No es sólo que belleza rime con tristeza, es que la destila. Sólo entonces lo bello deviene también verdadero. Porque no hay belleza sin verdad. De eso trata la estética. De la verdad, como forma del arte. Belleza triste, entonces. La bella tristeza que desprende, pongamos por caso, El fantasma y la señora Muir (1947).
Sobran razones para traer a la señora Muir a esta escuela, es uno de esos filmes que podríamos enhebrar en diversas constelaciones: los fantasmas, desde luego -¿habrá figura más cinematográfica?, ¿y cómo no imaginar que la película podría titularse "El fantasma de la señora Muir"?-, pero también las fronteras -entre lo real y lo imaginario, entre los vivos y los muertos, entre la memoria y el sueño-, las metáforas -de la escritura (el fantasma le dicta sus memorias a la señora Muir, ¿una voz de su imaginación?, ¿un sueño de la razón?) y del cine mismo (fantasmagoría primordial y la más onírica de las artes)-, las historias de amor -entre las más bellas, delicadas, líricas y elegantes que se hayan filmado-, los poemas de cine -esta vez la Oda a un ruiseñor de Keats-, los retratos -tiene su aquel ver a Gene Tierney como señora Muir fascinada por el retrato del capitán Gregg (Rex Harrison), cuando el suyo (tres años antes), como Laura, tanto fascinó a tantos-, las películas freudianas -el fantasma como fantasía sexual, como proyección de los deseos reprimidos y depositados en el inconsciente (¿habrá algo más freudiano que el cine?)-, las películas de la familia -ésas que nunca nos cansamos (cansaremos) de ver- y... las películas de Gene Tierney, faltaría más, razón sobrada para recrearnos en El fantasma y la señora Muir...
Claro que si esta escuela hubiera existido hace veinte años, le habría bastado con ser una película de Mankiewicz, y ya habrían encontrado cobijo también Eva al desnudo y La condesa descalza, como mínimo. Recuerdo haber subrayado una frase suya (de una entrevista): Dirigir una película es la segunda fase del trabajo de un guionista; escribir el guión es la primera fase del trabajo de un director. Fue la lección esencial de Lubitsch, que produjo su primera película, El castillo de Dragonwyck, también con Gene Tierney.
Mankiewicz, tercero por la izda., dirige a Gene Tierney
en El castillo de Dragonwyck
Recuerdo también cómo lamenté que nunca pudiera llevar al cine El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell (una de mis lecturas preferidas entonces y aun antes)-la gran decepción de mi vida es no haber realizado este proyecto- ¡Cuanto me gustaba el cine de Mankiewicz! Ese cine hablado, ese cine de la representación -el teatro (de la vida, del escenario, de la pantalla) era su centro de interés primordial y la vida destruye el guión, era uno de sus temas favoritos-, ese cine (tan) escrito -porque la vida se parece a las malas películas, dice el guionista y director Harry Dawes/Bogart en La condesa descalza (una de las películas preferidas del cineasta)-, ese cine de mirar con el oído y de oír con la mirada que ya no me encanta como entonces, salvo El fantasma y la señora Muir, que me gusta cada vez más.
Para Mankiewicz, su cuarta película como director era una obra de aprendizaje, quería demostrarle al estudio que era un realizador solvente y la recordaba como una película para coger oficio, sólo eso; para el guionista Philip Dunne, El fantasma y la señora Muir era una de las películas de las que se sentía orgulloso de haber escrito. Creo que esta hermosa comedia de fantasmas, con toda su contención, sobriedad y (milagroso) equilibrio de humor, romanticismo y melancolía, perdura como una -por no decir la- obra mayor de Mankiewicz. Bénard da Costa cuenta en Os filmes da minha vida que tuvo siempre cerca el cartel de la película, primero en la Gulbenkian y luego, ya descolorido -¿a quién se le ocurre poner los fantasmas al sol?-, en la Cinemateca de Lisboa, y anota que Mankiewicz persiguió toda su vida un cine total, del que nunca estuvo tan cerca como en El fantasma y la señora Muir, una película de la que el cineasta decía recordar sobre todo el viento, el mar y la búsqueda de algo diferente. Y la decepción, o cómo la vida destruye una vez más el guión soñado de Lucy Muir.
Y ya puede el de la inmobiliaria desaconsejarle el alquiler, la casa del capitán Gregg era lo que buscaba. A la señora Muir le gusta todo, atrezo incluido, sólo mandará talar aquel árbol que estraga las vistas -la decisión suscita la invisible reacción del fantasma que le hace sentir un escalofrío-, y cuando una réplica suya provoca la carcajada del capitán Gregg que resuena en todas las estancias, prueba sonora palpable de la presencia espectral, ya nada podría disuadirla: ¡Una casa encantada. Es perfecta! Y estando encantada, cómo no va a encantarle la casa. Cuánto se van a reír el fantasma y la señora Muir.
¡Qué bien contada El fantasma y la señora Muir! Cómo se exprime el detalle de que ella se lastime la mano al cerrar la ventana cuando va a echarse una horita, justo antes de que el fantasma la visite por primera vez cuando esté dormida. Al despertar ve la ventana abierta y recuerda que la había cerrado, que se lastimó al cerrarla, y entonces sabe que el fantasma (entró por la ventana y) la ronda.
Pero la función principal de haberse lastimado cuando cerraba la ventana -como prueba de que no lo soñó y, por tanto, de la visita del fantasma- consiste en preparar la escena primordial de la película, la invocación del fantasma por la señora Muir. Es una noche de tormenta y baja a la cocina a calentar el agua para la bolsa de cama, pero pasa primero por el salón, quiere echarle una miradita al retrato del capitán Gregg... ¡Qué maravillosa iluminación de Charles Lang!
El fantasma se manifiesta como una presencia arrancada a las tinieblas por la luz de la vela. Por la llama del deseo de la señora Muir.
Un fantasma malhumorado -que despide huéspedes, vamos-, el tal capitán Gregg, pero no puede evitar conmoverse cuando la señora Muir le habla de la casa y ve transfigurado en sus palabras el mismo sentimiento que lo embargó cuando le puso los ojos encima al primer barco que iba a mandar. Las palabras, no es que sean importantes en el filme de Mankiewicz, devienen decisivas. Desde la primera conversación entre el fantasma y la señora Muir. Una historia de amor enhebrada con palabras. No pueden hacer otra cosa, sino hacer el amor con las palabras; el espacio -la casa- los reúne, pero una herida de tiempo les veda el abrazo por el que pronto van a suspirar. Los corazones se descargan a base de palabras y el amor se consuma en un erotismo de las voces. Una conversación inacabada, El fantasma y la señora Muir.
A la señora Muir la arquitectura de la casa de las gaviotas le trae a la memoria una vieja canción o quizá un poema. Y el fantasma pronuncia unos versos de la Oda a un ruiseñor...
Las mágicas ventanas, abiertas a la espuma
de mares peligrosos, en tierras de leyendas ya olvidadas...
Y la señora Muir: ¿Keats, verdad? Palabras para saberse, para tocarse, para quererse. Hasta no poder pasar sin ellas. Por eso, cuando la señora Muir se queda sin los ingresos que le permiten alquilar la casa de las gaviotas, el fantasma le propone escribir las memorias del capitán Gregg. Y si van a tramar una relación tan íntima como literaria -la señora Muir, amanuense y musa de la voz del fantasma (ya lo apuntamos: qué otra cosa es escribir sino escuchar y dar vida a una voz)-, entonces ya pueden llamarse por el nombre. Puedes llamarme Daniel -le dice el fantasma-. Yo te llamaré Lucía. Ella protesta, su nombre es Lucy. Pero en el fondo le gusta ser Lucía. Sólo para el capitán Gregg. Y empiezan a escribir la cruda historia de un marino.
Y Lucía lo aprende todo del fantasma. Las palabras del mar. Y las palabras de la vida, como esa de cuatro letras que ella se resiste a escribir y luego teclea (en un gesto encantador) como si no quisiera tocarlas. La escritura se vuelve una alquimia del lenguaje amoroso, pura puesta en escena. La de ese libro que se convierte en la única prueba fehaciente de la existencia del fantasma: la literatura, en fin, como documento de un pasaje espectral. Puro Mankiewicz.
El fantasma le refiere las calaveradas de juventud y despierta en ella el dolor de lo perdido: Ojalá te hubiera conocido entonces. Y cuando le cuenta episodios de la infancia, de la tía que lo crió, de la que dice que se alegró de que se embarcara tan joven, así no le llenaría la casa de cachorros ni le mancharía las alfombras con las botas llenas de barro, y que murió mientras él navegaba por alguno de los siete mares... Qué sola debió sentirse con sus alfombras tan limpias, acierta a decir Lucía, como si diera voz al presentimiento de lo que le espera. ¿Hace falta decir cuánto envidio a Philip Dunne por esa réplica cada vez que llega esa escena?
Escribir el libro representa una revelación. La escritura sólo es verdadera si incuba una metamorfosis de los adentros. El fantasma y la señora Muir se ven transformados.
Y transportados a un umbral intransitable, a un abismo insalvable. Qué será de nosotros, se pregunta Lucía. Nada puede ser de mí, todo ha sucedido, nada puede ya suceder, sostiene fatalmente Daniel. Los raccords de mirada en el cine se inventaron para momentos así, cuando ella ve donde no puede ir y él donde no puede quedarse. Un corte entre dos miradas, una herida que declina despeñaderos del sentido, como todo y nada, como siempre y nunca.
Ahí se agrieta la comedia en El fantasma y la señora Muir. Porque comprendemos (con ellos) que sólo la muerte le permitirá a Lucía traspasar el umbral y cruzar el abismo, y viajar más allá del tiempo con el capitán Gregg. En qué problema nos hemos metido, Daniel, se duele Lucía.
Y sí, deseamos que muera, porque a esas alturas somos espectadores cautivos de la belleza atrapada en las palabras, en la voz del fantasma en el aquel de hechizar a la señora Muir mientras le dicta sus memorias y embrujarnos aún más cuando sólo es ya pura voz, la llamada voz over, voz de otro mundo, de ese mundo donde deseamos que, al fin, la señora Muir se reúna con el capitán Gregg. Pero el fantasma la ama tanto (y tan bien como Spinoza define en amor en su Ética), que su mayor bien es el mayor bien de la mujer amada, y no quiere verla atada a un espectro de por vida. Aunque eso signifique saber que va a sufrir con ese escritor -encarnado maravillosamente (como siempre) el gran George Sanders- que conoce el día que lleva el manuscrito de las memorias del capitán Gregg al editor.
Entonces llega el momento de la despedida, la única escena de la que Mankiewicz conservaba un vivo recuerdo.
El fantasma contempla a la señora Muir dormida.
A la hora del adiós cantamos lo que nunca podremos vivir (y qué bien lo escribe ¿Philip Dunne? ¿Mankiewicz? ¿Mankiewicz reescribiendo a Philip Dunne?): Lo que te has perdido, Lucía, por haber nacido demasiado tarde para cruzar conmigo los siete mares. Y cuánto lo echo de menos.
¡Cómo te habría gustado el Cabo Norte, y los fiordos bajo el sol de media noche, y navegar junto el arrecife en Barbados donde el agua azul se torna verde, y hacia las Falkland donde la galerna del sur desgarra el mar entero y lo vuelve blanco! Lo que nos perdimos, Lucía, lo que nos hemos perdido.
Y el fantasma la libera de la memoria de lo vivido y se convierte en un sueño de Lucy, uno de esos sueños que mueren al despertar.
Alguna vez, a la hora de la siesta, la señora Muir deseará que ese sueño se haga realidad, que efectivamente el fantasma entre por la ventana y se quede a verla dormir, y volver a ser Lucía para él.
Y como el mar erosiona la costa al pie de la casa de las gaviotas, así el tiempo roe la memoria y hasta los sueños se vuelven ceniza, polvo, casi nada. El soplo de una voz atrapada en el silencio. Un espejismo.
¿Fue una visión o un sueño despierto?
Esa música ya ha huido. ¿Duermo o estoy despierto?
Cuántas veces habrá evocado Lucy los últimos versos de la Oda a un ruiseñor de Keats, aunque ya no recuerde que son la memoria viva del fantasma. Que la espera. Que vendrá a buscarla. Con el último sueño.
Tenía razón Bénard da Costa (la tiene siempre). El fantasma y la señora Muir muestra (hasta la evidencia) que el amor no es real. El amor es surreal. Como el cine.
Me ha gustado mucho más 'El fantasma y la señora Muir' que 'El castillo de Drangonwyck'. Lo cierto es que el cine de Mankiewicz me gusta mucho. Y es que estas luces y sombras son una maravilla que ensalzan esta curiosa historia de fantasmas.
ResponderEliminarSin embargo esa gran belleza que es Gene Tierney no le sientan tanbién los vestidos de época como los de los años 40 (maravillosa Laura).
Saludos.