12/1/10
La semilla del níspero
No sé si os suena Virxilio Viéitez. A los visitantes de estos finisterres que frecuentáis esta escuela seguro que sí. Da igual. Desde que lo cité aquí hace ya casi un año, a menudo me lo he topado por los más diversos motivos y cada vez que se me presentaba, me decía, tengo que dedicarle un entrada. Y un día por otro… En fin. Pero estas últimas semanas me he abismado a menudo en sus fotografías. Por razones de trabajo, es verdad, pero también porque ese trabajo me ha llevado hasta mis rincones más oscuros, esos que duele visitar.
Traer a esta escuela a Virxilio Viéitez representa también una tentativa de esclarecer los motivos íntimos que se movilizan al contemplar esos retratos que descubrí en la Fotobienal de Vigo en 1998. No sería exagerado decir que aquel año Virxilio Viéitez entró en la historia de la fotografía, al lado de August Sander, Paul Strand, Diane Arbus o Richard Avedon. Pero eso es apenas una nota a pie de página si lo comparamos con lo que significó para uno mismo. Hasta tal punto nos latió más fuerte el corazón.
En la casa donde nací se guardan las fotos de mi niñez en latas de cola-cao y se abren alguna vez, cuando la memoria arde y el viento del pasado nos empuja a recobrar las imágenes de la infancia. No las tengo conmigo. Me gusta saberlas allí. Deben seguir allí. Como si dijéramos, donde vine al mundo es el lugar donde deben conservarse, en las cajas de cola-cao, mientras haya alguien que las guarde.
Cuando vi por primera vez las fotografías de Virxilio Viéitez fue como si recuperara de golpe el tiempo perdido. Eran las fotos de mi infancia. Pero eran también algo más, ahí latía esa mirada que transforma las fotos de nuestra infancia en las fotos de cualquier infancia, diríamos que las fotos de la infancia del mundo, sin dejar de ser –o mejor, por serlo- una imagen muy precisa y acotada de un país. De un tiempo y de un país. De mi país. O por mencionarlo con las palabras que titulaban el órgano de propaganda y combate de la Unión do Povo Galego, “Terra e Tempo”, que hace treinta y tantos años tanto significó para uno. Pero esas palabras cómo no van a seguir significando, claro que significan. Tierra y tiempo que nos devolvían los retratos de Virxilio Viéitez, el retratista de Soutelo de Montes.
Retratista, así es como se referían en las aldeas de este país a los fotógrafos que frecuentaban: para la fotografía del carnet de identidad, para la primera comunión, la boda, la defunción o para mandarla a América, a los familiares de la emigración. Retratista. El oficio de Virxilio Viéitez. El género fotográfico que prefería el fotógrafo de Soutelo de Montes y en el que cuajó lo mejor de su obra, en el que alcanzó, según dicen, la categoría de arte. Pero qué importa. Al fin y al cabo el arte es lo que una obra nos hace por dentro. Si nos hace mejores. Pero de eso no se habla nunca. Y de eso, aunque no se puede hablar, es de lo único que valdría la pena decir algo. De lo único que justifica la palabra arte. Así que mejor hablamos de Virxilio Viéitez, nada más. Y nada menos.
Nació, dónde si no podríamos decir, en Soutelo de Montes, la tierra de Avelino Cachafeiro Bugallo, quizá el más legendario de los gaiteros de este país, en 1930. De niño no pudo ir con regularidad a la escuela, tenía que ir con el ganado al monte, y aprendió por su cuenta, hasta aritmética, con el objetivo de convertirse en mecánico. Con 16 años trabajó en las obras del aeropuerto de Santiago de Compostela y son 18 en la instalación de teleféricos en el Pirineo aragonés. Compra su primera cámara, una Kodak 6x9 y empieza a hacer fotos de paisajes y de los propios compañeros de trabajo en los teleféricos, y se las cobra, como había visto hacer a un colega en el aeropuerto de Lavacolla. No sólo saca un sobresueldo a base de retratos, también se introduce en el contrabando de tabaco, pero los tráficos ilegales le imponen, digamos, respeto, como le echan para atrás las duras condiciones de vida en los trabajos pirenaicos. Consigue que la empresa lo traslade a un lugar más benigno, San Feliu de Guixols. Allí continúa haciendo fotos y, gracias a la amistad con una empleada del fotógrafo de Manetes, aprende a revelar por las noches, al salir del trabajo.
En 1949 vuelve a Soutelo de Montes con una bicicleta roja. Su madre no puede creer lo que ve y se queja con amargura: “É o golfo máis golfo do lugar, en vez de cartos trae unha bicicleta”. Virxilio Viéitez vuelve a Cataluña, esta vez a Palamós, y consigue emplearse con el fotógrafo Palli donde perfecciona el manejo de la cámara y el trabajo de laboratorio. Se mueve en bicicleta por las playas cercanas, aprovechando el comienzo del boom de la Costa Brava, haciendo fotos de turistas. Incluso se mete en el negocio de las fotos pornográficas que venden en Francia, pero neutraliza posibles problemas regalándole algunas a la Policía y a la Guardia Civil. Parte de los negativos realizados en Cataluña los trajo de vuelta a Galicia, pero ardieron un día que se descuidó mientras fumaba. Cuando se disponía a establecerse por su cuenta en Platja d’Aro, su madre enferma y vuelve a Galicia para cuidarla.
Virxilio Viéitez se establece como fotógrafo en Soutelo de Montes en 1955 bajo la marca comercial de Fotografía Perelló, el apodo de su padre que había emigrado a Francia al poco de nacer él y no volvió a verlo. Suspende sus actividades como fotógrafo mientras cumple el servicio militar y lo reanuda en 1957, entonces deja de lado la Retina con que había trabajado y compra una Rollei con la que realiza lo mejor de su obra. Hasta 1964, cuando se instala la traída de aguas en Soutelo de Montes, para lavar las copias y los negativos tenía que acercarse a la fuente pública, por eso aún resulta más admirable la excelente calidad de sus negativos de formato 6x6. Y asombra que rara vez usara más de un negativo para cada foto, tal era el dominio del retrato y el control riguroso de los elementos que encuadraba.
Como fotógrafo en una comarca de marcado carácter rural, se mueve por las aldeas y pueblos vecinos en su Lambretta para sacar fotos para el carnet de identidad, sobre todo desde que se convierte en un documento obligatorio a principios de los 60; de bodas, llegó a hacer una diaria, excepto los martes, por lo visto nadie se casaba en martes, así que en 1967 compra un Seat 1500, “el coche de las novias”, pero no tarda en disminuir la frecuencia de las bodas, reducidas a fines de semana; de primeras comuniones, bautizos, velatorios...
En los 60 empieza a alternar el blanco y negro con el color, pero Virxilio Viéitez siempre prefirió el blanco y negro porque le permitía trabajar la fotografía en el laboratorio por su cuenta.
A mediados de los 80 abandona definitivamente la fotografía y en los 90 su hija Keka le toma el relevo, había aprendido el oficio con él. Fue Keka quien en 1997 organizó una exposición de un centenar de fotos de su padre en Soutelo de Montes, cansada de peregrinar con una carpeta de la obra de Virxilio Vieitez bajo el brazo por las instituciones gallegas y de que le dieran largas, así por lo menos podrían verlas aquellos que fueron retratados por su padre, o sus descendientes.
Fue en esa exposición donde Manuel Sendón y Xosé Luis Suárez Canal descubren a Virxilio Viéitez y a ellos les debemos el primer estudio sobre la obra del fotógrafo. Un año después lo presentarán en la Fotobienal de Vigo en compañía de los fotógrafos más importantes del siglo XX. Sobra decir que Virxilio Viéitez no tenía idea de quiénes eran Sander, Strand, Avedon, Arbus o Walter Evans.
Él sólo era un fotógrafo que se ganaba la vida retratando a las gentes de Soutelo de Montes y comarca. Qué iba a conocer Virxilio Viéitez. Ni siquiera imaginaba que sus fotos tuvieran ninguna importancia más allá de la que conservara para sus retratados. Él sólo era un retratista de aldea. Pero, mira por dónde, Christian Caujolle, el director de la revista Vu vio la obra de Virxilio Viéitez en la Fotobienal, se lo llevó a París. Y de ahí al mundo. Murió en la madrugada del 15 de julio de 2008, en su Soutelo de Montes.
Buena parte de la obra fotográfica de Virxilio Viéitez la componen retratos en exteriores, en parte porque se movía de una aldea a otra, pero sobre todo porque le permitía una mayor libertad de composición que en estudio. Aun cuando los clientes acudían a su casa para hacerse un retrato, él los sacaba a la huerta, sustituyendo los típicos fondos de estudio por unas berzas o unos frutales. El efecto de la combinación de ingenuidad y puesta en escena resulta tierno y extraño a la vez, cercano e insólito, rústico y refinado. Basta contemplar a esas mujeres enlutadas, pero vestidas para salir, en medio de un camino rural flanqueadas por maceteros, elementos decorativos más propios de una fotografía de estudio:
Virxilio Viéitez cuidaba los detalles de una escenografía, povera diríamos, en la que conjugaba los exteriores, a modo de ‘decorados naturales’ y algún elemento significativo como atrezo, pongamos por caso los animales domésticos u objetos que cobran el valor de signos del tiempo, como un juguete, una radio, los Chevrolets, Pontiacs y Cadillacs que traían los emigrantes de América, o los coches de línea.
Esa combinación de elementos modernos en un espacio –y con unas presencias- que denotaba una economía campesina atrasada, lo viejo y lo nuevo, no traducía una intención crítica, de denuncia social, del fotógrafo que, por otra parte, tampoco sentía una identificación especial con el país, más allá de ser natural de esas tierras, si por él fuera no hubiera vuelto a Galicia. Lo que movilizaba la pulsión escenográfica de sus fotografías era un asunto de mirada. Y de saber sentir.
Los retratos de Virxilio Viéitez tampoco pueden entenderse enajenados de la función social que representaban aquellas fotografías. Muchos de esos retratos tenían un valor notarial, como la foto del niño con un avión de juguete, se la había encargado la abuela para mandársela a los padres del chaval emigrados en América y que comprobaran lo bien cuidado que lo tenía:
O la vieja con la radio a la que quería como si fuera de la familia, le encargó la foto para enviársela a los familiares en Venezuela que le habían mandado el dinero para comprarla, y que así comprobaran que efectivamente se había gastado el dinero en el aparato. Pero es la mirada –íntima- de Virxilio Viéitez la que trasciende el testimonio notarial para dotar al retrato de un efecto vívido que nos conmueve -y en esa medida podemos hablar, más allá del oficio, de arte fotográfico-, mediante esa composición de la vieja que apoya el brazo en la silla de al lado donde ‘se sienta’ la radio, que transmite de forma elocuente cuánta compañía le hace o, dicho de otra forma, cuánta soledad la embargaba:
Los retratados llevan siempre sus mejores trajes, a menudo la foto era una forma de agradecer a los parientes emigrados que le hubieran mandado esas ropas cuya calidad contrastaba no pocas veces con unos zapatos trasteados o con lo mal que les sentaba. Los retratos, valga la redundancia, retratan un mundo, una tierra y un tiempo. El mundo de nuestra infancia.
Unos retratos caracterizados por el estatismo, la frontalidad, la posición central del sujeto, la mirada directa a cámara y el efecto escenográfico, que nos recuerdan los de aquellos que amojonaron la historia de la fotografía. Ahora bien, si cabe subrayar la intención escenográfica de Virxilio Viéitez, también habría que hacerlo con la capacidad de registrar la expresión del retratado. El rostro, el cuerpo y el gesto se nos muestran, valga la expresión –y vale como nunca-, el espejo del alma, o de un estado del alma.
Pero la obra fotográfica de Virxilio Viéitez nos habla también con elocuencia del acto mismo de retratar y de la experiencia de ser retratado en aquella tierra y en aquel tiempo. Era una cosa seria. Era una ceremonia de la mirada. Un ritual para detener el mundo en un instante solemne, cargado de significado. A la autoridad notarial del fotógrafo habría que añadir el aura taumatúrgica con que los retratados lo investían, una investidura que ahora resulta tan remota en estos tiempos de cámaras digitales, cuando tan rutinario deviene hacer una foto. Por eso, el aura que Walter Benjamin consideraba que había desaparecido con la “reproductibilidad técnica” de la fotografía, revive en los retratos de Virxilio Viéitez, y en cualquier retrato que consigue aprender el alma del retratado.
Tal era el aura –notarial y mágica- del retratista de Soutelo de Montes que lo llamaban para retratar a los muertitos en los velatorios y camino del cementerio se abrían las cajas para que pudiera sacar una fotografía con la mejor luz, un retrato para el recuerdo, un sostén para la memoria.
El valor testimonial de esas fotos servía, por ejemplo, para que los parientes emigrados comprobaran el fallecimiento del familiar y se procediera a “facer as partillas”, o sea, a repartir la herencia. Pero, una vez más, el valor notarial queda trascendido por el testimonio antropológico sobre la relación con la muerte. Y aun por la mirada –qué mejor adjetivo que excesiva- del retratista que sienta a una joven sobre una tumba o dispone a unas mozas garridas sobre el fondo de los nichos del cementerio, lamento no haber podido escanear con mejor calidad esa fotografía pero vale la pena mostrarla aunque sólo sea por su valor documental:
Aquel día, hace más de diez años, en que contemplamos la obra de Virxilio Viéitez nos sentimos arrebatados por aquella mirada que nos devolvía el mundo en que uno abrió los ojos por primera vez. No sabemos por qué llegan las cosas hasta nosotros, quizá las recibimos como un don y con el tiempo, quién sabe, llegamos a merecerlas. Las fotografías del retratista de Soutelo de Montes, en su secreta desnudez, nos confían un principio y un final que tardamos mucho tiempo en comprender, necesitamos que el tiempo de aquella mirada nos trabaje por dentro, nos ponen en las manos dos historias, la que vivimos nosotros con el retrato y la que vivieron retratista y retratado, una novela o una película que nacen de un germen doble, como la semilla del níspero.
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Estupendas las fotos. Y las letras. Soy hijo y nieto de gallegos. Mi madre es de Souto, una aldeíta cercana a Ribadabia. Mi Padre, de Castro Caldelas. Ahora mamá, después de cincuenta años en Buenos Aires, vive en Vigo. Y viene con frecuencia a Madrid, donde vivo yo, y, sobre todo, su nieto español.
ResponderEliminarQué de vueltas da la vida, ¿no?
Un post espectacular de un excelente fotógrafo. Enhorabuena, una y otra vez.
ResponderEliminarEstas fotos son increíblemente hermosas y humanas. Han captado la historia de cada uno de las personas retratadas, su entorno, su tiempo,.
ResponderEliminarLa freca l belleza de los niños, de las jóvenes y las mirads de las abuelas. Felicitaciones
Hermosas fotos . Me recuerdan las pocas que trajo mi padre , tomadas por un tal Elias Diez de Noya
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