27/5/12

Teatro de cine


Tengo una relación atravesada con el teatro. Bueno, dejémoslo en oblicua. Quizá me falta práctica, o sea, experiencia. Habré asistido a veinte funciones. Treinta como mucho. Ninguna memorable. Miento, una no se me olvidará jamas. Era junio de 1975, final de curso en mi primera escuela (unitaria), en una parroquia perdida de la frontera. Luneda. Con los veinte niños (entre nueve y dieciséis años, de cuarto a octavo de E.G.B.) habíamos preparado la obra de Castelao Os vellos non deben de namorarse.


Lo hicimos todo: desde la tarima donde se representó (en el local del tele-club) hasta los decorados, telón incluido; en la mañana del día de la representación mi madre hizo los últimos arreglos al vestuario que niños y niñas habían elegido entre ropas de los abuelos. La función empezó a las cuatro de la tarde en un tele-club abarrotado, con todas las ventanas abiertas para que los que no tenían sitio dentro pudieran verla desde fuera. Os vellos dura, si se dispone de toda la tramoya, números de baile y todos los decorados que indica Castelao, que no era nuestro caso, un par de horas como mucho, pues nuestro montaje se prolongó tres horas y media. Los parroquianos se reían tanto que los diálogos no se escuchaban, y los niños me miraba a ver qué hacían, cada poco tenían que reanudar la escena cuando las risas se atenuaban lo suficiente como para que las réplicas fueran audibles; en algunas escenas como el pranto de las lloronas en el entierro de Saturio -el primero de los viejos- fue el delirio, gritos, vítores, aplausos. Y claro, los chavales se crecían y cuando provocaban carcajadas prolongaban la escena ad lib gustándose, recreándose en la faena, improvisando nuevas réplicas para estirar la reacción gozosa del público entregado que parecía no tener límite; ya podía yo entre bambalinas gesticular para refrenar tales excesos, incluso señalando con el dedo el reloj, que se nos iba a hacer de noche allí; nada, no había forma, eran los dueños y señores de la escena. Dicen que a Caruso en su primera actuación en Nueva York le aplaudieron casi una hora. Pues no digo tanto, pero ni un minuto menos de media hora. Hasta se salieron las sábanas que hacían las veces de telón del alambre que las sujetaba y allí seguían los cómicos reverencia va reverencia viene y venga aplausos y venga aplausos. En fin, la apoteosis. A esas alturas yo ya me había ido fuera, junto al río, a fumarme un ducados con Ángeles que también había venido a echar una mano, pero estaba visto que ya sobrábamos. Pues ésa, ésa fue la única función memorable. De las demás, no digo que todas fueran olvidables, tampoco.

Recuerdo haberme divertido con Las nubes de Aristófanes allá por el ochenta o con Celtas sin filtro en el ochenta y tres, ambas en Tui (en el cine Yut) y ambas, montajes del grupo Artello; o con Río Bravo del grupo Chévere en  el noventa y uno si no recuerdo mal, por no hablar de un par de montajes de Mofa e Befa, o de Els Joglars. Y no penséis, también hubo algún Shakespeare, Molière, Ionesco, Brecht, Chejov, Valle-Inclán o Koltès. Pero... o eran demasiado solemnes o apagaban la fantasía, o derrochaban aderezo y no desnudez, o actualizaban el texto sacrificando las divinas palabras, o mataban el misterio con artificios o... Supongo que tuve mala suerte pero siempre salí de esos montajes corrigiendo la puesta en escena, imaginando otra forma de contarlo, sobre todo en aquellas obras que conozco bien, textos a los que les había dado vueltas como las Comedias bárbaras de Valle, que vi en un montaje del Centro Dramático Nacional dirigido por José Carlos Plaza, y que me decepcionó. Pero es que mi relación con el teatro fue siempre atravesada, quiero decir oblicua. Hasta el punto de que algunas obras cuyos textos me gustaron mucho -y releo cada cierto tiempo- renuncio a verlas, prefiero imaginarlas, montármelas yo mismo en los adentros, preservármelas, pongamos por caso Viejos tiempos de Pinter. Y ya casi me conformo con leer las secciones de Marcos Ordóñez en El País -El hombre que fue jueves (los ídem) y Puro teatro (los sábados en el Babelia)- para consolarme del teatro que no puedo ver, y verlo a través de los relámpagos con que lo alumbra, como la reseña del pasado jueves, precisamente sobre Viejos tiempos: le bastan unas pocas líneas para despertarte el deseo de verla, tan acuciante que mejor me quedo con mi versión.


Pasé unos días estupendos leyendo su Comedia con fantasmas, una novela sobre los cómicos que me había recomendado Pepe Coira, la historia de Pepín Mendieta, un adolescente al que la vida le da un vuelco cuando en 1925 llega a su pueblo un autobús rojo con un plateado en un lateral que rezaba: "El Gran Teatro del Mundo. Compañía de Ernesto Pombal". Cincuenta años de teatro de este país transitan por las cuatrocientas y pico páginas de Comedia con fantasmas. Pero disfruté mucho más con la primera mitad, la que gira en torno a Ernesto Pombal, trasunto de Enrique Rambal, una figura legendaria del teatro de este país con montajes espectaculares como El correo del zar o Veinte mil leguas de viaje submarino; teatro de magia, teatro cinematográfico... para definir ese tipo de montajes y efectos espectaculares incluso se acuñó el término rambaliano, ahí es nada.


Llenó los teatros en los años veinte y treinta, realizó giras por Hispanoamérica y hasta causó la admiración de Orson Welles. Una leyenda que murió en la miseria y acabó en el olvido. La otra cara (luminosa) de los cómicos de la legua en los años cincuenta de El viaje a ninguna parte de Fernán-Góméz,  pero la misma derrota final.  Pero Enrique Rambal, además de deslumbrar con un teatro de maravillas, también llevó a Shakespeare por la geografía peninsular. Me gustó mucho la visión de Shakespeare que destila Ernesto Pombal en Comedia de fantasmas:

Hay que hacer Shakespeare como si hubieras bebido muchísimo vino. Tienes la cabeza encendida y el cuerpo flotante, dices cosas que jamás dirías estando sobrio. Y además te estás meando.

Justamente es eso. Tiene que ser así. Y además como si llegaras tarde a coger el tren de tu vida, es decir, con toda la urgencia del mundo. Vivo -de vital, de ardiente- y vivo -de viveza, de agilidad-. Nunca vi un Shakespeare así, salvo el Otelo o las Campanadas a medianoche de Welles, o el Ran de Kurosawa, pero fueron en el cine. Y en Comedia de fantasmas, porque se ve, por no hablar de un Macbeth -en un castillo, de noche, iluminado con antorchas-, un Tito Andrónico magnífico que Pombal monta en la plaza de toros de Illana, donde los actores acaban hundidos hasta los tobillos en un charco de sangre (litros de sangre de vaca y de cerdo que habían preparado a tal efecto) con un final clamoroso:

A mitad de la función el cielo comenzó a llenarse de nubes negrísimas que presagiaban una tormenta inmediata, pero seguimos adelante. Avanzaba la obra y el cielo estaba cada vez más negro. En la escena final, cuando sólo queda en pie Tito Andrónico para su monólogo, sonó un trueno. Yo estaba tendido bocabajo, con la mejilla rebozada de arena y la tripa encoigida por el frío viscoso de la sangre de vaca; giré la cabeza con muchísimo cuidado porque la bota de Monroy, que había sido el último en caer, me aplastaba la napia y así pude ver el maravilloso efecto.

Vi cómo la cara de Pombal se iluminaba con la luz de un rayo que cayó a cuatro pasos, allí mismo, y entonces Pombal extendió los brazos, como un mago en tiempos remotísimos, y sustituyó las líneas que le quedaban por un grito, un grito terrible, de animal herido, un grito que sonó como un conjuro en un idioma primitivo, inmemorial, antes de venirse abajo.

Cayó al suelo y justo en aquel momento, comenzó a llover, lluvia y más lluvia sobre el montón de cadáveres tintos de sangre en el centro de la arena.

No me digáis que no es puro Shakespeare. Diré más, puro Shakespeare filmado por Kurosawa. Teatro de cine. Queda dicho.

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