Richard Holmes dedica el primer capítulo de La edad de los prodigios: Terror y belleza en la ciencia del Romanticismo a la vuelta al mundo del botánico Joseph Banks, enrolado en la expedición del Endeavour al mando de James Cook, un viaje de tres años con parada y fonda en el paraíso por una larga temporada .
El paraíso se llamaba Otaheite o Tahití, adonde arribaron el 13 de abril de 1769.
Aquella expedición científica se organizó en torno a cuatro objetivos: observar el tránsito de Venus por el disco solar (de ahí la recalada en Tahití, como emplazamiento idóneo de observación), explorar y cartografiar las islas de la Polinesia al oeste del Cabo de Hornos, explorar las masas terrestres entre los paralelos 30 y 40, y recopilar especímenes botánicos y zoológicos del hemisferio sur. Como ya se sabe, el aquel científico de ésta y tantas expediciones representa apenas un prólogo de la colonización, y aquel paraíso de los mares del sur -con sus sombras- devino en poco tiempo paraíso perdido, como comprobarán Gauguin y Stevenson, Flaherty y Murnau, pero ésa es otra historia.
Fotograma de Sombras blancas en los mares del sur (1928)
de Robert Flaherty
Fotograma de Tabú (1931) de Murnau
De momento, levantaron el Fuerte Venus, bautizado con la misión que les traía a Tahití, claro. Pero enseguida merecería ese nombre por otros -y no menos apremiantes- motivos, cuando las pulsiones -venéreas- de los marineros se vieron urgidas ante la disponibilidad de las mujeres en aquel paraíso. Además, la nave Endeavour, con tantos objetos metálicos, se figuraba a los ojos de los nativos como una verdadera cueva del tesoro, y muy pronto una cacerola o un martillo resultaron moneda corriente en el tráfico sexual entre los marineros y las tahitianas. En un primer momento, la tarifa quedó fijada en un clavo por polvo. No tardó en sospecharse que el carpintero había montado un negocio y que los clavos salían del barco a puñados. Y dos meses después de la llegada a la isla se produjo una crisis (económica, ¿de qué si no?) cuando unos marineros robaron un saco de clavos de cincuenta kilos y se disparó la inflación.
Cook no veía con buenos ojos semejante trasiego y trató de regularlo, pero ni siquiera sus oficiales estuvieron dispuestos a racionar el apetito venéreo. Contaba con cierto humor, y quizá también a modo de advertencia, cómo el Dolphin, el barco del capitán Wallis que había navegado por aquellos mares del sur dos años antes, perdió tantos clavos, arrancados de tapadillo al maderamen, que al abandonar las aguas de la Polinesia a punto estuvo de desencuadernarse con la primera tormenta que se encontró en el Pacífico.
Qué risible debía parecerles el riesgo de un naufragio a quienes vivían en un estado de erótica bienaventuranza. Quién podría culpar a aquellos marineros -y aun hacerles sentir culpables- por gozar de las mieles del (único) edén que les iba a ser dado catar en este mundo. Cómo iban a temer el infierno quienes habían sido bendecidos con el paraíso. Y sólo por un puñado de clavos.
En Buenos Aires, a principios del siglo XX, en los prostíbulos, los clientes compraban al entrar unas chapitas, que llamaban latas. Entregaban a la prostituta una lata por cada servicio. Luego la chica entregaba a su vez las chapitas a la madama, y esta le daba su comisión. (Dar la lata) Claro que aquí, a diferencia de los clavos, detrás de la chapa estaba la guita contante y sonante. (Pagar en metálico) Parece ser que el metal estuvo siempre bastante relacionado con el comercio sexual.
ResponderEliminarEn fin.
Abrazo.