1/7/15

Un verano con Marianne


Hace cincuenta años por estas fechas Godard rodaba Pierrot le fou. Poco antes de su estreno escribió...
no es verdaderamente un film. Es más bien una tentativa de cine. Y el cine, al dar voz a la realidad, nos recuerda que hay que tratar de vivir.

(Hay que tratar de vivir con la ley mordaza, la desmemoria y el cruel acoso a Grecia, y amparar a quienes no se rinden. Ya en 2010, cuando no acudió a presentar Film Socialisme en Cannes por un problema griego, Godard declaró: Occidente está en deuda con Grecia. El mundo en que vivimos se lo debe todo. Y un año después, en una entrevista en The Guardian: Los griegos nos dieron la razón y estamos en deuda por ello. Aristóteles fue el primero que expresó el sentido de «por lo tanto». Usamos este término millones de veces cuando tomamos nuestras decisiones más importantes. Es hora de que empecemos a pagar por ello.)


Se ha hablado -y mucho- de Pierrot le fou como un filme-resumen de la primera época de la obra de Godard, en particular de las películas que rodó con Anna Karina. La verdad, no hubo más que tirar de un texto del cineasta para la campaña publicitaria, donde anunciaba Pierrot le fou como (las cursivas son nuestra) un soldadito que descubre, con desprecio, que uno debe vivir su vida, que una mujer es una mujer y que en un nuevo mundo uno ha de sobrevivir como un marginado para no encontrarse al final de la escapada. En fin, Godard había montado su propia retrospectiva.


Se ha hablado menos -pero lo ha hecho muy bien- Alain Bergala (en un texto cardinal, La reminiscencia o Pierrot con Mónica, agavillado en Nadie como Godard, del que estas líneas son deudoras) a propósito del filme como caja de resonancia del cine que le gustaba a Godard, o mejor, del cine que le había impresionado, en dos de los sentidos de la palabra: el cine que lo había conmovido y el que había guardado (sin querer) en el disco duro. Pierrot le fou deviene, así, un crisol de la memoria del cine para Godard.


Pierrot (Jean-Paul Belmondo) precipita en el mar el coche americano que ha robado para huir con Marianne (Anna Karina) y mientras se hunde la pareja alcanza la playa con las maletas. Como Charlton Heston y Jennifer Jones en Ruby Gentry  (1950) -aquí Pasión bajo la niebla- de King Vidor.


Marianne se pinta los labios mirándose en un espejito camuflado en la oreja de un bolsito con forma de perro de peluche. Como Shirley MacLaine en Some Came Running (1958) -aquí Como un torrente- de Minnelli


Marianne lee unas líneas para el zorrito mientras Pierrot le pregunta: ¿Nunca me dejarás? Como Jennifer Jones en Gone to Earth (1950) -aquí Corazón salvaje- de Powell y Pressburger, que reprende al zorrito que le había escapado: No debes escaparte, estaría perdida sin ti. 


Las tijeras amplificadas por efecto de gran angular. Como las de Dial M for Murder (1954) -aquí Crimen perfecto- de Hitchcock, exageradas por efecto del 3D, sistema con el que se estrenó en su día la película. 


Marianne prende fuego al coche; panorámica sobre la pareja que se pierde en el campo. En They Live by Night (1948) -aquí Los amantes de la noche- de Nicholas Ray, los atracadores prenden fuego al coche y montan en otro; raccord sobre el nuevo coche desde un helicóptero.


Como apunta Bergala, muchas de las citas se encarnan en Anna Karina como cuerpo conductor de la memoria del cine. De la nostalgia de un cine que despertó la vocación de cineasta en Godard; nostalgia de un cine con el aura de un mito: el cine de géneros. Pero ya es demasiado tarde, como confesó el propio cineasta en los días de Pierrot le fou:
En el momento en que puedes hacer cine, ya no puedes hacer el cine que te provocó el deseo de hacerlo. 

Y como no puede hacerlo destila la nostalgia a través de inspiradas escenas que no remiten a películas concretas sino al cine de géneros: el cine negro, el slapstick o la comedia musical, como ese prodigio de gracia con que nos bendice Anna Karina cuando canta Ma ligne de chance.


Pero en Pierrot le fou la memoria del cine subyace también en la recuperación de los relatos míticos que tanto le gustaban a Godard, aquellos que destilaban con lirismo historias de amantes en fuga, y aun partiendo de Obsession de Lionel White (publicada en la serie noir de Gallimard como Le démon d'onze heures), no tarda en seguir la estela de Sólo se vive una vez de Fritz Lang, Los amantes de la noche de Nicholas Ray, o Gun Crazy -aquí, El demonio de las armas- de Joseph H. Lewis. Y aun de Tabú, de Murnau.


Aunque Godard encuentra la inspiración primordial en los filmes de Lang y Ray, sobre todo porque en Sólo se vive una vez y Los amantes de la noche encontramos de forma muy marcada -como señala Bergala- el momento de la insularidad, en el que la pareja protagonista busca cobijo en un lugar aislado, al abrigo del mundo donde se han visto atrapados en una historia de ruido y furia.


Pero en vano, porque la trama (el guión) dará con ellos y serán expulsados del último refugio en su efímero paraíso. Ese momento precario de insularidad deviene para Godard el presente puro del cine, una situación que cobrará visos obsesivos en su obra futura; en palabras de Bergala,
la pareja aislada, cercada, ya sea en un apartamento [À bout de souffle, Prénom Carmen] o en una isla [Pierrot le fou]; la tentación de un pequeño momento-límite en el que el relato se detiene, donde el tiempo cambia de régimen, donde la película avanza en vuelo rasante.    
   
O sea, donde el cine ya sólo es puro presente. Esa idea de insularidad pespunta el texto de Bergala al hilo de una película de Bergman que le reveló a Godard el presente puro del cine, Un verano con Mónica. Una película que lo impresionó (en los dos sentidos que dijimos más arriba) y dejó una huella íntima y perdurable en su obra. Para entender hasta qué punto conviene echar mano de una réplica de Nouvelle Vague (1990):
No basta siquiera con tener recuerdos, hay que saber olvidarlos cuando son muchos y hay que tener la paciencia de esperar a que regresen. Porque los recuerdos aún no lo son. Sólo cuando se convierten en nosotros, sangre, mirada, gesto, cuando ya no tienen nombre ni se distinguen de nosotros... Sólo entonces puede suceder que en un momento muy raro, de entre ellos...

Ahí en esos puntos suspensivos se cifra, para Godard, la reminiscencia, el centro de gravedad del texto de Bergala a propósito de Pierrot le fou: ese recuerdo que vuelve del olvido transfigurado en otra cosa, reinventado (bajo nuevas formas, con otras constelaciones significativas, hilvanando nuevas relaciones o en figuraciones insólitas o misteriosas) y que ya no es sino nosotros. No es casual que Godard sitúe la idea de la reminiscencia en el umbral de Pierrot le fou, haciendo que Belmondo lea (en la bañera) una página memorable de un texto de Elie Faure a propósito de la pintura de Vélazquez donde alude a esas bellas sombras fugitivas y desvanecidas que volveremos a ver sin pretender volver a verlas.


Así vuelven -como reminiscencias- las imágenes de Un verano con Mónica. Una película a la que Godard dedicó algunas de sus mejores páginas como crítico. Una película que tuvo que ver dos veces, o mejor, que sólo vio la segunda vez, en 1958, y se preguntará: Pero ¿dónde teníamos la cabeza en 1953 [cuando se estrenó -y vio sin mirar- Un verano con Mónica]?


Aquellas secuencias en la isla donde Bergman olvida el guión y se entrega al aquel de filmar a Harriet Andersson y el cine deja de ser algo previamente pensado, escrito y planificado, y se transfigura en una creación ofrendada, cuando se abandona a lo que Godard llamó el presente del cine:
Mónica se despierta en el barco, sale, prepara el café, va a ocultarse detrás de un árbol para mear a cubierto de la mirada de la cámara, va a darse un chapuzón y acaba despertando a Harry. Se besan mientras fuman. Pasa una tormenta. Vuelve el sol, con el arco iris. Ella se desviste sobre las rocas y se baña desnuda ante la mirada de Harry...

En esos momentos de insularidad el cineasta intenta suspender el tiempo de los relojes y recuperar el tiempo de los orígenes (donde buscan amparo Pierrot y Marianne, como Harry y Mónica o los amantes de Tabú, el de Murnau y el de Miguel Gomes) o, por decirlo con palabras de Bergala, la insularidad...
corresponde siempre a un intento de detener el tiempo, la historia, la narración, los reactores de la ficción. 

Como Belmondo y Jean Seberg en la habitación del hotel en À bout de souffle. Desde su opera prima, el momento de insularidad se convirtió para Godard en un motivo primordial de su cine, donde el guión ya no mueve -impulsa- las imágenes y la película se rinde al cine como puro presente. De eso habla, a propósito de su oficio de cineasta:
No soy yo quien ha inventado el agua del lago, el azul del cielo. Sólo puedes poner las cosas en relación unas con otras, orientarlas en cierta dirección. 
Godard, pintor.

Bergala no había cumplido 22 años y estudiaba en Aix-en-Provence cuando un primo suyo, que trabajaba como cocinero en el único hotel-restaurante de Porquerolles, le telefonea y le cuenta que un equipo de cine va a llegar a la isla para rodar una película. Unos días más tarde se entera de que el director se llama Godard. Equipado con una cámara de fotos y una pequeña cámara de cuerda de 16 mm, que le había prestado un amigo, Bergala se planta en la isla y es testigo del desembarco de material y de como enseguida empieza el rodaje. A través de los eucaliptos sigue de lejos al equipo que se dirige a una pequeña playa donde Pierrot y Marianne hablan mientras caminan al borde del agua, con las maletas en la mano.


No hay periodistas. Ningún curioso más. Bergala, curándose en salud, le pide permiso a un ayudante si puede hacer fotos y filmar (sólo lleva una bobina de película en blanco y negro). El ayudante se acerca a Godard que muestra su conformidad, tanto le da. Eso sí, el ayudante le advierte que ¡nada de fumar durante las tomas! El tipo, aún más joven que Bergala, se llama Jean-Pierre Léaud, y también aparecerá en una escena de la película (en el otoño de ese año rodará con Godard Masculin Féminin, ya como protagonista).

Cada vez que vuelvo a ver Pierrot le fou, todavía hoy. siento una extraña emoción cuando llegan los planos que vi rodar aquel día, por saberme agazapado fuera de campo, invisible, respirando el mismo aire límpido que los actores en esa pequeña punta de playa que aún existe, en Porquerolles, en el momento mismo en que la veo en la pantalla.

No podía imaginar que iba a dedicar toda la vida (sobra decir que no en exclusiva) a la obra de Godard. Me alegró poder agradecerle personalmente hace unos años (a finales de abril de 2011 con ocasión de un seminario sobre el director de Pierrot le fou celebrado en el CGAI) la edición en dos volúmenes (sin traducción aún al español) de Jean-Luc Godard par Jean-Luc Godard y las páginas de Nadie como Godard (título original: Nul mieux que Godad, o sea, Nadie mejor que Godard, ¿les dio reparo a los de Paidos conservarlo?), escribir con Pierrot le fou -iluminada por el maestro Raoul Coutard- en la memoria...
Nadie mejor que Godard ha sabido captar la gracia de un juego de luz sobre un rostro, los andares de una chica o la belleza antigua de un paisaje mediterráneo.

En Una erótica del rodaje, un texto sobre Un día de campo publicado en Trafic -en el verano de 1994-, Bergala hablaba de su culminación -erótica- en el curso de una toma cuando el cineasta toma el lugar del actor como vector de la mirada de la actriz. Hay una toma de Pierrot le fou donde la culminación erótica se vuelve lacerante hasta el desgarro y se consuma con una mirada a cámara de Anna Karina que nos duele con la memoria de la mirada a cámara de Harriet Andersson en Un verano con Mónica.


Pierrot le pregunta a Marianne si nunca lo dejará, ella mira hacia la izquierda del encuadre (a Pierrot, fuera de campo) y le dice que seguro que no; él insiste, entonces Marianne mira a cámara (con Godard, tras ella).

Pierrot: ¿Nunca me dejarás?
Marianne: Claro que no.
Pierrot: ¿Seguro?
Marianne: Sí, seguro.
Marianne: Sí, seguro.

Estoy convencido de que esa mirada a cámara de Anna Karina, a diferencia de otras en Pierrot le fou, fue una sorpresa para el propio Godard: fue ella quien decidió dejar de mirar como Marianne y mirar como Anna. Escribía Bergala -sobre una mirada a cámara de Sylvia Bataille en Un día de campo- que una escena a dos deviene una escena a tres.


En Pierrot le fou, una escena a dos deviene una escena a cuatro: entre Marianne y Pierrot, a un lado de la cámara, y entre Anna Karina y Godard, delante y detrás de la cámara (se habían divorciado a finales del año anterior, pero cuentan que aún no habían roto del todo). Ya no sólo se trata del presente puro del cine, se trata de cine íntimo que toma la cámara por testigo de la viva verdad.


En Un verano con Mónica, Godard descubrió el goce que puede deparar hacer cine:
El placer del cine es que el mundo se te ofrenda. Sólo tienes que encontrar el lugar preciso. A condición de estar capacitado o de tener cierta moral, la creación se te ofrenda.

El rodaje de Pierrot le fou fue el penúltimo verano de Godard con Anna Karina y bien podría haberse titulado "Un verano con Marianne".

1 comentario:

  1. Si Velázquez pintaba los espacios entre las personas, según lee Ferdinard “Pierrot” en la bañera, Godard rueda los espacios entre los personajes, entre esos mismos personajes que a veces pueden hablar como los seres humanos que los interpretan, como ocurre con Anna Karina aquí, o en Vivir su vida. Pero es que no hay que olvidar que el director soplaba las preguntas en ocasiones a sus actores para sorprender a los otros actores, de forma que sacaba una espontaneidad difícil de obtener en condiciones normales en un rodaje. Como siempre que hablamos de Pierrot le fou, son tantas las cosas que sugieren las películas de Godard de aquella etapa que los de Cahiers du Cinéma llamaron Años Karina que nunca se puede hablar de su cine sin terminar con la sensación de que siempre se quedan más cosas que decir que las muchas que ya se han dicho. Pero así es el cine de realizador franco –suizo.

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