Acerco El Intendente Sansho a la escuela, más que por escribir (otra vez) sobre Mizoguchi, que también, por el aquel de prender una candela en medio de la oscuridad -las tinieblas del mundo, sí, pero también el hogar del cine-, por si fuera posible alumbrar el camino inclemente con la canción de los niños perdidos y abrigar el corazón a la intemperie con la belleza del cine que se prueba como talismán de la esperanza.
Cuando acabamos de ver El intendente Sansho, más allá de las lágrimas sólo puede hablar el silencio. Siempre es así. El mundo continúa su curso, indiferente a esa pietà, con Zushio en el regazo de su madre Tamaki después de tantos años, a ese misterio doloroso que sólo a nosotros nos es dado contemplar; un calvario que hemos acompañado a la distancia justa, donde la mirada de Mizoguchi creó un lugar para ver, que en gallego se dice viso, un viso para la piedad.
Casi desde que empieza El intendente Sansho tenemos la sensación de que la historia ha empezado hace mucho tiempo. Zushio y Anju, aún niños, en compañía de su madre Tamaki y una sirvienta, cruzan un bosque siguiendo el camino que hace años recorrió hacia el exilio el padre ausente. Sobre el espacio que transitan gravita el pasado y el paisaje deviene un espacio de la memoria, de lo que no debe ser olvidado, y se pespunta con la hora de la separación, con la despedida y el legado paterno encomendado a Zushio. Y así, la película se despliega como un viaje en busca del padre, pero pronto se transfigura en un peregrinaje hacia la memoria (de su legado) y finalmente desemboca en un camino de redención.
Se trata de un cuento terrible, preñado de incidentes desgarradores que amojonarían un melodrama de altísima temperatura emocional: el padre desterrado, un itinerario erizado de peligros, la sacerdotisa malvada, los niños robados y vendidos como esclavos, la madre confinada en una isla y abocada a la prostitución, el poder omnímodo del malvado Sansho... Es más, con tales ingredientes casi no cabe imaginar como remediar una deriva (y derrame) sentimental.
Y sin embargo Mizoguchi destila en El intendente Sansho un cine de una belleza sublime y de una sobrecogedora serenidad, gracias a una puesta en escena -todo un tratado de diagonales y travellings- donde las cosas, más que acontecer, son; y no lo olvidemos, gracias también a la admirable fotografía de Miyagawa y a la música inefable de Fumio Hayasaka. Un cine donde el dolor, la crueldad y las penurias se conjugan con un milagroso sentimiento de armonía y un prodigioso equilibrio en una obra que evita trastornarnos o afligirnos: sólo no da a ver una experiencia moral, un camino de aprendizaje del sentido profundo de la existencia. Como un don. El intendente Sansho es de esas películas donde el arte del cine cuaja en un arte de vivir. Una candela para la noche del alma.
La gran Kinuyo Tanaka como Tamaki, la madre.
El ayudante de dirección contaba cómo se las veía y las deseaba
cuando no conseguía un cuenco auténtico
para que Mizoguchi se conformara con una réplica.
Como esa noche que Zushio y Anju van a pasar en compañía de su madre y la sirvienta; no lo saben, pero será la última noche juntos. Y buscan unas ramas y paja para hacer un cobertizo; y como niños, la tarea se vuelve un juego, una aventura antes de que acechen la oscuridad y el miedo, antes de que aquel momento se consagre como memoria de lo perdido.
Diez años después -media hora en la película-, Zushio y Anju malviven bajo otros nombres como esclavos del intendente Sansho. Zushio se ha despojado de la memoria, ha asumido la nueva identidad, sólo quiere sobrevivir, es el esclavo modelo del déspota, del padre padrone (y padre sustituto). Pero su hermana pequeña no ha olvidado quién es, de dónde viene; ella sigue escuchando la canción de los niños perdidos -Zushio, Anju- que su madre no ha cesado de cantar desde la isla, sólo Anju permanece fiel a la memoria, anudando con el hilo del tiempo el presente con el pasado.
Pero un día, cuando Zushio ayuda a su hermana a preparar un cobertizo para una esclava moribunda en medio del bosque, mientras cortan unas ramas y recogen la paja, las mismas acciones de hace diez años, la voz de la madre llega hasta ellos desde el otro lado del mar, y esta vez -el paisaje llueve memoria- también Zushio escucha la canción. Y recuerda el legado. Las palabras de su padre.
El Intendente Sansho (1954) adapta un cuento de Ogai Mori, publicado en 1915 pero basado en una historia de antigua tradición oral, como la canción de la madre que viaja a través del mar y del tiempo. Un cuento sobre la compasión, o mejor, sobre un legado de misericordia e igualdad entre los hombres. Sobre el cuento de Ogai Mori, el guionista Yoshikata Yoda introduce algunas variantes significativas que dotan a la estructura dramática de la película de espesor significante en torno a un hilo cardinal que enhebra el aprendizaje moral con la memoria.
De entrada, Yoda invierte la primogenitura de los hermanos: en el cuento, Zushio era el hermano pequeño y Anju la hermana mayor; en la película, Zushio será el depositario de la estatuilla de la diosa de la piedad que le hace entrega su padre con la encomienda de velar por Anju. En el cuento, la estatuilla de la diosa de la piedad tiene funciones mágicas (y al final devuelve la vista a la madre), pero en la película sólo cifra la memoria de un legado: la lección, la palabra del padre: el hombre que no siente compasión se convierte en una bestia (el intendente Sansho), quien no siente misericordia olvida que todos los hombres somos iguales.
El título de la película remite al olvido de la palabra primordial y cuando Zushio olvida las palabras de su padre se convierte en un digno heredero de Sansho (en el cuento, la hermana mayor lo protegía de esa caída): he ahí otro de los cambios sustanciales introducidos por Yoda que fortalece la trama de redención y cobra acendrado sentido en la maravillosa escena final entre madre e hijo; Zushio le pide perdón (nosotros sabemos que alude a ese tiempo con Sansho en que renegó de su memoria) y la madre, que no sabe pero puede hacerse cargo de tantas cosas que pudieron acontecerle a su hijo, lo consuela: "¿Qué tengo que perdonar? No sé lo que has hecho, pero sé que has escuchado las palabras de tu padre, por eso volvemos a estar juntos".
Y justamente cuando Zushio ha renegado de su nombre, entonces cobran relevancia las trasformaciones operadas por Yoda y Mizoguchi en el cuento de Ogai Mori, y verdadera trascendencia el personaje de Anju (encarnado por Kyôko Kagawa, la sublime Osan de Los amantes crucificados) que conserva la memoria de su padre, que escucha la canción de la madre, quien se convierte en la depositaria de las palabras, pero también de la llamada del corazón. Y si en el cuento, la canción sólo aparece al final de la historia, para hacer posible el reconocimiento de Tamaki por Zushio, cuando el hijo escucha su nombre y el de su hermana en la voz de la madre, en la película la canción de los niños perdidos deviene el hilo de la memoria, la voz que canta el silencio del corazón, la canción que acabará rescatando a Zushio de la sombra de Sansho, porque Anju conserva la memoria primordial y no le deja olvidar quién es. Y por ella, puede Zushio huir del intendente Sansho y reunirse con la madre.
Por eso contemplamos su sacrificio como una epifanía -y aun como una hipofanía-, uno de esos momentos capitales de la historia del cine, una de las escenas más bellas que se hayan filmado nunca, cifra del arte de Mizoguchi: no puede haber mayor hondura mostrada con mayor sencillez, ni más desgarro con más serenidad, ni más aflicción con más armonía. Zushio ha huido con la complicidad de su hermana, pero una compañera de cautiverio le hace ver a Anju que por mucho que resista la tortura de los hombres de Sansho acabará confesando el lugar a donde se dirige su hermano.
Y Anju comprende que sólo le queda un camino para proteger la huida de Zushio, para que su madre no haya cantado en vano la canción de los niños perdidos, para anudar con sentido pleno el pasado y el presente, y cerrar el ciclo de la vida.
Las elipsis contribuyen a la delicadeza de la puesta en escena, dejando fuera de campo o apenas esbozados los detalles más truculentos, como la recogida de piedras por Anju para mejor hundirse en las aguas, mediante el uso -de la distancia- del plano general conjugado con la iluminación y los árboles que crean un efecto de celosía, mientras la mujer se prepara y finalmente reza. Y la voz de su madre con la canción de los niños perdidos llega hasta Anju, como si la llamara desde más allá del mar, unidas por una poética del agua.
Ahora Mizoguchi nos acerca por corte -y sigilosamente- a Anju, que permanece de espaldas, como si no quisiera turbar el recogimiento -y la intimidad- que el momento reclama.
Entonces Mizoguchi corta a la mujer que acompaña en la distancia con una plegaria la inmolación de Anju:
Y un nuevo corte nos devuelve al agua donde ya todo se ha consumado y las ondas dibujan una estela de aceptación y de armonía con el mundo. Y una oración por el viaje de Zushio.
Decía Cyril Connolly que la literatura es el arte de escribir algo que se leerá dos veces. Yo diría que el cine es el arte de mostrar en una película algo que nunca se acaba de ver. Por más veces que se vea El intendente Sanho, pongamos por caso, donde la canción de los niños perdidos nos recuerda que no estamos solos, que el cine vela por nosotros.
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