Hace cosa de un mes vi un par de veces La habitación azul (2014), de Mathieu Amalric. La segunda, con Ángeles; porque creía que podría gustarle y para verificar mis primeras impresiones.
Sentía uno curiosidad y una pizca de desconfianza. De Amalric sólo habíamos visto Tournée y nos había gustado; descubrimos entonces que, además de un gran actor, también era un buen director. Pero esta vez abordaba una adaptación de una novela -con el mismo título- de Simenon, uno nuestros escritores preferidos. Mientras la veíamos, Ángeles comentó que era una película "muy Simenon". No me atrevería a decir que también "muy Amalric"; me faltan por ver sus cuatro primeras películas, pero creo que arriesga más que en Tournée, es decir, se atreve a fracasar, que -como apuntó Cassavetes- es el deber de un artista.
Después de verla, volví a la novela ("El cuarto azul" habría quedado mucho mejor como título). Me parecía una adaptación fiel pero hacía quince años que la había leído. Pues bien, se queda uno corto al calificarla de fiel. Más bien deberíamos decir que La habitación azul de Amalric no puede ser más fiel a la de Simenon, apenas introducen -de forma certera- algunas escenas que les permiten visualizar temores o deseos que no se visualizan en la novela, y cambian los nombres de los personajes (sus protagonistas, Tony y Andrée, en la novela; Julián y Esther, en la película), el negocio de Andrée/Esther y su marido (una farmacia en la película por un colmado en la novela), además de borrar los elementos de época situándola en el presente. Hasta tal punto es respetuosa la adaptación que la fidelidad se transfigura en ofrenda de admiración. Hasta ese plano de Esther, que nos recuerda El origen del mundo de Courbet, llega a la pantalla desde las primeras líneas de la novela:
...sobre la cama deshecha, Andrée desnuda, con las piernas abiertas, con la mancha oscura del sexo de la que salía un hilillo de esperma.
Cartel diseñado por Aurélie Huet.
Con todo, si la novela de Simenon no es sino (muy buena) literatura, la película de Amalric no es sino (muy buen) cine. Y no deja de tener su aquel si caemos en la cuenta de que, tanto en la novela como en la película, las palabras (las últimas palabras que se dicen los amantes durante el último encuentro en la habitación azul) cobran la solidez de cosas, meteoritos memoriosos que estallan como relámpagos en el curso del relato: ¿De verdad podrías pasarte la vida entera conmigo?, quiere saber Esther. Claro, dice Julián. Y ella: ¿Seguro? ¿No te daría un poco de miedo? Y él: ¿Miedo de qué? Esther se lo aclara: ¿Te imaginas cómo pasaríamos los días? Mariposas atrapadas en un telaraña de recuerdos.
Me gustó mucho la intensidad, la sutileza y la concisión con las que Amalric rinde tributo a Simenon en los 76' de La habitación azul. Como si quisiera honrar al novelista antes que hacer un ejercicio de estilo, y no por ello descuida la forma (como tampoco lo hacía Simenon). Pero aun con tanta fidelidad -o quizá justo por eso- salta a la vista la mirada propia del director a la hora de cristalizar el magnetismo de ese último encuentro de los amantes, verdadero vórtice de la memoria de Julián, que gravita cuando la investigación criminal los reúne en un careo y basta un cruce de piernas de Esther para despertar en él un deseo irresistible.
Amalric contó el año pasado en Cannes que se cruzó con Paulo Branco por la calle y el productor portugués, al tanto de que llevaba dos años intentando poner en pie el proyecto de Rojo y negro (la adaptación de la novela de Stendhal), le preguntó si quería rodar algo en tres semanas. (Dicho, salta a la vista, entre paréntesis: cosas así sólo suceden en el cine francés.) De vuelta en casa, Amalric sacó de una pila de libros un ejemplar manoseado de La habitación azul, publicada por Simenon en 1963. Era un libro que tenía muy presente: había llamado así a una de las últimas escenas de Tournée, el encuentro amoroso de Joachim (encarnado por el propio Amalric) y Mimi (Miranda Colclasure) en un cuarto de hotel.
El título -La habitación azul- remite más que a un lugar -que también- a un estado mental que deviene el centro de gravedad de una historia amojonada con una investigación policial y judicial, que vuelve una y otra vez a la escena primordial, el último encuentro de los amantes. La vida es muy distinta cuando la vives y cuando vuelves sobre ella después, dice Julián. En esa línea de Simenon -la que más le gusta a Amalric (y que escuchamos en el 11')- se cifra la estructura, tanto de la película como de la novela.
Una cosa es vivir una situación en bruto y otra quitarle capas como si fuese una cebolla. La inocencia y la culpa se declinan entre palabras y cosas, cachitos de vida que el director captura como rastros precisos de una vibración imposible de represar, detalles vívidos que no permiten armar el rompecabezas de dos seres atrapados en el vértigo de una pasión. Y aun así, la culpa lo condena a recordar.
La claustrofobia que desprende la iluminación de Christophe Beaucarne y la rememoración que rezuma el montaje de François Gédiger contribuyen a destilar el trabajo de la memoria de Julian. La película resulta muy elocuente a la hora de mostrar cómo las palabras pierden consistencia y hasta se vuelven incoherentes en el curso de la investigación criminal, arrancadas del ardiente caos de sensaciones violentas y deliciosas que se enredan en un delirio devorador, que sólo puede cobrar significado en la habitación azul, donde todo era verdad, donde todo era real. En la página 15 de La habitación azul de Simenon se lee:
Lo que él estaba viviendo durante media hora, o menos aún, durante unos minutos de su existencia. luego sería descompuesto en imágenes, en sonidos separados, observado con lupa, no sólo por otros sino por él mismo.
En este párrafo se encuentra la clave de las imágenes del cuarto azul y las palabras en boca de los policías y del juez, y del propio Julián, sólo que no allí, no entonces. Y una página después:
Todo importaba. Todo tenía su sitio en un universo vibrante, hasta la mosca posada sobre el vientre de Andrée, que ella observaba con una sonrisa saciada de satisfacción.
En la película, es una avispa la que se posa en el vientre de Esther.
Tampoco encontramos en la novela esa avispa que en la película va a posarse en el cucurucho de helado que se dispone a probar la hija de Julián, pero resulta una idea estupenda para figurarnos la memoria insidiosa en que vive atrapado el protagonista por más que ponga tierra de por medio con Esther.
Julián se siente culpable por desear a Esther y por no desear a su mujer. Por sentir lo que siente y por no sentir lo que se supone que siente. Quiere querer a su mujer pero quisiera borrarla de su existencia, un sentimiento que se evidencia en la escena de las aguadillas durante las vacaciones en la playa, que no están en la novela pero sí algo parecido, cuando Giséle (Delphine/Léa Drucker, en la película) teme que su marido no acuda en su ayuda si se viera en peligro de ahogarse; o cuando Julián contempla a su mujer en lo alto de una escalera recogiendo los adornos navideños (tampoco aparece la escena tal cual en la novela, sólo el enunciado de la idea que anida en Tony).
Cautivo del deseo por Esther, tanto que basta la silla vacía -donde ella se sentó durante un careo ante el juez- para avivar la necesidad imperiosa que experimenta Julián (tanto que hasta el juez no puede soportarlo). Los recuerdos abren grietas envenenando el presente, como en ese pasaje de la página 56 de la novela (tan bien llevado a la pantalla), cuando Julián conduce con su mujer al lado, una noche de vuelta del cine; habla de cómo estuvo a punto de decirle "Te necesito, Gisèle" , porque necesita que confíe en él
-Cuando pienso en los años que he perdido por culpa tuya.Pero no era la voz de su mujer sino la de Andrée/Esther, que lo persigue sin tregua por los meandros de la memoria.
La habitación azul incuba el malestar y cultiva una atmósfera de perdición. El propio formato cuadrado (1:1,33) de pantalla remite al noir de los años 40 (pongamos por caso, a Preminger), pero sobre todo a esos polar de Chabrol (producidos por André Génovès), como La mujer infiel o El carnicero.
Cuando más arriba nos referíamos a los riesgos asumidos por el cineasta no nos referíamos tanto a ese formato que privilegia los detalles y los rostros (cuando hoy día se lleva -y se abusa de- la pantalla ancha), cuanto a desplegar la investigación (¿de un crimen o unos crímenes?) que nos deja abismados en el misterio, es decir, que no resuelve nuestras dudas; hasta las tarjetas que le deja Esther a Julián, que en la investigación se ven como indicios, en la película funcionan como semillas de incertidumbre.
También en esta ambigüedad Amalric y Cléau fueron fieles a Simenon.
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