seducir por un grupo de lesbianas en el embarcadero donde pasan los domingos y Paul, al enterarse, se tira al río desesperado y se ahoga; las mujeres animan a Madeleine: "Nosotras te cuidaremos". En el guión de Le plaisir las historias eran introducidas por un cineasta anónimo que conducía por delante de la Biblioteca Nacional de París mientras buscaba desesperadamente un argumento para su próxima película, hasta que era interpelado por la voz de Maupassant que llegaba desde la nada, se le metía en el coche, empiezan a conversar y acaban junto al río cubierto de niebla donde el escritor le propone algunos cuentos al cineasta. La voz de Maupassant y el cineasta reaparecen entre episodio y episodio para comentar el anterior y presentar el siguiente. Como al final de La mujer de Paul, las lesbianas consolaban a Madeleine, el cineasta comentaba: "Eso lo cortaré". Y Maupassant replicaba: "No estaré allí para evitarlo".


El rodaje de Le plaisir comenzó el 6 de junio de 1951: La máscara en estudio y La casa Tellier en Normandía, los exteriores, y los interiores en decorados; y llegaron a construirse en La Grenouillere, junto al Marne, los decorados para La mujer de Paul. La falta de fondos ocasionó retrasos en el rodaje que acabó por interrumpirse el 11 de agosto, antes de que se terminara La casa Tellier. Tras encontrar nueva financiación, reanudaron el rodaje con una nueva productora que sustituyó a la inexperta compañía que había iniciado el proyecto, pero exigió que se cambiara La mujer de Paul por otro relato para evitar escándalos, y eso teniendo en cuenta los carísimos decorados que se habían construido, pero se ve que no querían complicar el futuro de una empresa que se había orientado hacia el cine familiar. Ophüls buscó otro cuento donde hubiera papeles para los dos actores que ya estaban contratadas para La mujer de Paul, como Simone Simon. Escogió La modelo porque permitía una producción con un presupuesto ajustado: pocos personajes y varias localizaciones que podía encontrar en interiores y exteriores de París y alrededores. Al final, también tuvo que renunciar a las escenas del cineasta, y es una pena porque resultaría fascinante contemplar un autorretrato fílmico de Ophüls. Eso sí, el tríptico ganó en simetría, ya que La máscara y La modelo son episodios parisinos en los que predominan los interiores y se dividen en dos partes claramente delimitadas por el ascenso de unas escaleras; mientras, La casa Tellier es un episodio provinciano y en el que predominan los exteriores, un episodio que emparenta a Ophüls con el cine de Renoir o Ford.


Como Ophüls apenas tuvo tiempo de preparar La modelo, el episodio se nos muestra poseído por la energía con que se acomete un borrador que no ha de ser sino definitivo, arrastrado por la audacia de quien rueda a tumba abierta. Como se palpa en esa toma que empieza en las manos del pintor abriendo un cajón y que nos lleva en un movimiento febril por toda la casa mientras descubrimos que busca una llave, porque la chica (Simone Simón) lo ha encerrado para que no pueda abandonarla. O en la escena del clímax cuando ella le amenaza con matarse y él le señala la ventana, "adelante": la chica piensa un instante, echa a andar, la cámara adopta su punto de vista mediante un elegante movimiento que trasforma el plano objetivo en subjetivo, ascendemos por la escalera a través de cuyos peldaños vemos el piso que va quedando abajo, nos topamos con la pared del rellano en la que se refleja su sombra, y seguimos subiendo hasta que otra vez nos encontramos con la sombra y llegamos hasta la ventana, entonces entra en campo el brazo extendido que la abre... y la cámara cae con ella al exterior y se estrella contra una cubierta de cristal.


Los exteriores de La casa Tellier se rodaron en Normandía en julio de 1951. Pero no se olvide, se trata de exteriores transfigurados por la mirada del cineasta que convertía cada localización en un decorado que no podía ser de otro más que de Ophüls. Era un cineasta de estudio incluso en exteriores y mientras caminaba por la campiña y por los bosques normandos durante la preparación de Le plaisir, acompañado por su asistente, Ophüls imaginaba un exquisito movimiento de grúa y sublimaba la naturaleza en pura forma. Porque al fin y al cabo, el movimiento, para Ophüls, nacía del interior de los personajes, era su forma de estar en el mundo. Es justamente en esa forma de contemplar a sus criaturas donde se cifra la distancia respecto al mundo de Maupassant. Podríamos decir que se trata de una adaptación fiel en cuanto a personajes y situaciones, pero con una sustantiva variación tonal: en la película de Ophüls se palpa una calidez y se desprende una melancolía que no encontramos en el cuento de Maupassant; allí donde Ophüls acerca, Maupassant distancia; allí donde Maupassant encuentra un quiebro cómico, Ophüls destila una irremediable tristeza.

Hay dos escenas de una belleza inefable en el episodio de La casa Tellier que pueden dar una idea de esa aprehensión del misterio que perseguía la cámara de Ophüls más allá de cualquier virtuosismo. Una de esas escenas no estaba en el guión y quizá sea una de las más bellas de su filmografía, que es tanto como decir de la historia del cine, una de esas escenas que esbozaba en las páginas en blanco que su asistente incluía, junto a las páginas del guión que se rodarían ese día, en una carpeta de piel con anillas que le había regalado Joan Bennett, con la que había rodado The Reckless Moment (aquí Almas desnudas) en 1949, cuando el cineasta regresó a Europa. Ophüls se refería a esa carpeta como "el cocodrilo"; esa escena en que las mujeres de la vida, que han acudido a la primera comunión de la hija de Rivet (Jean Gabin) y sobrina de la madame de la casa Tellier, vuelven en la carreta y se detienen en un prado florido (unas flores de papel añadidas a las hierbas del campo).


Allí, Rivet le pide disculpas a Madame Rosa (Danielle Darrieux) por haber intentado a aprovecharse de ella poco antes. Ella susurra apenas un "gracias" que cifra todo el temblor con que acoge lo que el hombre acaba de devolverle, uno de esos instantes que, en palabras de Chris Marker, hacen latir más fuerte el corazón, un latido sensible -una herida del alma- que atraviesa toda la película y condensa el arte de Ophüls: registrar el momento que ya está desapareciendo en el instante en que cuaja en la pantalla.


La otra escena corresponde a la despedida de las mujeres en la estación: un travelling de cien metros siguiendo a Rivet que no quiere perder de vista el tren que se lleva a Madame Rosa y las demás mujeres, y decirles adiós una última vez antes de que desaparezcan de su vida. Luego Rivet vuelve sobre sus pasos y se aleja de las vías del tren, con la tristeza de quien empieza a pesarle ya la pérdida de la gracia con que esas mujeres bendijeron la primera comunión de su hija, y Madame Rosa su propio corazón. Una escena que muestra de forma elocuente la variación tonal que introduce Ophüls en el tratamiento cinematográfico del cuento de Maupassant: allí donde el escritor exterioriza, el cineasta -paradójicamente- interioriza.


Max Ophüls

Cuánto daría uno por echar aunque sólo fuera un vistazo a las notas de Ophüls -¿alguien las habrá conservado?- a la hora de esbozar la escena del campo de flores, la escritura del cineasta arrebatado en el aquel de aprehender el misterio, la levedad y la gracia de un movimiento del alma mientras la brisa acaricia la hierba y las mujeres cantan una vieja canción, ahora que recordamos el milagro que presenciamos en la pantalla, justo antes de que el tiempo se lo llevara para siempre, un milagro invocado en las páginas en blanco custodiadas por el cocodrilo de Joan Bennett.

Joan Bennett en The Reckless Moment
de Max Ophüls


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