Érase una vez un hombre que inventó la luz del cine (en estudio) para pintar sobre la pantalla el rostro de la mujer que amaba. O también: érase una vez un hombre que inventó a una mujer para pintar la luz del cine que amaba. Ese hombre era Josef von Sternberg. Esa mujer era Marlene Dietrich. Y la luz del cine era el tercer vértice del triángulo amoroso.
Marlene Dietrich iluminada por Sternberg
en Capricho imperial
Un triángulo declinado en El ángel azul (1930), Marruecos (1930), Fatalidad (1931), El expreso de Shanghái (1932), La Venus rubia (1932), Capricho imperial (1934) y El diablo es una mujer (1935).
Marlene Dietrich en La Venus rubia
Variaciones del tema de un pintor de la luz y su modelo; retratos de Marlene y espejos de su relación con Sternberg; Pigmalión y Galatea a veces, Svengali y Trilby otras, pero cabe dudar por momentos si no será Galatea quien da forma a Pigmalión y si Trilby no habrá hechizado a Svengali.
Marlene Dietrich en Fatalidad
Una historia de amor (de cine) que resuena en los filmes de Ford con Maureen O'Hara, de Lang con Joan Bennett, de Rossellini con Ingrid Bergman, de Bergman con Harriet Andersson, Bibi Andersson o Liv Ullmann, de Godard con Anna Karina, de Antonioni con Monica Vitti, de Cassavetes con Gena Rowlands, de Truffaut con Jeanne Moreau, Françoise Dorleac, Catherine Deneuve, Kika Markham... y Fanny Ardant, en fin, con todas. Aquella historia de Sternberg y Marlene Dietrich, de luz y sombras y un rostro -y la de Rossellini e Ingrid Bergman- iluminaron a aquellos cinéfilos y aspirantes a cineastas del París de los años cincuenta para quienes filmar tenía que ser una forma de amar o no sería.
Marlene Dietrich y Sternberg en el rodaje de Fatalidad
Las películas de Sternberg -quizá como las de ningún otro cineasta- necesitan de la noche del cine para respirar; pura atmósfera, se enrarecen en el espacio doméstico hasta desvanecerse; puro sueño, sólo alientan en la oscuridad de los cines. Las película de Sternberg acontecen en un universo cuya relación con nuestro mundo resulta meramente nominal; llámese Marruecos o Shanghái sólo existen en la pantalla, sólo para nuestros ojos; mundos fílmicos para las criaturas encarnadas por Marlene Dietrich, como esa aventurera en El expreso de Shanghái:
Hizo falta más de un hombre para cambiarme el nombre por el de... Shanghai Lily.
Antes se llamaba Magdalena, como Marlene Dietrich.
Marlene Dietrich en Fatalidad
Creo que Fatalidad es mi película preferida de Marlene con Sternberg (o viceversa), pero El expreso de Shanghái es la más onírica, como un sueño de fiebre (o de opio), como un delirio de veladuras, donde el cineasta destila un tratado de iluminación del rostro de Marlene apoyándose en la dirección de fotografía de Lee Garmes (aunque siguiendo las estrictas directrices de Sternberg: la iluminación era su herramienta de escritura); un lienzo salpicado por unos diálogos preñados de humor y sugerencias, obra de Jules Furthman.
Shanghai Lily, como las otras máscaras de Marlene con Sternberg -Amy Jolly, María Kolverer/Agente X-27, Helen Frarday/Helen Jones, la princesa Sofía o Concha Pérez- y con la excepción de la Lola de El ángel azul,
más que una encarnación, es una criatura del aire, un lugar de la imaginación, un dominio de la mirada, una escultura de luz y sombra; y todo el artificio, apenas leve piel de una íntima desnudez, una delgada vaina para tanta fragilidad; y cada uno de sus momentos en El expreso de Shanghái deviene un bolsillo de tiempo donde uno pudiera desgranar los fotogramas como las cuentas de un rosario, dilatando un gesto, resistiéndonos a que se desvanezca... Pongamos por caso cuando Marlene se confiesa ¿con Josef von Sternberg? ¿con nosotros?
O cuatro horas después (en la ficción, unos minutos en la película), expandiendo cada segundo cuando Marlene se despereza ¿para nosotros? ¿para Josef von Sternberg?
El expreso de Shanghái, mas que una película es un sueño de Sternberg con Marlene. Un sueño de luz en un tren de sombras.
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