Vida en sombras es una película de -y sobre- un hombre marcado por el cine. Llobet-Gràcia solía decir que llevaba el cine en la sangre. Amaba el cine con una pasión fatal. Vida en sombras cuenta esa historia de amor. Fue su ruina. Y, quizá, también su salvación. Desde luego fue su martirio, es decir, su testimonio. Al fin y al cabo Llobet-Gràcia no pensaba con la cabeza, pensaba con -y por- el cine.
Cabe espigar algunas fechas para amojonar la pasión, muerte y resurrección de Vida en sombras, y la de su autor; a-u-t-o-r, así. con todas las letras. Consta que se rodó entre el 15 de noviembre de 1947 y el 14 de febrero de 1948; a mitad de rodaje se le denegó el crédito sindical (de las cuarenta y nueve películas producidas en 1947, sólo se le denegó a seis) y Llobet-Gràcia financió la producción con su dinero y con ayuda de su familia. En julio de 1948 muere su hijo Carlos al infectársele una herida; había hecho un papelito en una escena de Vida en sombras, el chaval al que el protagonista-niño le cambia seis cromos de Pearl White por uno de Chaplin; un protagonista al que el cineasta había bautizado con el nombre de su hijo, Carlos, Carlos Durán. También la hija pequeña del cineasta, Antonia, tenía un pequeño papel en la película, el de Ana -la mujer de Carlos- de niña.
En agosto, la Junta Superior de Orientación Cinematográfica considera la película sin interés en ningún aspecto... inconcebible... inaceptable... inadmisible... impresentable... Y recibió la calificación de Tercera Categoría que le cerraba las puertas de la exhibición. Llobet-Gràcia, arruinado económicamente y con el ánimo estragado tiene que recibir tratamiento psiquiátrico. Cuando se recupera lo suficiente, remonta Vida en sombras para hacerla más aceptable y mejorar la calificación con vistas a su exhibición comercial. Recibe la calificación Segunda Categoría B. La película acaba estrenándose en 1953, en Madrid y en salas de barrio con programas dobles. Y en su efímero recorrido comercial pasa desapercibida. Como si fuera invisible. Era un ovni cinematográfico.
Vida en sombras se adelantaba diez años o más a una concepción del cine que cobrará forma teórica en Cahiers y luego fílmica en las películas de los cahieristas: la convicción de que vivir y filmar son procesos recíprocos para un cineasta; de que, cuando un cineasta filma, no puede, filme lo que filme, sino filmar su propia vida; de que cada película es tan rabiosamente personal como su huella digital. Ferozmente individual, había escrito Llobet-Gràcia. Tanto que en aquel tiempo Vida en sombras resultaba inconcebible. No era de aquel mundo. En aquel mundo, los espectadores hacían cola para ver Locura de amor (Juan de Orduña, 1948) cuando Llobet-Gràcia no podía estrenar su obra. Y la película se perdió en el olvido. Durante veinte años.
Hasta que el 1 de mayo de 1973 el propio cineasta proyecta en el cine-club de Sabadell Vida en sombras. En 16 mm. No quedaba ninguna copia en 35 mm, ni el negativo; sólo copias en 16 mm. Entre los espectadores se encontraba Ferrán Alberich, un cinéfilo, también de Sabadell, que la ve fascinado, impresionado, deslumbrado. Y se encargará de la recuperación y restauración de Vida en sombras a partir de esas copias en 16 mm. Y la película resucita en 1983 en la Semana Internacional del Cinema de Barcelona. Habían transcurrido 30 años desde su estreno invisible. Y 35 desde que se acabó la película. Llobet-Gràcia no pudo asistir a la resurrección de Vida en sombras en 35 mm, murió en 1976.
Luego Vida en sombras pasó por el Festival de Cine de Valadolid en 1984 y por el de San Sebastián en 1988. La vi por primera vez en televisión, el 24 de junio de 1996 en Qué grande es el cine, aquel programa (un chiringuito oportunista, un dispensario de tópicos y un baratillo de incultura cinematográfica), cuyo director y la casi totalidad de sus invitados -creo que salvo uno- se me atragantaban -y aún se me atragantan- con su cinefilia de pura pose, y que sólo por haberme dado la oportunidad de ver Vida en sombras lo evoco ahora. Pero además, si uno quiere ver Vida en sombras debe conformarse con una copia de aquella emisión, una mala copia, claro, y aun así cuánto me alegró que Manolo González me la "bajara" (¿cuándo podremos comprar una copia como es debido, una edición como se merece, con extras que valgan la pena?, ¿podremos alguna vez?). Llevaba tiempo con la intención de escribir sobre la película de Llobet-Gràcia, prácticamente desde que la cité aquí hace tres años, pero quería verla antes, otra vez. Y otra vez.
En primer término, Llobet-Gràcia filma con su cámara,
mientras el operador Salvador Torres Garriga
rueda una escena de Vida en sombras
Pero quién era y de dónde había salido Llorenç Llobet-Gràcia. Había nacido en Sabadell en 1911 y el cine lo cautivó muy pronto -Méliès, Chomón, Griffith, Chaplin, Murnau...-, y lo envenenó desde que su padre le regaló una cámara Pathé Baby... El cine se convirtió en su pasión. Como le acontece a Carlos Durán en Vida en sombras. Y así pone en marcha e impulsa con sus amigos la sección de cine amateur del Centro Excursionista del Vallés en 1932, funda la asociación Amigos del Cinema de Sabadell en 1935 y escribe sobre cine en el Diario de Sabadell, por ejemplo un artículo sobre Rebeca de Hitchcock, cuyo estreno en el Teatro Cine Euterpe de la ciudad el 2 de febrero de 1943 había patrocinado Amigos del Cinema; una película que desempeñará una función decisiva en el devenir del protagonista de Vida en sombras.
Tan decisiva como la llegada a Barcelona en 1946 del cineasta Carlos Serrano de Osma para Vida en sombras. No era un director más, era un hombre obsesionado por el cine; el detonante perfecto para la pasión explosiva de Llobet-Gràcia. Ya eran amigos, se habían conocido probablemente en algún certamen de cine amateur, pero durante ese año -entre mayo de 1946 y mayo de 1947- en el que Serrano de Osma rueda tres películas tan sorprendentes para su tiempo -y aun para el nuestro- como Abel Sánchez, Embrujo y La sirena negra, se refuerzan las afinidades -a la sombra de Murnau-, se prolongan las tertulias y se estrecha un círculo de devotos cinéfilos que el propio Serrano de Osma calificó como los telúricos. Un adjetivo que, mal que bien, acabó definiendo un cine de economía modesta pero de gran ambición estética, que fracasa en la taquilla pero que, después de casi setenta años, sigue mereciendo nuestra atención (agradecida), porque en sus imágenes pervive el arrebato de una mirada. Nada tiene de extraño que algún estudioso de su obra haya definido aquellas tres películas como la trilogía telúrica. Serrano de Osma defendía un cine hecho con tres ces: cabeza, corazón y coraje; antes que una película perfecta, académica y pulida, prefería una imperfecta pero osada, y desatar la imaginación en las cuartillas antes que seguir el formulario de los guiones, y la experimentación del misterio de las imágenes más allá de los cauces de la lógica narrativa. Carlos Serrano de Osma, que había sido uno de los artífices de O home e o carro, prefería el cine como delirio antes que como relato, o si se quiere, como relato de un delirio... Por el cine.
Fue Carlos Serrano de Osma quien convenció a Llobet-Gràcia para rodar su primer -y único- largometraje, aunque probablemente los cofrades de los Amigos del Cinema insistieron lo suyo y quizá Savador Torres Garriga, el operador de Embrujo y La sirena negra, propició el último empujón. Vida en sombras devino un filme telúrico hecho por los telúricos, como Fernando Fernán-Gómez, que habían colaborado con Serrano de Osma en la trilogía ídem, donde es apreciable -por lo visto (porque uno sólo vio Vida en sombras en televisión y en una copia de esa emisión, donde sólo se intuye)- un gusto por la iluminación contrastada y donde salta a la vista -eso sí, por mala que sea la copia- una querencia por el plano secuencia como principio rector -y el travelling como herramienta cardinal- de la puesta en escena, que enhebra las formas de Vida en sombras con los filmes inmediatamente anteriores de Serrano de Osma, que debió ver en la historia de ese Carlos de la ficción un espejo de la obsesión que lo hermanaba con Llobet-Gràcia bajo el signo de las sombras.
Bajo el signo de las sombras, así se titulaba la primera versión del guión que firmado por Llobet-Gràcia y Victorio Aguado se presentó a la censura para conseguir el permiso de rodaje. Así se titulará el documental de Ferrán Alberich sobre el autor de Vida en sombras estrenado en 1984. Pero durante el rodaje de Vida en sombras aun se usaría otro título, Hechizo -¿como tributo a Embrujo?- y aun se barajaron otros como Sombras de vida, Sombras mágicas o Motor, acción. Acertaron plenamente con Vida en sombras. Cuando le daba vueltas a la idea de esta bitácora, pensé que si no me hubiera cautivado la escuela de los domingos, hubiera elegido como lema vida en sombras, y en ambas divisas Fernán-Gómez tiene un papel destacado, y también en El espíritu de la colmena, una película primordial en esta escuela, que resulta propicio religar con Vida en sombras: en ambas, los protagonistas viven el cine como una experiencia decisiva, fundacional, medular; Tanto el Carlos de Vida en sombras como la Ana de El espíritu de la colmena nacen con el cine, son hijos del cine en un sentido primordial; bueno, Carlos casi en un sentido literal, porque nace en una barraca donde proyectan las primeras películas de los Lumière y otros pioneros -el cine era una atracción de feria-, justo cuando en la pantalla el mago Pedrito -encarnado por Pedro Lazaga, ayudante de dirección de Llobet-Gràcia y otro de los telúricos- saca de la chistera un bebé y se escucha el llanto del que acaba de nacer, y los espectadores, por un momento -mágico (nunca mejor dicho)- creen asistir al milagro de la primera película sonora. Entre la protagonista de El espíritu de la colmena y el de Vida en sombras, que han sido alumbrados por el cine, sólo cambia la naturaleza de la experiencia y su inscripción en el curso del tiempo; si para Ana el cine representa una epifanía, para Carlos deviene un destino: ¿a qué podría dedicarse sino al cine?, ¿qué otra forma podría cobrar Vida en sombras sino la circular?, ¿cómo no verla también como la película de Carlos Durán, la película de su vida y la vida de su película?
Pero no sólo resultaba extravagante, a la altura de 1948, destilar en cine una vida bajo el signo de las sombras, una vida arrebatada por el amor al cine. También el tratamiento de la República y la guerra civil cobra visos insólitos, presentando aquélla sin rasgos negativos y ésta sin maniqueísmos. Hasta se escucha por la radio un fragmento del discurso en catalán del presidente Companys cuando se produce la sublevación franquista. Ahí se abre en Carlos Durán, con la muerte de su mujer a causa de una bala perdida durante los enfrentamientos entre milicianos y fascistas en las calles de Barcelona, la herida que sólo el cine -otra vez, el cine- podrá curar. Una herida de ausencia, vacío, derrota y silencio que abre otro pasaje de afinidades entre Vida en sombras y El espítitu de la colmena, entre los personajes que encarna el mismo Fernán-Gómez, veinte y pocos años mediante.
Vida en sombras puede parecer un artefacto fílmico extraño, una rareza acentuada por unos (escasos) diálogos que huyen del naturalismo. Hay un momento en la película en que Carlos Durán declara -y suena a declaración (de principios) porque lo es- que el cine posee medios de expresión propios que hacen inútil el empleo de la palabra. De hecho, buena parte de los que dice -o proclama- Carlos Durán parece (y probablemente lo haya sido) extraído de los artículos sobre cine que había escrito Llobet-Gràcia, como los escribe también el propio protagonista de Vida en sombras. Que los diga Fernán-Gómez es una gran baza, un actor con el que uno puede extasiarse incluso viéndole, pongamos por caso, freír unos huevos. Así, los diálogos suenan a veces a titulares, o mejor a intertítulos de película muda, porque el cineasta -bajo el signo de Murnau- quiere contar con imágenes, imágenes trasfiguradas en latidos del corazón, en cicatrices del alma, en raptos de conciencia; en fin, en el movimiento de la vida, en puro cine. Vida en sombras es cine soñado y sueño filmado por un hombre que ve el cine como la resurrección de la vida. De ahí, el zoótropo que su padre consigue en una barraca de tiro al plato antes de que Carlos ante una patalla de cine y que se transfigura en motor de las elipsis pero también en signo de la resurrección de Carlos. O esa escena -extraordinaria de inspiración- donde se desvela la porosa frontera entre el cine y la vida, cuando Carlos, rodando los combates en las calles de Barcelona y rodeado de muertos, empuja una bobina de papel que se despliega cuesta abajo para darle vida al plano que filma, o sea, cine. Como en Rebeca, que le devolverá a Carlos -en justa correspondencia- el cine, la vida que le faltaba.
El luminoso de cine con el anuncio de la película destella al otro lado de la calle. Carlos se asoma al balcón del cuarto de la pensión. Rebeca se refleja en su rostro. Lo llama. En las imágenes de Hitchcock encuentra un espejo de su propia herida, una ausencia con visos fantasmales que preña cada encuadre, como el fantasma de Ana, la mujer muerta, que ha devorado la vida de Carlos colmándola de culpa hasta envenenar su pasión por el cine. No puede perdonarse haberla dejado sola por filmar los primeros combates de la guerra civil ni evitar la idea ponzoñosa de que Ana murió por culpa del cine. Por eso no puede continuar viendo la película y se va de la sala. Pero en su cuarto el luminoso de Rebeca destella en su rostro. El retrato de Ana, el zoótropo... Inmóviles. O sea, muertos. Como Carlos, víctima de una parálisis (espiritual) permanente. Como de Winter en Manderley. Menos el luminoso del cine de enfrente destellando las letras de Rebeca. Lo único animado. El nombre de un fantasma. Encadenado. Estamos de nuevo ante una pantalla. Pero no vemos la película de Hitchcock, sino una de Carlos, una película casera que rodó con Ana (y que proyecta en el cuarto de la pensión), juegan a declararse, ella finge que se enfada y se aparta, y él la sujeta: Abandóname, pero no te salgas del encuadre. La película gira en el proyector. Una secuencia prácticamente muda -sólo escuchamos los diálogos de las películas-, movilizada por Rebeca, donde las imágenes destilan el reencuentro de Carlos con la vida en sombras, cuando el cine le devuelve a Ana y ella le devuelve el cine. Un par de secuencias después, volverá a coger la cámara y lo primero que filma es el retrato de Ana, y aun aparta la cámara y la mira directamente, y entonces... ella le sonríe desde el retrato. Al fin, el duelo ha culminado y Carlos Durán se ha reconciliado consigo mismo. El cine le ha devuelto la vida y la vida le devuelve al cine.
Cine y vida. El cine de la vida. La vida del cine. Vida en sombras. Por amor al cine.
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