17/9/12

La porfía de la belleza



Allá por los albores del siglo XII y ante la riqueza escultórica desplegada en los capiteles de los claustros románicos (cluniacenses para más señas), Bernardo de Claraval, fascinado por el delirio figurativo de los bestiarios, considera un despropósito que los monjes le pongan los ojos encima a esos bellos horrores y esas horribles bellezas y se pregunta -es un decir- quién se va a quemar la vista en los manuscritos iluminados cuando sólo tienen ojos para esas imágenes tan cautivadoras, y perdidos en tanta maravilla cómo van a meditar en la palabra de Dios; quién, en fin, se va a retirar a los adentros si un lugar de retiro y oración se ha convertido en una fiesta para la mirada. Y, desde luego, los claustros de muchos monasterios (cluniacenes) eran -son- un auténtico espectáculo, un verdadero arrebato visual.


Embelesado él mismo por los primores de aquellos capiteles, Bernardo de Claraval proclama la renuncia a la belleza del mundo por amor a Cristo. Nada como semejante repudio para destilar una idea elocuente de las tempestades que la belleza puede desatar en el alma, del miedo que puede anidar en quien se hace cargo cabalmente de las potestades de la belleza; nadie como el iconoclasta siente en carne viva el ardiente señorío de la belleza.


Esa fauna de los capiteles, ese zoo fantástico, ese imaginario alucinado... Cómo no imaginar a Bernardo de Claraval contemplándolos subyugado, tan maravillado que cuando redacta su diatriba alude a tanta y tan admirable variedad de formas que aparece por todas partes, como asediado por tanta belleza, por tantas formas sensuales que... Vade retro, Satanás. Guerra a la belleza. Claro que, como apunta Jiménez Lozano en Los ojos del icono, si Bernardo de Claraval cree que ha vencido, si le parece que ha conjurado esa belleza, no podía equivocarse más: en realidad, acaba de limpiar el camino hacia la más alta y pura estética.


Y de ella nacerá el modo de hacer cisterciense con su esbeltez, su femineidad extraña, los muros limpios de pintura de pero llenos de luz y contrapuntos sombreados, los grandes ventanales sin cristaleras de color, las leves incisiones en la piedra, su propia rugosidad: el entramado geológico de milenios, su textura de materia. Y los monjes tratarán a estas piedras como reliquias; no porque sean sagradas, sino porque son hermosas y llevan, además, en ellas las huellas del trabajo humano. Construirán con el mismo espíritu una iglesia que un granero.


Una ascesis de los ojos que deviene un desafío de la más honda belleza, ésa que le hacía decir a la marquesa de Maillé: la capilla de Claraval era hermosa por todo lo que no había en ella. El arte románico en toda su desnudez, que todo lo fiaba a la materia y las proporciones.


Y me hizo recordar las películas de Bresson y sus Notas sobre el cinematógrafo: la misma esencial porfía de la belleza.

1 comentario:

  1. creo que ti (vos) e os teus lectores merecedes isto: se clicades nos planos iredes vendo marabillas da catedral de santiago que pasan moi desapercibidas...
    capiteis >>> http://www.goldschmidt-zentrum.de/hispania_romanica_digitalis/santiago/
    pórtico>>> http://www.goldschmidt-zentrum.de/hispania_romanica_digitalis/santiago/PeTAL/content/V59471.html
    portico platerías >>> http://www.goldschmidt-zentrum.de/HyperSculpture/
    idem outras igrexas >>> http://www.goldschmidt-zentrum.de/hispania_romanica_digitalis/

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