Ayer nos enteramos de la muerte de Jean Simmons, cuánto me gustó siempre esa actriz (bueno, y la mujer, una belleza de las de antes, diríamos), la hemos disfrutado en muy buenas películas desde Cadenas rotas (1946), la adaptación de Grandes esperanzas de Dickens por David Lean, pasando por el Hamlet (1948) de Laurence Olivier, Ellos y ellas (1955) de Joseph Mankiewicz, Horizontes de grandeza (1958) de William Wyler, El fuego y la palabra (1960) de Richard Brooks, hasta Espartaco (1960) de Stanley Kubrick. En su día me conmovió en Con los ojos cerrados (Richard Brooks, 1969) pero no volví a verla y no sé si me gustaría tanto a estas alturas.
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En la página 94 de La fiesta del oso leemos: ...me siento como quien jala la punta de una raíz y al tirar de ella descubre que es mucho más larga de lo que había calculado y que toda esa longitud no es más que una mínima parte de la red de raíces que va ganando grosor conforme se acerca al tronco de un árbol enorme, que está muchos metros más allá, y que es la criatura que mantienen viva todas esas raíces, un árbol inmenso y saludable que me gustaría llamar La Guerra Perdida. Un párrafo que define muy bien el motivo temático de la novela (o de la trilogía de la guerra civil probablemente), pero quisiera resaltar dos elementos compositivos: por un lado, la construcción de la voz narrativa que le permite al lector en dos o tres momentos claves mantener una cierta distancia sobre la narrado, la distancia justa para anticipar lo que vamos a descubrir y vivir esos momentos -diferidos y dilatados con maestría- con una mezcla de incomodidad y conmoción que duele; por otro, la potencia metafórica del texto que sin forzar los hechos nos permite leer una historia de derrota como si se tratara de un cuento terrible con un gigante, una bruja y un ogro en el corazón del bosque.
Y hoy, claro, fui a recoger El País con la motivación añadida de La isla del tesoro que entregaban con el periódico y que algunos de los lectores de esta escuela se cuidaron tan amablemente de que no olvidara. De paso nos enteramos de que Xosé Luís Méndez-Ferrín ya es el Presidente de la Real Academia Galega. Y uno se alegra, sobre todo por la Academia. Las instituciones se engrandecen por los hombres que las ocupan, pobres hombres los que necesitan de las instituciones para engrandecerse, pobres instituciones también. Uno se alegró cuando José Luis Borau fue elegido presidente de la Academia del Cine, porque es un gran cineasta. Y se alegra ahora con la elección de Méndez-Ferrín para presidir la Real Academia Galega porque es un gran escritor.
Arraianos desde su primera edición en 1991 se convirtió en uno de mis libros favoritos, creo que es el mejor libro de cuentos de la literatura gallega y Lobosandaus, el primer cuento del libro, uno de los mejores que se hayan escrito nunca; sin olvidar Botas de elástico un cuento estremecedor sobre la represión brutal en Galicia aquel verano de 1936. Pero en 1982 había publicado Amor de Artur -creo que acaba de publicarlo Impedimenta en castellano- y allí leímos Fría Hortensia, un cuento inolvidable, y aprendimos fragmentos enteros, porque Ferrín cuando escribe, por encima de todo, mejora el idioma, le arranca ecos olvidados y alumbra resonancias secretas, y por eso engrandece a la Academia que la presida un escritor tan grande. Porque Ferrín es un poeta que en 1976 publica Con pólvora e magnolias, una obra cuyos poemas aprendimos de memoria como antes habíamos memorizado los de Rosalía de Castro o Manoel Antonio. Podéis encontrar una antología de sus relatos traducido al castellano en Fría Hortensia y otros cuentos en Alianza ed., y Con pólvora y magnolias en Hiperión. Por eso resulta triste -y revelador- que en un día como hoy el periódico, en vez de celebrar a un escritor como Méndez-Ferrín, se dedique a subrayar la controversia derivada de su peligrosidad ideológica a cuenta de su militancia independentista y de izquierdas, y que el Presidente de la Real Academia Galega haya tenido que dedicar sus primeras declaraciones a precisar que no es un lobo feroz.
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