La primera película del año: Reminiscencias de un viaje a Lituania (1972) de Jonas Mekas. Ninguna otra merece más el título de home movie, casi me atrevería -me atrevo- a decir que se trata de la home movie por excelencia. Quizá la más bella. El más emocionante de sus filmes. Es la película de un desplazado, en el siglo de los desplazados y dedicada a los desplazados; a tantos que han perdido el centro del mundo; como nos recordó John Berger, ése viene siendo el significado profundo -en un sentido antropológico- de home. Jonas Mekas, a falta de un hogar encontró una patria en el país del cine; aunque, quién sabe, acaso el cine, además de una patria, haya devenido también una casa para ese cineasta que Guerín ha retratado como una trinidad: un Langlois, un Bazin y un Godard en una misma persona. Más que un cineasta, un hombre de cine.
Jonas Mekas filma con su Bolex
un prado florido de Semeniskiai (Lituania)
Las reminiscencias del título deben entenderse en un doble sentido, o mejor, deben verse como un doble proceso. De vuelta de Lituania en Nueva York, Mekas guardó -casí deberíamos decir que escondió- el material filmado en 16 mm debajo de la cama. Era una forma de olvidarlo. Y en diciembre debe montar la película con urgencia cuando le recuerdan el compromiso que había contraído para estrenarla en la televisión alemana el 5 de enero de 1972. Por así decir, se privó de tiempo para un montaje meditado y se obligó a pespuntar los latidos de la memoria -con las reminiscencias- de aquellos días encantados de agosto filmando en Semeniskiai. Pero, además, cuanto había filmado no eran otra cosa que reminiscencias; no filmaba el presente, sino que aprehendía los rastros de lo perdido. Vislumbres del centro del mundo con una Bolex.
Reminiscencias de un viaje a Lituania se articula en tres partes. En la apertura evoca sus primeros años en Nueva York, sus primeras filmaciones. Vivía en Brooklyn pero tenía la cabeza, los ojos, la mirada en otra parte. Veía por una herida. Te queríamos, mundo, pero nos hiciste cosas terribles, escuchamos en la voz del cineasta. Mekas nos cuenta el trabajo de apropiarse del nuevo mundo a través de la cámara, como forma de encontrar un sentido de pertenencia, de sentirse parte de una ciudad aun con la mirada dañada por la pérdida: ¿Alguna vez has estado en Times Square y has sentido, de repente, muy cerca de ti y muy intenso, el aroma de la corteza fresca del abedul? La voz de Mekas invoca la herida primordial.
La parte central del filme enhebra 100 vislumbres del paraíso perdido. La casa natal. El pozo: lo primero que hacen al llegar es beber aquel agua: ¡Agua fresca de Semeniskiai! Ningún vino supo mejor en ningún otro lugar. La madre.
Los pasos, los trabajos, las manos de la madre.
Tocamos algunas de las herramientas que usábamos para trabajar, por supuesto ya no se utilizan pero nos traían muchos recuerdos.
Las cosas del presente como vestigios de la memoria. Los primos, los amigos, los lugares de la infancia. Los aromas, lo sabores, las canciones. Dormir en una cama de heno.
La cámara de Mekas quiere verlo todo, capturarlo todo, tocarlo todo, y todo al mismo tiempo. Antes de que se extingan las huellas del pasado. La matriz de una mirada que alienta en los retoños de la fugacidad.
En la última parte, Jonas Mekas nos lleva a los sitios donde estuvo con su hermano, el campo de internamiento de Hamburgo, la fábrica (de trabajo esclavo); y, por último, a Viena, la ciudad a donde no pudieron llegar al ser capturados por los nazis. La película se cierra con las llamas del incendio del mercado de las frutas, una de los lugares preferidos de su amigo y cineasta vienés Peter Kubelka, que lo ha acompañado en este último tramo del viaje. El fuego, tan devorador como el tiempo.
Tan frágiles la memoria y el cine para atrapar los vislumbres de lo perdido en los efímeros fulgores del presente. El aroma de la corteza fresca de abedul en Times Square.
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